Ningún político hablará de la Agenda 2030
Faltan apenas ocho días para el comienzo oficial de la campaña electoral, tiempo en el que los políticos se afanan en vender sus atractivas promesas a los, cada vez menos, ciudadanos que aún creen en el tópico de la “fiesta de la democracia”, que tanto les gusta cacarear; promesas para los creyentes dormidos, pero palabras de humo anacrónico para el ciudadano despierto que ha aprendido a escuchar, a leer entre líneas y a ver más allá de lo aparente. Las promesas subyugantes de antaño referidas a infraestructuras, pensiones, educación, empleo o vivienda, siguen siendo las protagonistas, pero no se corresponden con los problemas que la sociedad debe afrontar en este presente convulso, en vía de transición a un futuro incierto.
Lo que se venía gestando en las últimas décadas terminó con el parto de un monstruo que tiene a la humanidad entre sus fauces, sin ninguna intención de dejarla escapar. A estas alturas nadie medianamente lúcido puede dudar que marzo de 2020 señala el fin de un ciclo y el comienzo de otro: la era posthumana en la que estamos entrando a gran velocidad, según el científico del Silicon Valley, José Luis Cordeiro; aseveración de otros muchos “sabios” megalómanos amorales, de dudosa salud mental, con más vocación de demonios que de dioses. Esta campaña electoral, por tanto, no debería ser un teatrillo más de lucimiento y engaño para conseguir el premio de la poltrona de un gobierno que tendrá muy poco de democrático y mucho de dictatorial y controlador de la sociedad. Porque así está escrito.
Mentiras fabricadas, disparates y afrentas contra la humanidad están meticulosamente registradas en la Agenda 2030, el manual perverso de dictadura mundial que los políticos no solo acatan mansamente y prometen cumplir, sino que se sienten orgullosos en su papel de sátrapas obedientes. Unos pocos quizá ignoren los auténticos objetivos de control y dominio, pero la mayoría son conscientes de estar al servicio de una causa tenebrosa y distópica.
Hace muchos meses escribí que “en tiempos especiales necesitamos políticos especiales”, servidores públicos a la altura de las circunstancias. Sin embargo, tales especímenes parecen no existir, salvo como deseo irrealizable o esperanza infundada.
Ninguno cumple los estándares de calidad. Ninguno hace oposición a los objetivos de la Agenda, cuyo pin de colorines lucen en la solapa como demostración de sumisión a quienes detentan el auténtico poder, los reales dueños del mundo. Su empatía es tan escasa que no solo no les importa que seamos esclavos en la gran aldea global, sino que nos condenan a vivir en un estado cuasipolicial, de restricción de libertades fundamentales, de rejas virtuales, prohibiciones absurdas y obligaciones inútiles, mientras nos bombardean ininterrumpidamente con dosis de miedo, incertidumbre y propaganda adoctrinante para domeñar nuestras conciencias, mermar nuestro espíritu crítico y tornarnos en zombies sumisos, obedientes y estúpidos. Nada que ver con lo que somos en esencia.
Nuestros políticos parecen vivir en un mundo de ensoñación; en una especie de trance continuo, ausentes y desconectados de la realidad, como víctimas del hechizo de la bruja malvada del cuento, o cómplices de un pacto con el diablo. ¿Quizá han vendido sus almas a cambio de poder, riquezas y éxito terrenal? Esto no es ningún mito, sino algo más real de lo que parece. Por eso a quienes hemos descorrido el velo del sistema, visto y olido sus cloacas y vislumbrado la realidad escalofriante que se esconde, nos resulta harto difícil hacer un análisis político al uso, prescindiendo de cuestiones que atentan contra el futuro no solo de la humanidad, sino de la vida en el planeta en general. Así son las intenciones aviesas del Foro de Davos, la ONU, la UE, el FMI, los bancos centrales y decenas de instituciones aglutinadas en un frente común en esta guerra contra la humanidad. Instituciones que no son lo que dicen ser y que, bajo el disfraz de la filantropía y el servicio al bien público, trabajan para el Mal.
El transhumanismo debería ser la mayor preocupación de los políticos, pero ni una palabra sobre ello, como tampoco de temas candentes como la geoingeniería, la gran mentira del cambio climático, el contenido de los inóculos, los campos electromagnéticos, la luz azul de nuestras ciudades, la ingestión de bichos, el dinero digital, la pederastia de alto standing, las ciudades de quince minutos, el pasaporte sanitario o la cesión de soberanía a la OMS en materia de salud. Estamos a merced de vividores sin escrúpulos que imponen sus consignas de muerte. ¡Y nuestros políticos son sus marionetas!
Ante estas afirmaciones, la siguiente reflexión es inevitable: si esto es así; si todo viene ordenado desde las altas cúpulas del poder en la sombra y los políticos dependen de ellas, ¿importa realmente quién gobierne?
La respuesta nos la dio hace varias décadas el viejo Rothschild: “… dadme el dominio del dinero y ya no importará quién mande. […] No importa a quién vote el pueblo; siempre nos votará a nosotros”. En efecto, el gobierno invisible no es ciencia ficción, sino más real que los gobiernos electos.
Sabemos que esto puede causar desesperanza porque lleva a deducir que estamos condenados a un futuro incierto. No es así; hay esperanza, pero solo a condición de que la humanidad despierte y caiga en la cuenta de quiénes somos y qué hacemos aquí en esta circunstancia convulsa. Hemos confiado demasiado, hemos creído todas las mentiras y nos hemos dejado aborregar. Hemos permitido que decidan por nosotros y hemos ido perdiendo nuestro sentido crítico y nuestra capacidad de decisión. Casi nada de lo que creemos o pensamos surge de nuestro interior, de dentro afuera. Todo es impuesto desde el exterior. Repetimos los mantras, opiniones y consignas de los llamados expertos y somos eslabones de la cadena de transmisión de los manipuladores; incluso denunciamos con sentido “patriótico” a los congéneres que se atreven a aislarse de la manada.
Urge entender que se está librando una guerra contra la humanidad, una guerra espiritual de gran calado. Hay que poner freno a esto, decir ¡basta! y sacudirse la modorra. Solo así, juntos, podremos salir vencedores de este combate, el más importante de la historia del homo sapiens en este planeta maravilloso que “los malos” han transformado en un lugar de castigo.
Venceremos, pero eso requiere esfuerzo. Hay que trabajar en los ámbitos humano y divino, de acuerdo a nuestras dos naturalezas y conseguir el equilibrio que nos transformará en invencibles, capaces de superar cualquier adversidad ante el enemigo más poderoso.