Retrato del antitaurino que salta al ruedo
Chapu Apaolaza.- He apuntado en mi cuaderno la carrera que se pegaron dos antitaurinos por el ruedo de Guadalajara y la manera en que fintaban entre capotes y rastrillos de areneros con el toro ya muerto, que es un ejercicio más recomendable que cuando se hace con el toro vivo. Van desnudos de torso para arriba pues el activismo ha asimilado que en pelotas se tiene más razón que vestido. Desde el tendido les arrojan insultos y cerveza, y esto les sorprende, pues esperaban ser recibidos como Joselito El Gallo resucitado.
Habría que celebrar a los antitaurinos que saltan al ruedo porque escenifican la censura a la que es sometida la tauromaquia por aquellos a los que perturba. En el fondo, señalan la corrida como lo que es: un rito que pone en escena la muerte y la vida de una manera tan radical que choca de frente contra lo contemporáneo y eso la hace interesante.
Sobre el ruedo ultrajado también se dibuja el debate de si en este país, cualquiera que vea excedida su sensibilidad o su creencia en algo puede irrumpir en una plaza, en un teatro, en una galería de arte o en un cine para detener por la fuerza una manifestación artística y tratar a sus espectadores de pervertidos, de enfermos, desviados y guarros, al fin y al cabo. Se trata de si celebrando como héroes a estos censores, pronto los tendremos corriendo por teatros y festivales de cine, pero también entrando por la fuerza en carnicerías y restaurantes, llamando enfermos a los comensales y arrojando contra las paredes de los salones los platos de espaguetis boloñesa de los niños.
La cuestión que se plantea es si en este país tienen que coexistir o no espacios públicos en los que pueda darse la corrida de toros y otros fenómenos sin que alguien se crea en el derecho y la misión de censurarlos porque exceden su sensibilidad, porque los consideran incomprensibles o porque no alcanzan a entender cómo alguien puede contemplar esto o lo otro.
Se trata de si mi hija de seis años tiene derecho a ir a Las Ventas sin que la llamen asesina en la medida en que los animalistas tienen derecho a manifestarse legítimamente sin que nadie venga a arrancarles la pancarta o a decirles que los bárbaros son ellos que dudan entre comprarle la medicina a su madre o a su perro, que sacarían de entre las llamas a su caniche antes que a mi hijo, no digo ya antes que a un aficionado como yo al que íntimamente sueñan ver envuelto en llamas.
Que sea una infamia que la gente tenga que morirse de cáncer porque no hay que experimentar con ratones, que resulte miserable no pasear al abuelo porque hay que pasear al border collie enloquecido de vivir en un piso de cincuenta metros cuadrados y el resto de reproches que le hago al animalismo no deberían gritarse a medio metro de la cara a un antitaurino cuando se manifiesta legítimamente.
Afortunadamente, el héroe a animalista termina detenido por la Policía en un lance que él considera incomprensible pues piensa que los nacionales deberían de darle un premio. Así arrastrado por los agentes, me recuerda a aquella anécdota que contaba Miguelín de una tarde en la que se dejó un toro vivo. Contaba que, escoltado por la Benemérita en el callejón bajo una lluvia de almohadillas, objetos e insultos, el guardia que le seguía le propinó un culatazo en la espalda. Sintiendo el golpe, el torero se volvió a preguntarle: «Pero hombre, ¿usted también me va a pegar?» y el agente respondió: «Es que has estado muy mal».