Philippe Muray
Wikipedia dice que Philippe Muray es un profesor y ensayista francés no muy conocido que murió en el 2006 a la temprana edad de 56 años. Autor de varios libros, a nuestro idioma solo han llegado dos gracias a Nuevo Inicio, una editorial granadina pequeña pero matona.
Los libros son El imperio del bien y Queridos Yihaidistas.
El primero, El imperio del bien es un ensayo que rezuma ironía y mala baba. Y sobre todo sorprende por la cantidad de conceptos y neologismos que acuña o reconfigura.
Viene con un prólogo que se agradece bastante, ya que ilumina un poco los contornos de este autor ignoto. Está escrito por el propio Muray para la cuarta edición del original francés. Aquí nos presenta las ideas generales de toda su obra, que básicamente es una impugnación de la postmodernidad.
Para este pensador vivimos una era de la posthistoria donde el individuo ha sido desarraigado de toda identidad y solo le queda ser un turista existencial. El homo sapiens se ha convertido en el homo festivus, cuya degeneración será ya el mero festivus festivus, un hombre sin atributos que se arrastra por la superficie del globo sin cuestionarse nada, desfondado, medigando sexo, adicto a la jarana y la banalidad perpetuas. Este arquetipo está desarrollado en un libro, Festivus festivus (conversations avec Élisabeth Lévy), que no se ha traducido todavía.
El festivus festivus ha encontrado su habitat en el «Imperio del bien»; o sea, el mundo en el que vivimos hoy, que es realmente el tema de este libro.
Para Muray hay una nueva tiranía de «base democrática» que se sustenta en un consenso especialmente represor precisamente por ser «blando», imperceptible, y que se identifica con el bien común y por ello es intocable, existe «sin un exterior» ni alternativa. Nunca ha sido tan difícil salirse del rebaño, o ser siquiera individuo, como en el mundo contemporáneo.
Esta situación tiene una serie de mecanismos reconocibles. Se basa sobre todo en la omnipresencia de «la idea de Bien», que «es la respuesta a todas las preguntas que no nos hacemos». Y que por supuesto nadie puede poner en duda sin que parezca que amenaza a la especie humana en su conjunto. Hay toda una caterva de «truismócratas» que «llenan por completo en pathos del mundo» con «su terrorismo de las Buenas Obras». Los adversarios que estos buscan por supuesto suelen ser póstumos, batallas del pasado, porque «ya no podemos enfrentarnos más que acontecimientos archivados».
De fondo hay un ambiente sentimentaloide, irracional, que es lo que se respira en el «Imperio del bien». Muray habla de la «Cordicópolis», la ciudad del corazón de la que hoy somos todos habitantes, donde lo que priman son los buenos sentimientos, la autoayuda y la ñoñería. «El éxito de la víscera», hay que seguir los impulsos del corazón para todo, orillando a la razón.
Y para quien se le atragante tanta emoción llega el linchamiento, que aparece «con máscaras progresistas» y se ejemplariza, entre otros medios, en «el deseo de lo penal»: la sobreabundancia y promulgación histérica de leyes, a menudo absurdas y despóticas, porque «¡La paz de la humanidad tiene un precio!».
A lo largo de todo el libro, y complementando a todas estas argumentaciones sociopolíticas más o menos coherentes, leemos pequeñas críticas hilarantes a las creencias actuales que son tan certeras como divertidas, por ejemplo: «Un país [Francia] donde el feminismo anglosajón y el decontructivismo derridiano no han acabado nunca de cuajar verdaderamente, de enraizar en profundidad, no puede ser malo del todo».
O la idea de la música como instrumento de muerte; Muray nos dice que vivimos una era donde hay ya máquinas que pueden reproducir música tan fuerte que revientan cristales y paredes, o sea matan.
El segundo libro, Queridos yihadistas es empero menos divertido.
Lo empezó a escribir tres semanas después de los ataques del 11 de Septiembre, cuando ya empezaba a haber batallas en Afganistán. Tiene algo de breve panfleto de lectura extenuante y comprimida. Se trata de una supuesta carta a los terroristas islamistas en la que de alguna manera es cordial hacia ellos: «Cabalgando en vuestros elefantes de hierro y fuego, habéis entrado con furia en nuestra tienda de porcelana. Pero es una tienda de porcelana cuyos propietarios, desde hace mucho tiempo, se propusieron hacer añicos todo lo que había allí atesorado». Les explica que han declarado la guerra a una civilización agotada y agónica, ya carcomida por la sistemática destrucción de lo que fue su piedra angular: la razón. Y que sin embargo les vencerá porque ya no tiene ideales, mientras que ellos sí, lo que es su talón de Aquiles.
Para Muray los occidentales viven en una era de «post-existencia» donde todo lo que queda es ser «adultescentes», un cruce entre adultos y adolescentes, que siempre buscan trasgredir la moral y consagrarse a alguna causa, para así dismular el vacío y las intenciones sibilinas. Ya no hay valores universales, que han sido sepultados por la eclosión de derechos individuales.
Lo más importante en todo caso es la alegría impostada en la cotidanidad. Y lo que más ha molestado de los ataques es que han perturbado esa alegría cotidiana. Aunque a las tres semanas los restaurantes vuelven a funcionar y ya se oye música por todas partes, signos ambos del reestablecimiento de la «vida normal».
Esta es la decadencia que defendemos paradójicamente con ferocidad: «¡Temed la ira del hombre que lleva bermudas!». Hemos acabado con el lenguaje, los relatos, la dignidad y hasta la conversación; la resistencia contra el Islam es la defensa de la autonomía de la Nada frente a una gran religión que no entiende de sutilezas postmodernas.
«Pelearemos. Y venceremos. Evidentemente. Porque nosotros somos los muertos», concluye Muray.
Philippe Muray es un intelectual reaccionario porque en efecto reacciona. Pero lo hace desde la Modernidad y contra la Postmodernidad. Él no anhela desórdenes primitivos o cantares de gesta, lo que quiere es volver a aquella época en la que se pensaba que había que actuar con civismo y educación, respetar a los mayores y, sobre todo, se vivía con la convicción de que las palabras vertebraban el mundo y como tales había que respetarlas.
Profundo, irónico y tremendamente hurticante, se trata de un autor que merece convertirse en un pequeño y secreto objeto de culto.