El Monasterio de las Cuevas de Kiev como objetivo militar
Oleg Yasinsky.- En tiempos recientes, antiguos, casi increíbles, cuando los trenes que todavía circulaban hacia la capital ucraniana desde el Este cruzaban el puente Darnytskiy, a los pasajeros les esperaba la vista más hermosa después de las 12 horas que significaba la distancia entre Moscú y Kiev. Por encima de los colores de cualquier estación, sobre los soberbios cerros de la orilla derecha del majestuoso río Dniéper, resplandecían las cúpulas doradas de la Lavra de Pechersk, conocida en español como el Monasterio de las Cuevas de Kiev, el principal santuario ortodoxo de los pueblos eslavos orientales y el símbolo más antiguo y sagrado de la historia rusa.
Su fundación data del 1051, mucho antes de la existencia de lo que hoy entendemos como “Rusia” o “Ucrania”, en los tiempos del auge del primer Estado eslavo, que se llamó la Rus de Kiev, bajo el reinado de Yaroslav el Sabio. Los monjes ortodoxos ascetas en 1013 empezaron a cavar las cuevas del futuro monasterio para dar a su pueblo un ejemplo de entrega, sacrificio y fe. Dicen, que hasta ahora no todas están exploradas y hay algunos túneles secretos que pasan por debajo del río, a kilómetros de distancia. “Pechera” quiere decir “cueva” en ucraniano.
Lavra nevada, Lavra enmarcada en los colores de las hojas otoñales, Lavra en los florecientes jardínes de primavera de Kiev y Lavra en los calurosos días de verano con el tintineo sin fondo de sus campanarios, los mejores paisajes con vista al Dniéper, epicentro de nuestro orgullo, nuestra cultura y nuestra memoria.
Durante los paseos por la Lavra de antes, nadie podía hacer una pregunta absurda como si esto es más ruso o más ucraniano, o quién debería tener la llave secreta del tiempo guardada aquí. Los pasajeros del tren, primero soviéticos, luego rusos, bielorrusos y ucranianos, creyentes, ateos y agnósticos, al ver el brillo eterno de la Lavra en las laderas, sentían el mismo sobrecogimiento ante nuestro grandioso e indivisible patrimonio.
La actual guerra de la OTAN contra los pueblos de la URSS no es sólo una combinación de métodos militares, económicos y propagandísticos. Uno de sus principales componentes es la lucha de símbolos, porque los símbolos de nuestra cultura son los nidos donde vive la memoria, y para privarnos de nuestro futuro, deben ser destruidos. En esta guerra, todo, desde los nombres de nuestras calles (donde los héroes soviéticos fueron reemplazados por los colaboradores de los nazis) hasta los monumentos a Lenin (derribados todos por manadas de vándalos), pasando por los álamos del bulevar Shevchenko (podados, por ser demasiado bellos), la profanada tumba de Vatutin (el general que liberó Kiev de la ocupación fascista) y las catacumbas de la Lavra de Pechersk, se convirtieron desde hace tiempo en objetivos militares, y sobre cada objeto se dispara según un plan preaprobado, en el momento en que al enemigo, es decir, a nosotros, puede causar el mayor daño y encontrar la menor resistencia.
La reciente decisión del régimen colonial de Kiev de expulsar a la Iglesia Ortodoxa Ucraniana de la Lavra de Pechersk no es un “conflicto entre diferentes confesiones”, como algunos intentan presentarlo, y ni siquiera un simple “conflicto entre el poder político y los creyentes”.
La expulsión de los monjes de su monasterio principal y la profanación de santuarios y reliquias es una operación militar contra toda nuestra cultura e identidad nacional, similar al saqueo del Museo de Bagdad llevado a cabo con la presencia cómplice del ejército estadounidense. El momento elegido han sido estos días de los combates decisivos por la ciudad de Bajmut, que tampoco es casual; es totalmente previsible que la mayoría de las noticias nacionales e internacionales se concentren en el aspecto militar y el tema ucraniano, que hace tiempo dejó de ser central en la agenda mundial, se limite al tema de la guerra por Bajmut.
Conversando con muchos amigos de Kiev llegamos a la conclusión de que las personas que tomaron el poder en el país tras el golpe de Maidán perciben a la Ucrania real (una república que es una de las principales obras de la historia soviética) como un territorio profundamente hostil. Y si hay algo más peligroso para ellos que la propia memoria de la historia de la URSS, es el paisaje de la Lavra sobre el Dniéper, una prueba centenaria e innegable de la unidad entre Rusia y Ucrania, el lugar del descanso eterno de Ilyá Muromets, el protagonista de cientos de leyendas y mitos rusos, que conocemos desde la más temprana edad, y con él, otros personajes épicos, que no sólo son santos de la Iglesia Ortodoxa, sino también figuras claves sobre las que se basa la más profunda de nuestra historia común, algo que no puede ser destruido ni por 10 ni por 30 años de mentiras y locuras oficiales.
No creo que uno u otro crimen más del régimen de Zelensky llegue a despertar en el corto plazo a la sociedad ucraniana, tan fuertemente envenenada por la propaganda. Lamentablemente, las mentiras triunfadoras de ahora tienen una enorme inercia, y hasta que no caiga la escenografía teatral y se desprendan las máscaras de quienes han representado el actual sangriento espectáculo del fratricidio, la Iglesia Ortodoxa Ucraniana, y con ella, miles de ucranianos, creyentes y no creyentes que desafían a sus autoridades coloniales, serán perseguidos y reprimidos.
Para derrotar a este enemigo tan fuerte y despiadado, es imprescindible unir todas las fuerzas que se le oponen, impidiendo cualquier clase de división entre las diferentes confesiones o entre ortodoxos y no ortodoxos. Para algunos creyentes ucranianos que han intentado “mantenerse al margen de la política”, ha llegado el momento de recordar las famosas palabras del pastor Martin Niemöller: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”. Creo que hoy a muchos les está quedando claro que ya no se trata de las preferencias políticas o lingüísticas de los ciudadanos.
Los criminales que se hicieron con el poder en Ucrania no sólo han destruido la industria, la ciencia, la cultura y la esfera social del país, o sea, todo lo que una vez le dio derecho a llamarse Estado independiente, sino que ahora decidieron provocar una masacre para reducir su población.
La situación de los monjes de la Lavra de Pechersk es profundamente metafórica. Es una especie de apogeo de la barbarie y del absurdo, que en su momento comenzó con la persecución de los opositores políticos y continúa hoy con el intento de borrar varios siglos de nuestra historia y de destruir todo lo que pueda mantener nuestras raíces en el pasado, lo que nunca encajará en el delirio de los amos extranjeros de las autoridades de Kiev. Burlarse de la fe y profanar los lugares sagrados son los más bajos y cobardes crímenes de Estado, ya que se basan en la desigualdad garantizada de poder y en la impunidad total. El objetivo es insultar, humillar, intimidar y deshumanizar.
Las oraciones de esperanza y desesperación de miles de fieles en la Lavra en estos días son un nuevo acto de tragedia griega para nuestro pueblo, además de ser una difícil y dolorosa le