¿Igualdad y consentimiento?
“No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia” (1Corintios 7).
La igualdad y el consentimiento son términos incompatibles. El hecho de que alguien requiera de otro su consentimiento para alguna acción, implica automáticamente la superioridad del que pide el consentimiento, y la inferioridad de aquel a quien se le pide. El enfermo está siempre en situación de inferioridad respecto al médico, al que ha acudido en razón de su superioridad (en este caso profesional). Por esto se requiere el consentimiento “informado” del enfermo para cualquier tratamiento especial (en los ordinarios, se entiende implícito el consentimiento del enfermo). Obsérvese que nunca es el médico el que da el consentimiento, sino el enfermo. El inferior presta al superior su consentimiento para que actúe como cree que debe hacerlo. Se trata de una norma muy reciente que pone límite al posible instinto autocrático del médico. Imponiéndole al médico la obligación de contar con el consentimiento del paciente, se evita que las actuaciones del médico tengan forma y carácter de imposición o de coacción.
Queda clara pues, la carga de superioridad-imposición más o menos arreglada del consentimiento. Pero no queda ahí la cosa: según la RAE consentir es sinónimo de permitir; algo que obviamente no sucede entre iguales. El inferior le consiente o le permite a una persona con ascendiente sobre ella, que haga una cosa o no se oponga a que la haga, especialmente por considerar que dicha acción es negativa. Así decimos “consentir injusticias”, “consentir un trato injusto”, etc. Por eso la lengua ha forjado el término “consentido-a”, usado como sustantivo, para referirse al cónyuge que consiente la infidelidad del otro. Y usamos la calificación de “consentido” para referirnos al niño acostumbrado a hacer siempre su voluntad sin que nadie lo corrija o le castigue por sus malas acciones. Y en esta línea, consentir es permitir a un hijo o a una persona subordinada que actúe a su gusto, sin decirles lo que tienen que hacer o sin castigarlos en caso de sobrepasarse. Estamos dentro del uso ordinario del consentimiento y del verbo del que procede.
¿Qué ocurre pues? Que si en las relaciones sexuales se impone la necesidad-obligación de que una parte (siempre el hombre) pida el consentimiento, y la otra parte (siempre la mujer) lo dé o lo preste, estamos reconociendo sin apelación posible que una de las dos partes actúa de sexo fuerte, y la otra actúa de sexo débil. Y que el sistema de poder se cuidará de que a la parte que demanda (siempre la misma) el consentimiento de la parte débil, no se le ocurra actuar sin contar con él. Es decir que la sociedad, en pleno y flagrante reconocimiento de la situación de debilidad sexual de la mujer, hará todo lo que pueda (y más) para defender al débil de los abusos del fuerte.
Porque resulta que según sean la calidad y la evolución del consentimiento (que según se constata en la realidad, está sujeto a evoluciones y oscilaciones a lo largo de una relación sexual), nos encontraremos ante un simple uso sexual, si el consentimiento es pleno; ante un abuso si el consentimiento o el acto sexual son imperfectos; y ante una violación si el consentimiento falta totalmente, y el acto sexual no consentido, ha alcanzado su culminación, es decir su forma más grave. Con un agravante más, y es que según el significado de “consentir”, se entiende que por parte del hombre se trata siempre de una mala acción (o peligrosamente susceptible de serlo), cuya calificación judicial dependerá siempre de la calidad del consentimiento que haya aportado (y en caso de conflicto, reconocido o declarado) la mujer. Y es por eso por lo que se requiere el consentimiento de la mujer (si fuese por escrito, no habría problema legal) para el acto sexual compartido con el hombre. Porque por defecto (si la mujer no dice lo contrario), el “comercio” sexual del hombre con la mujer, es malo (y reviste por tanto un mayor o menor grado de delictuosidad).
¿Y qué tal andan de consentimiento las parejas estables? ¿No nos encontramos más bien en la mayoría de los casos ante una ficción de consentimiento, o ante un “mejor no meneallo”? Estamos en lo mismo. No es la mujer la que necesita el consentimiento de su pareja, sino todo lo contrario: es él el que necesita el consentimiento de ella. Eso es fijo, nadie lo discute. ¿Y existe ese consentimiento? ¿Es auténtico? ¿En el 100% de los actos sexuales? ¡Vengan chistes, señoras y señores! Puesto que las cosas que no tienen remedio, es mejor tomárselas con humor. ¡Para qué vamos a amargarnos! Pero bueno, la farmacia y la cosmética íntima ponen el consentimiento menos cuesta arriba.
Pero de todos modos, los consentimientos auténticos y gozosos, van escaseando cada vez más, tal como la pareja va cumpliendo. He ahí otra rareza léxica: a eso se le llama “cumplir”. Y siempre le toca al mismo (a la misma): para variar.
