Un artista del engaño
«La guerra es arte de engañar»: pocos axiomas en la historia del pensamiento han tenido mayor peso y fortuna que esa concisa anotación de Sun Tzu. Su legendario Arte de la guerra desmiente todos los lugares comunes que verían el pensar como algo efímero. Y fuerza a volver sobre la fórmula cristalina de Borges acerca de la eternidad: «Sólo perduran en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo». Y no, ese tratado, escrito hace más de dos mil quinientos años, no es sólo un estudio de las estrategias y tácticas a desplegar en un conflicto bélico. Lo es de lo esencial humano: lo que hace que todo, en la vida de los mamíferos hablantes, sea siempre juego de conflictos, juego de dominación y de poderes. Porque todo lo humano se dirime en el teatro de sus superpuestos juegos de guerra.
«Arte de engañar» dice, así, arte de dominar al otro. En cualquiera de las facetas en las cuales despliegan los hombres sus conflictos. Antes que en ninguna otra, en la política. Por supuesto. En ese endemoniado ajedrez, sobre cuyo tablero lo más sórdido reviste caracteres de honorable. Y a cualquier estudioso de la filosofía le viene, de inmediato, la sorpresa de que esa misma intuición haya sido la que estuvo en los orígenes de su disciplina: en el Éfeso de hace también dos mil quinientos años, en donde un escritor prodigioso, al cual sus contemporáneos juzgan «oscuro», deja caer esta certeza fulminante, ante la cual todas las engañosas buenas voluntades se desmoronan: «Guerra de todo es padre, de todo es rey», y del arte de desplegar sus ardides procede el destino que hace a «unos esclavos y a otros hombres libres».
A Pedro Sánchez le corresponde ahora desplegar la estrategia de sus propias estratagemas. Sun Tzu da un compendio de ellas, que algún asesor listo habrá pasado ya al iletrado presidente: «Si eres capaz, finge incapacidad; si estás preparado para entrar en combate, finge no estarlo; si te encuentras cerca, finge estar lejos; si te encuentras lejos, finge estar cerca…» Y sólo de la habilidad con la que su red de mentiras se despliegue, dependerá su destino: o bien, consagrarse como el hombre que, a cambio de destruir una nación, logra mantener su poder durante un lapso de tiempo asombroso en quien carece de mayoría electoral; o bien, arrastrar en su caída, no a un Gobierno, sino a uno de los dos partidos sobre los cuales se erigió el actual sistema constitucional español. No es un envite menor: el PSOE no sobrevivirá a una derrota de Sánchez en esta ofensiva sin línea de repliegue que acaba de lanzar contra la nación española. Y toda la lógica constitucional entrará en crisis.
a) Si, al cabo de la ofensiva, Cataluña logra ser independiente –lo de lo amnistía no es más que un instrumento en la primera etapa, como muy bien lo han subrayado tanto Puigdemont como Junqueras–, el resto de España se hundirá en un marasmo de difícil arreglo: en lo moral como en lo económico. Pero Sánchez seguirá en la Moncloa: es lo único que para él cuenta.
b) Si el proceso independentista no se consuma, entonces Sánchez quedará destruido, sí. Pero, con él, quedarán pulverizados todos los consensos que acotaron los juegos de guerra de la política española dejándolos en sólo sesiones de esgrima. Otro tratadista de la guerra, Carl von Clausewitz, lo metaforizará, ya en el siglo XIX, en fórmula memorable: «Del terrible mandoble de la guerra, que es preciso dar con las dos manos para golpear una vez y sólo una, la política hace una espada ligera, a veces un grácil florete, que alternativamente usa golpes, fintas y paradas».
La política, en su límite, se reduce a eso: tránsito del campo de batalla al salón de esgrima, de la carnicería a la cirugía. Pero el florete mata. Y mata el bisturí. Más limpiamente que el mandoble o el hacha, con menos salpicaduras. Todo esgrimista sabe eso. Y todo cirujano.