El papa Luna y el 600 aniversario de su solitaria muerte
No creo que la Iglesia haya vivido una época más oscura, azarosa y, a la vez, tan apasionante como la que se abrió aquel 7 de abril de 1378 con la turbulenta elección de Bartolomé Prignano para ocupar el solio pontificio como Urbano VI. Interesante punto de referencia para los que piensan que nunca la Iglesia ha estado tan en peligro como hoy.
El tumultuario cónclave y la atormentada personalidad de Urbano VI llevaron a la casi totalidad del colegio cardenalicio a invalidar tal elección, dar al papa por excomulgado y elegir a Roberto de Ginebra nuevo pontífice, que tomó el nombre Clemente VII. A causa de la imposibilidad de acceder a la ciudad de Roma por la feroz resistencia de Urbano VI, acabó instalándose en Aviñón de nuevo y consumando lo que se vino a llamar el Cisma -jurisdiccional que no teológico- de Occidente. Es muy importante resaltar este aspecto: se trató de un cisma jurisdiccional, no teológico. La doctrina no se tocó. A la muerte del papa Clemente, instalado en Aviñón, fue elegido unánimemente como sucesor el cardenal D. Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gótor, natural de la cuidad aragonesa de Illueca, que tomó el nombre de Benedicto XIII.
Fijemos el punto de partida: A Urbano VI, se le declaró elegido de forma no válida, porque en el cónclave de 1378 intervino la presión irresistible del pueblo romano, y además fue declarado hereje y excomulgado. Su sucesor, Bonifacio IX, seguía en Roma cuando murió en Aviñón Clemente VII, al que se consideraba papa legítimo tras la ilegitimación de Urbano VI. El sucesor de Clemente VII, el papa legítimo por tanto, fue Benedicto XIII, al que conocemos como el papa Luna.
El 600 aniversario de su fallecimiento, acaecido el 23 de mayo de 1423, ha suscitado una serie de eventos institucionales destinados tanto a ensalzar su egregia figura como a potenciar el caché turístico de las poblaciones a las que estuvo ligado a través de su vida y de su muerte: Illueca, donde nació; Sabiñán donde se conserva la reliquia de su maltrecho cráneo; y Peñíscola, su último refugio.
A lo largo de su prolongado pontificado (1394-1423), Benedicto XIII expresó en todo momento la conciencia de ser el único papa legítimo a partir, no de su proverbial tozudez aragonesa -de la que tantos le han acusado-, ni de su singular astucia y doble juego -al decir de la historiografía oficial-, sino de su experiencia directa y de sus profundos conocimientos canónicos y teológicos que validaban la elección de Clemente VII y la legitimidad de su sucesión. Fueron éstos los argumentos le sostuvieron y que no le permitieron violentar su conciencia ni ceder a las presiones de casi todos.
Basta ver las profesiones de fe de Benedicto XIII en sus diversos escritos y su férrea defensa del derecho de la Iglesia (de su organización y actuación conforme a derecho) para evitar la arbitrariedad que reina donde decae el derecho y por tanto la justicia, para darnos cuenta de que nunca la Iglesia ha gozado de descanso a lo largo de su dilatada historia. Hablamos del tiempo en que la Iglesia era un modelo de institución de derecho (Estado de derecho, diríamos hoy), que sirvió de modelo a muchos estados en formación.
Y se plantea hoy la rehabilitación del papa Luna y hasta su perdón, como si realmente hubiese sido el personaje intrigante que ha necesitado transmitirnos la doctrina oficial, que necesitaba mantener a toda costa la legitimidad de la sucesión a partir de Urbano VI, el papa elegido gracias a la presión violenta del pueblo romano, y que por ello fue declarado ilegítimo por los mismos cardenales y excomulgado. Por eso fue imprescindible denigrar y condenar al papa Luna.