Y resulta que la cuestión fundamental, la que separa la buena de la mala acción, es el consentimiento. ¿El “conse” qué? Oiga, resulta que no sé qué tribunal acaba de sobreseer o archivar el tema de las preferentes (producto tóxico donde los haya) porque todos los estafados dieron su consentimiento, sabiendo muy bien lo que se hacían, sin que les faltase ningún elemento de información. Y como dieron su consentimiento, no tienen derecho a reclamar (otra cosa es que los bancos, sabedores de la debilidad de ese consentimiento, por su cuenta y antes del pronunciamiento judicial hayan indemnizado a muchas de sus víctimas). Venga, va, anímate, ya verás qué buen negocio, ya verás qué gran proeza podrás contarles a tus amigos. Y bueno, el consentimiento resultante hace aguas por todas partes. Y lo interesante del caso es que sólo más tarde caes en la cuenta de la debilidad de tu consentimiento. Te das cuenta de que has sido muy imprudente y de que no tenías que haber dado tan audaces pasos hacia el consentimiento: que lo más normal es ir por pasos y según se tercie, rematar con la firma.
Y claro, a cualquiera que de buena fe quiera instalarse en la novísima ideología de género, le asalta una duda: ¿Por qué en el negocio sexual se requiere únicamente el consentimiento de la mujer? ¿Son iguales o no son iguales el hombre y la mujer en estos asuntos? Bueno, sí, pero sólo cuando es un hombre el que se empeña en relacionarse sexualmente con un hombre en función de mujer. Pero no es ése el caso. Se entiende que sólo es necesario el consentimiento del sujeto pasivo, ¿no? Es decir que el hombre necesita el consentimiento de la mujer (o el del hombre que hace de mujer), pero ésta no necesita el consentimiento del hombre. Es eso, ¿no? Pero es evidente que aquí se nos ha descerrajado totalmente el concepto de igualdad. Si el hombre necesita el consentimiento de la mujer, es que no sólo no son iguales, sino que la mujer está en inferioridad sexual frente al hombre.
Y si además la mujer necesita la defensa aguerrida de la ley para el caso de que no haya habido consentimiento en absoluto (violación), o el consentimiento no sea fácilmente discernible cuando se han dado algunos pasos y al final no se ha coronado como hacían prever o desear los consentimientos parciales; si la mujer necesita el discernimiento de los jueces, el alboroto mediático respecto a un consentimiento que durante un tramo ha parecido totalmente que sí, y que luego según unos ha desaparecido y según otros se ha mantenido pero con matices; si lo que hay al final es eso, está clarísimo que el invento ése del consentimiento (¡tan voluble!) nada menos que como pieza clave de la libertad sexual de la mujer, hace aguas por todas partes. ¡Un consentimiento nacido de sentimientos encontrados!, sometido luego al sabio arbitrio de los tribunales.
Está bastante claro que el simple consentimiento no es un criterio consistente; porque está en el orden natural de las cosas que el consentimiento se obtenga como fruto de cierto forcejeo. Tanto en la firma de las preferentes como en las relaciones habituales (y en las esporádicas) de pareja. Lo que más abunda por tanto es el consentimiento más o menos forzado. Fíjense si no, en el consentimiento que les damos a los políticos para que actúen por nosotros: nos lo arrancan normalmente con mentiras, y luego si te vi no me acuerdo. Tirarán de él durante cuatro años, y volverán a lo mismo: hasta que nos dignemos admitir que nos hemos dejado engañar, y por conciencia o por despecho se lo demos a otro.
Y con el consentimiento matrimonial -sea canónico o civil- estamos en las mismas. Una de las capitulaciones de ese consentimiento (todo un programa, como los electorales) son las relaciones de pareja; es decir, que se presta un consentimiento global y mutuo, y por defecto, siempre sí, partiendo de la ficción jurídica de que el consentimiento que le otorga para esas relaciones el hombre a la mujer, tiene el mismo valor que el que le otorga la mujer al hombre.
Esa es la base, muy poco acorde con la realidad; porque este punto de partida desactiva todo el principio -pura ficción jurídica- de que para que una relación de pareja no pueda ser denunciada como delictiva, es conditio sine qua non el consentimiento.
Por eso San Pablo tuvo que posicionarse en su carta segunda a los corintios, también a partir de la ficción (es por igualar sexualmente a ambas partes) de que el consentimiento vale lo mismo en la mujer que en el hombre (cf. 1Co 7).
La ideología de género opta por la ficción -en dirección contraria- de la igualdad entre el hombre y la mujer, con lo cual queda el consentimiento despojado de todo sentido; y a pesar de eso, colocando a la mujer como débil y necesitada de la protección del poder para que la defienda siempre que declare que el consentimiento no ha alcanzado la plenitud. Pero vamos, no nos hagamos trampas. La diferencia sexual abismal entre la mujer y el hombre es que para ella, la práctica sexual tiene grave trascendencia, porque la puede dejar embarazada; es decir que los efectos del acto sexual continúan tan largamente que afectan a toda su vida; mientras que para el hombre es un acto biológicamente intrascendente, puesto que termina en sí mismo y no tiene consecuencias fisiológicas para él. De ahí que el violentar sexualmente a la mujer, se haya considerado en todas las culturas como uno de los más graves delitos que puede cometer el hombre.
