La Iglesia se rinde al poder del mundo (II)
Padre Custodio Ballester.- Es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Apóstol Pablo. Hechos 14,22)
La pederastia fue el arma más escandalosa que usó el rey de Francia contra el papa Bonifacio VIII; y esa también el arma que siete siglos más tarde (en los inicios del siglo XXI) empleó el poder político contra el papa Benedicto XVI con una fiereza extrema. Se le acusó a este último, de ser el principal encubridor de cardenales, obispos y sacerdotes pederastas. A los acusadores de Benedicto XVI, la moral de los hombres de Iglesia les preocupaba tanto como al francés Felipe IV, llamado el Hermoso. En ambos casos la pederastia no era su preocupación, sino su arma. El objetivo de los acusadores es, en ambos casos, el sometimiento de la Iglesia. El de entonces fue el sometimiento al poder político, que al final se concretaba en la fuerza bruta, hasta llegar a la liquidación física de dos papas: el propio Bonifacio VIII y su efímero sucesor Benedicto XI. Hoy es el sometimiento doctrinal de la Iglesia y su reducción al silencio. Como eso era imposible con Benedicto XVI, había que sacarlo del medio (sin necesidad de acabar matándolo).
Se trata hoy nada más y nada menos que de la claudicación de la Iglesia al dogma de la homosexualidad. La Iglesia está entre la espada y la pared… La espada es la pederastia, y la pared es la homosexualidad. El mundo le exige a la Iglesia que abrace estas nuevas doctrinas (en el paquete, va toda la ideología de género y el feminismo ultramoderno), so pena de verse acusada de “homofobia”: una acusación que se persigue y se castiga con las penas más graves. Es lo que le espera a la Iglesia: ser condenada, incluso por la ONU, por practicar y promover la homofobia. En conclusión, si la Iglesia quiere huir de estas gravísimas acusaciones y de la persecución inherente, no le queda más remedio que abrazar la homosexualidad, doblegarse, someterse a ella y mudarse a vivir en las regiones del arco iris, igual que se sometió en su día al rey de Francia y se trasladó a vivir a Aviñón, bajo la vigilante mirada del maquiavélico monarca.
¿Que la homosexualidad es con enorme ventaja el principal caldo de cultivo de la pederastia? ¡Pues mejor para el mundo! Porque así tendrán atrapada a la Iglesia por ahí, como en el Cisma de Occidente la tenían atrapada por el nepotismo y por la recaudación de los diezmos eclesiásticos.
Pero veamos cómo ha sido la historia: a Felipe IV de Francia no le sirvió la supuesta pederastia del papa Bonifacio VIII para acabar con él. Y eso a pesar de que consiguió para el buen papa una fama de pedófilo de siete suelas… Pero he aquí que la fuerza “moral” del rey no fue suficiente para derrotar al papa. Tuvo que recurrir a su poder militar (y a su gran poder político para las alianzas) y liquidarlo físicamente que no moralmente. Pues en el mismo momento de ser asaltado en 1303 el palacio pontificio de Anagni por los sicarios de Felipe el Hermoso, Guillermo Nogaret y Sciarra Colonna, Bonifacio VIII -rodeado ya por sus enemigos- dijo a sus acompañantes: Abrid las puertas de la sala; quiero sufrir el martirio por la Iglesia de Dios. Y, lejos de acobardarse, el anciano papa afirmó: A traición me han cogido preso, como a Cristo; pues si he de morir, al menos quiero morir como papa.
A Benedicto XVI en cambio, lo destrozó y le sacó de la circulación la acusación (sólo acusación) de pederastia (de “encubrimiento” de pederastas en la Iglesia). A sus enemigos les funcionó a la perfección el arma moral de la pederastia: a unos enemigos tan acérrimos de la moralidad, que están consiguiendo promocionar la pederastia en todo occidente a niveles escalofriantes mediante el recurso de encomendar la formación sexual de niños y adolescentes a los mayores especialistas en corrupción de menores.
Pero con el poder mediático (el auténtico poder moderno) que estaba y está en manos de los enemigos de la Iglesia y con la inestimable ayuda de los quintacolumnistas de dentro de la Iglesia, los poderes del mundo consiguieron derrotar a Benedicto XVI. Todavía no ha concluido ni mucho menos la operación cuyo trasfondo es, como con Bonifacio VIII y su sucesor Benedicto XI, someter a la Iglesia mediante el sometimiento del papado a los dictados del poder mundano. Y tal como en los inicios del siglo XIV el instrumento de dominación era la fuerza política que, cuando conviene, se transmuta en fuerza física, en los inicios del siglo XXI se ejerce la dominación mediante la imposición doctrinal a la Iglesia. Los poderes del mundo se han empeñado en imponerle a la Iglesia la nueva doctrina de la homosexualidad y de la ideología de género. Y naturalmente, ¡he ahí la jugada maestra!, la nueva doctrina trae a la Iglesia al enfangamiento en la pederastia: gravísimo delito todavía para el mundo, según quien lo comete, claro: No es lo mismo el abuso sexual cometido en un Centro de Menores del Estado que en una parroquia, como es lógico. Y pues no hay más dura dominación que la ejercida mediante la implicación del dominado en el delito, he ahí que la Iglesia queda definitivamente atrapada en el gravísimo delito de la pederastia justamente a través de un silencio obsequioso, cuando no aceptación gozosa de la doctrina homosexual, y al enfangamiento en las prácticas homosexuales que le impone el mundo.