Sin embargo, la clave de la legitimidad o ilegitimidad de Benedicto XIII está en el Derecho Canónico, que él defendió como uno de los pilares sobre los que tenía que sostenerse firmemente la Iglesia. Eso era más que evidente en un tiempo en que los poderes de este mundo pugnaban entre sí por ver quién ponía de su lado el poder de la Iglesia. En ese contexto, la autonomía jurídica de la Iglesia compilada en el Derecho Canónico, era el bastión inexpugnable que la permitió mantenerse en pie a pesar de los violentos zarandeos a que la sometieron los poderosos del momento.
Perdió Benedicto XIII, el papa Luna; pero sobre todo gracias a él, gracias a su terquedad canónica, ganó la Iglesia. En efecto, ésta no sería lo que es hoy si borrásemos de su historia el trabajo inmenso de este aragonés intrépido que defendió el derecho propio de la Iglesia en un momento en que la doctrina se mantenía intacta, sin que nadie cuestionase su vigencia. Pero sí se cuestionó, y muy duramente, el derecho y el poder interno de la Iglesia; y ahí estuvo el papa Benedicto que se mantuvo en sus trece dentro del más estricto rigor canónico.
No estaría mal que hoy, en el 600 aniversario de su muerte, hiciésemos una seria reflexión sobre qué tal andan justamente hoy, los dos grandes pilares de la Iglesia: la doctrina y el derecho. Momentos en que se tambalean ambos pilares al mismo tiempo como nunca. Es patente, es noticia continua el debate doctrinal en la Iglesia por el intento de muchos eclesiásticos por ponerla en sintonía con las nuevas corrientes doctrinales del mundo. No lo es, en cambio, no es noticia el lento deterioro del Derecho Canónico, que por responder con urgencia a los escándalos (convenientemente agitados por el mundo), está llevando a la Iglesia a un fenómeno tan grave a la larga, como la inseguridad jurídica. Vemos con claridad cómo en el terreno económico, las empresas huyen de los países con poca seguridad jurídica. Pues nos encontraremos convirtiendo a la Iglesia en una institución que por darle al mundo las respuestas que éste esperaba ha ido perdiendo su seguridad jurídica y pasándose a modos cada vez más discrecionales e inciertos por tanto.
Ojalá que la conmemoración del 600 aniversario de la muerte del papa Luna ponga de relieve esa fidelidad tan diáfana de aquel al que la historia eclesiástica colocó entre los papas réprobos. Efectivamente, su férrea fidelidad al Derecho Canónico lo convirtió en un papa sumamente incómodo. La combinación de poderes civiles y eclesiásticos -sobre todo civiles- llevaron a la resolución de forzar la renuncia de Juan XXIII y conseguir la de Gregorio XII por las coacciones del emperador Segismundo. Luego, ante la tenaz resistencia del papa aragonés, se le depuso por asamblearia mayoría conciliar. Al final, fue elegido en el Concilio de Constanza, como papa “indiscutido” Otón Colonna, Martin V, cuya turbulenta historia comenzó traicionando al papa Gregorio XII, del cual era cardenal y, reunido en Pisa con los cardenales renegados de Benedicto XIII, salir a la puerta de la catedral y declararlos depuestos a los dos, por ser esa la soberana voluntad de aquel conciliábulo.
Sin embargo y, aunque las discusiones sobre la solución del cisma se disputaron principalmente con argumentos canónicos, la virtud del papa aragonés fue, al final, mantener enhiesta no sólo la bandera de su pontificia legitimidad, sino la de la libertad de una Iglesia gobernada por el Espíritu Santo en la persona de un soberano Pontífice, vicario del mismo Cristo, y no por la aviesa voluntad de los poderes de este mundo, ante los cuales tantos eclesiásticos se muestran dispuestos a doblegarse.
En fin, para clarificar hasta donde sea posible la figura de nuestro papa Luna, en este 600 aniversario de su muerte, intentaré repasar en sucesivos artículos, los acontecimientos y las doctrinas que empujaron el desenlace de su ostracismo no sólo en vida, sino también en la historia: que, no lo olvidemos, la escriben siempre los vencedores.
Buenas tardes, don Custodio. ¿Hay algún correo electrónico u otro medio para poder contactarle? Muchas gracias.