Por eso, habiendo conseguido desvincular, tanto en la tecnología como en las costumbres (la moral), el sexo de la reproducción, de manera que queda al arbitrio de la mujer (y sólo de ella) evitarla totalmente, no se entiende que las leyes sigan dando al consentimiento de la mujer el mismo valor que tenía cuando el sexo podía abocar a la mujer inexorablemente a la reproducción. Aquí chirría tremendamente la incongruencia. Sigue juzgándose el acceso sexual del hombre a la mujer, igual que cuando eso podía cambiarle totalmente la vida. En la carrera hacia la igualdad sexual del hombre y de la mujer, la exigencia del consentimiento de ésta, se ha erigido en el mayor obstáculo para alcanzar esa tan cacareada igualdad. El desenlace coherente de ese carrerón es la total, absoluta y real igualdad sexual entre hombre y mujer, lo que conllevaría la despenalización total del abordaje sexual de la mujer por parte del hombre. Se tendría que medir finalmente la relevancia de la agresión por las lesiones producidas, si tan lejos se llegase. En fin, que el consentimiento se lleva fatal con la igualdad.
Y claro, esas masas que se han pasado miles de horas ante la tele escuchando que no hay ninguna diferencia entre el hombre y la mujer (¡ni siquiera sexual!), que el sexo lo elige cada uno, y que la mujer tiene derecho a comportarse sexualmente igual que un hombre; y que si le apetece salir con toda una manada y pasárselos por la piedra, nadie tiene derecho ni a insinuar que no es capaz de semejante hazaña, ni a echarle en cara lo arriesgado de semejante conducta; toda esa gente tan correctamente adoctrinada, es la que sale luego en tromba a las calles, lanzada por los mismos que la adoctrinaron. Salen a protestar airados contra unos jueces que al no valorar “correctamente” la cuestión del consentimiento, en vez de condenar a los de la manada por violación, los condenan por abusos. Es evidente que el programa está perfectamente diseñado. Y que funciona… para los que mandan.
Compañera te doy y no sierva. Ámala como Cristo amó a su Iglesia (Antigua Liturgia del Matrimonio). ¡Qué carrinclón suena ahora!, ¿verdad? Sin embargo, con este criterio se edificó durante dos mil años una cristiandad fuerte y solidaria y se dignificó a la mujer como santuario de la vida. ¿Podrá reconstruirse ahora a partir de escombros y ruinas?
Dios creó al hombre y a la mujer a Su Imagen y Semejanza, iguales en dignidad.
(Génesis 1.27) Y Jesús reivindicó la dignidad de la mujer siempre. Es tan grande
lo que llegó a decir y a hacer por nosotras que vienen a los labios aquellas excelsas palabras de la poesía que dicen “no me tienes que dar porque te quiera, porque aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera…
Y de verdad que es así…
Un caballero Español respeta SIEMPRE a una mujer u hombre de bien. Por la igualdad real, respetémosnos hombres y mujeres en aquello que nos complementa, en lo que nos une y en lo que nos diferencia también. ¿Vén uds. qué sencillo?
Padre, ¿usted no pasa un día por el puti y por lo que sea, le duele la cabeza, se queda en la barra con una copa? ¿Tienen derecho a violentarlo las señoritas porque habitualmente usted consiente?
Siguen muriendo ellas. No se trata de jugar con la palabra “consentimiento”, sino de la conducta. Si se ha llamado al sexo femenino, por parte del propio hombre, el “sexo débil”, por algo será. O negro o rojo, pero no vale jugar a las dos cartas.
Jesús dijo “mi reino no es de este mundo” , sin embargo los curas (teoricamente celibes) se pasan él día opinando sobre este mundo y él 90% de sus opiniones son sobre los que podemos y no podemos hacer con nuestras gónadas. Absurdo.
Verdaderamente no hay por dónde coger el artículo. Parte de unas premisas, de una ideología trasnochada y de un desconocimiento de las relaciones personales. “La igualdad y el consentimiento son términos incompatibles”. “implica automáticamente la superioridad del que pide el consentimiento”. Falso. Durante toda la historia, el que da el consentimiento, es el superior y el que pide el consentimiento, es el inferior. El que pide consentimiento para ir al baño, es el alumno. No el profesor. El que tiene que pedir consentimiento para todo, es el preso. No el carcelero. El que tiene que pedir consentimiento para faltar al… Leer más »
Me daba pereza explicarselo. Gracias, buena explicación.
Gracias por molestarte en escribir este comentario.