El problema de Bonifacio VIII y el de Benedicto XVI, no nos engañemos, no está pues en la pederastia sino en el sometimiento de la Iglesia a los poderes del mundo. Tanto en el caso de Bonifacio VIII como en el de Benedicto XVI, no son problemas morales de la Iglesia (que siempre los ha tenido, los ha afrontado y los ha resuelto), sino problemas de IMPOSICIÓN a la Iglesia del poder político del momento. El poder, sea el que sea, no está dispuesto a tolerar que la Iglesia escape de sus garras. Una Iglesia demasiado libre para anunciar la verdad y denunciar el error sería muy peligrosa para el stablishment. Y el poder político de hoy, que se caracteriza por su imposición de la antimoral, lo que pretende es eliminar a la Iglesia del panorama político y social o reducirla a simple acción benéfica para ahorrarle al Estado unos euros. Porque se trata de derrotar a la Iglesia; y lo que necesitan es destruir toda moral. Saben que cuando consigan una sociedad sin moral, podrán imponer su totalitarismo ideológico y cultural sin la menor dificultad.
Y es bien curioso, me sabe mal ponerlos al uno frente al otro en el tema de la pederastia; repito, no es ése el tema, sino el sometimiento de la Iglesia al poder político; pero bien cierto es que ni Bonifacio VIII ni Benedicto XVI se doblegaron ante el poder que quería someter a la Iglesia. Con Bonifacio VIII buscaban el sometimiento político. En el caso de Benedicto XVI se trataba de sometimiento doctrinal. Pues bien, este papa valiente no dio su teológico brazo a torcer y se mantuvo fiel y firme en las doctrinas de la Iglesia combatidas por los políticos. Ahí están los principios innegociables que expuso repetidamente el papa Ratzinger: defensa de la familia y de la vida, derecho de los padres a educar a sus hijos y el bien común. No reculó ni un milímetro en cuestión doctrinal, a pesar de que fueron a por él: urdieron contra él la muerte moral. La consiguieron en parámetros estadísticos, puesto que tenían y tienen una infinita superioridad de medios.
En el mismo orden de pugna por imponerle a la Iglesia la “doctrina” (con la praxis que le sigue) del poder civil, tenemos el cisma de la iglesia anglicana, a raíz de un problema muy próximo a la Amoris Laetitia: la indisolubilidad del matrimonio. Como no pudo obtener del papa la disolución de su matrimonio con Catalina de Aragón, se escindió de la Iglesia de Roma y el mismo rey Enrique VIII se convirtió en jefe de su propia iglesia. Luego ya se dio cuenta de que sólo la muerte disuelve definitivamente el matrimonio cristiano, y que le era más fácil resolver sus problemas doctrinales y hormonales matando a las esposas cuando las tenía ya amortizadas.
Hoy la cuestión doctrinal que amenaza con dividir a la Iglesia es también “de sexto”, es decir de sexo. El problema es que ya no estamos dispuestos a resolverla como hizo el papa Paulo III: con la excomunión a Enrique VIII. El precio lo juzga inasumible el staff eclesial. Ahí está la carta del cardenal Ladaria a los obispos norteamericanos: Sería engañoso si diera la impresión de que el aborto y la eutanasia constituyen por sí solos los únicos asuntos graves de la doctrina social católica que exigen el máximo nivel de responsabilidad por parte de los católicos. Ciertamente, con la tensión moral que propone, nunca hubiesen existido ni los santos ni los mártires… Si el cardenal Ladaria se muestra dispuesto a comprender que el aborto y el infanticidio han dejado de ser crímenes abominables (Gaudium et spes, 51) y que la eutanasia se ha transformado de cruel acto homicida en acción misericordiosa sujeta a libre elección (pro-choice) de los politicastros del Partido Demócrata, debería, no simplemente dimitir de su cargo, sino secularizarse como teólogo católico y hasta como bautizado.
Y por si quedase alguna duda, el magno prefecto de Doctrina de la Fe insiste: Una posición beligerante contra los políticos abortistas podría tener el efecto contrario y convertirse en una fuente de discordia en lugar de unidad dentro del episcopado. Está claro que esa espada que ha venido a traer Cristo a la tierra (cf. Mateo 10,34) no es la del jesuítico Ladaria… Ya no es guardián de la ortodoxia católica sino el astuto guardarriel que evitará el choque de trenes de la Iglesia con el mundo. Por ello, el afamado teólogo da con la solución: el diálogo. Primero, entre los obispos con el objetivo de mantener la unidad; luego, un diálogo con los políticos católicos que, dentro de su jurisdicción, adoptan una posición pro-choice (pro elección) en la legislación relacionada con el aborto, la eutanasia u otros males morales, para entender la naturaleza de su posición y su comprensión del magisterio católico. Hay que esforzarse en comprender a todos, claro. Sobre todo, y por encima de todo, a los que ostentan el poder. Son los que te pueden hacer pupa, si les llevas la contraria.
A estas alturas de la película y visto lo visto en la lucha pro vida en los Estados Unidos, será el diálogo de los sofistas a lo que Ladaria invita: la verdad como opinión de la mayoría, por lo que pasaron de enseñar “sabiduría” a oratoria. La opinión como criterio de verdad, ya que afirmaban que la verdad objetiva no existía.
Dialogue, monseñor, dialogue… Pero no como los sofistas, sino como Benedicto XVI: El diálogo -afirmaba el buen papa- siempre llega a un punto muerto y entonces sólo el salto a la verdad permite avanzar… ¿Se encogerá también usted de hombros y exclamará retóricamente, ¿Y qué es la verdad? Desgraciadamente, tal vez ésta le interese ya tanto como a aquel romano que, tras preguntarlo hace dos mil años en el pretorio de Jerusalén, salió de la presencia de Cristo sin esperar su respuesta.