¡Mi felicitación navideña para todos! MATER ADMIRABILIS (Cuento de Navidad)
(In memoriam) Desde hace muchos, muchos años -casi desde cuando Carolo en su primera legislatura- en el cruce de caminos que hay al pie del monte Marazón, a pocas leguas de Urtesa de Bellido hacia la parte de Risamonde y Miralrey, entre viejos olmos centenarios, había una capillita en honor de la Virgen. Humilde a más no poder. El tinglado amparaba a una imagen tallada toscamente en roble moreno y malpintada por manos labriegas, que reposaba sobre un altarcito y a cuyo frente, en una filacteria, estaba escrita la advocación: Mater admirabilis. Consistía el ingenio en una empalizada de gruesos tablones de sabina formando un carasol, y provista de un tejaroz para resguardo de lluvias y celliscas. Allí solían arder candelitas de aceite en vasijas de vidrio, protegidas del viento, y rara vez le faltaban a la admirable Madre de Dios un ramo de flores silvestres u otros testimonios de devociones camineras. En un lateral de la empalizada, muy a resguardo del norte, unos travesaños sujetaban una especie de banco donde sin duda habían reposado y hecho aguada generaciones enteras de andariegos y vagabundos. En el suelo del abrigaño, de cantos y ruejos, había restos de fogatas; y grabados a punta de navaja o con tizones, podían verse por allí, entre alguna procacidad, cruces, gratitudes, loores, e iniciales y fechas muy evocadoras. Pues bien, queridos, os contaré algo sobre este santo lugar que os conmoverá sin duda.
Quién así hablaba a un grupo de paisanos, en aquel cálido rincón de un mesón de arrabal, en una noche de mediados de diciembre de gran nevada y vientos desatados, era un anciano barbado, de afable presencia, y pleno de energía. Estaban sentados todos ellos en torno a una mesa bien abastada de caldos y condumios muy variados, humeantes y de grata vista, que presidía una hermosa frasca de vino tinto. En la chimenea contigua a la mesa, ardía vivamente y sonoroso un enorme tronco de haya que irradiaba vida y ánimo para todos. En un perchero próximo a la puerta, se amontonaban las zamarras, pellizas, bufandas y abrigamientos de los comensales. Al fondo de la sala un enorme belén, con profusión de acebos, musgo, pinocha, figuritas y casas de corcho, esplendía de luces y aroma navideño.
No dejaba aquel veterano -de luengos cabellos blancos- de entre sus nobles manos, el bastón de caminante; un cayado recio y nudoso de espino de la India. En su boca humeaba una renegrida y capaz pipa de brezo bien atacada, provista de un ancho anillo de plata que unía la caña al pisadientes de ámbar, de singular belleza. Con ella, bien fumándola parsimonioso o bien al aire y enarbolada en la mano, acompañaba su voz, marcaba los tiempos del relato, y concitaba un gran interés en todos que, al confortable calorcillo del hogar, con los vasos de vino ante si y dando sorbos muy cumplidos, le escuchaban atentos e interesados de su decir.
-¡Ah, qué ameno lugar aquel en las primaveras y en los veranos! Exclamaba con un entusiasmo que le encendía los ojos. ¡Qué bonanza se disfruta en la olmeda! Allí aflora un anchuroso manantial de aguas frescas y cristalinas y bien que pueden recogerse exquisitos berros y corujas sin fin con los que hacer ensaladas. En el regatillo y las balsas que le suceden hay ranas y tritones y, a veces, las ovejas triscan por allí los brotes de hierba más suculentos. Se las ve felices, como a las avecicas que frecuentan la arboleda. Pero qué terribles son las atardecidas de la otoñada y del invierno, las noches de borrasca y las dentelladas del cierzo que acobardan al lobo y le aculan en la madriguera.
El relato, declamado por él en clave de fraternal tremendismo, a la luz incierta de las llamas y de algún candil o petromax que cuelga de una viga y que proyecta sombras en las paredes, hace a todos saborear con fruición la calidez de aquél rincón tan apropiado y tan recoleto.
-Cuentan las buenas gentes de por allí… se hacen lenguas, digo -proseguía el buen señor entre volutas de aromáticas pipadas a su sabor y algún que otro traguito de vino que espaciaban sus palabras- que a la Santa María de la capillita aquella, se le atribuían de siempre prodigios y favores muy notables para los habitantes de aquellos serrijones y vallecitos. Niños extraviados que habían sido encontrados sanos y salvos cuando se desesperaba de volverles a ver, ancianos alicaídos que habían recuperado los vigores tras peregrinar a ella, aojados que habían remontado la fortuna, miembros con paralís que habían vuelto a su función articulada, coqueluches y difterias sanadas tras elevar oraciones a la Santísima, anginas de Vincent, males de Hopkins, de Pott, de Crohn, Francés, síndromes de Asperger, ingestiones de beleño, picaduras de alacrán, de tarántula y de la gran bestia, vómito negro, ántrax, chancros, lupus eritematosos, cuartanas, carbuncos… Bueno, toda una constelación de males y dolores habían sido aliviados con largueza por esa Santa María de los caminos y durante generaciones. Como para dar que hablar en la cuaderna vía a más de un Gonzalo de Berceo redivivo.
-¿Pero qué era de los sanadores y curanderos de la comarca? ¿De qué vivían? Preguntó uno de entre aquellos, admirado de tanta ilustración.
-Estaban para las torceduras, torozones y tronzamientos, reumas, panadizos enconados, rijas, lobanillos, nacencias y mendrugones, escrófulas, sarnazos, roñas, equimosis y demás menesteres de segunda categoría, que combatían con emplastos, cataplasmas, vendajes, fomentos, bálsamos, alcoholatos y ceratos, que aplicaban entre ensalmos y monsergas. La vida da para mucho y ellos mismos, ante los espantos que veían sus ojos, invocaban por lo bajo la ayuda de Santa María mientras hacían los machacados de hierbas, bayas, amentos y raíces en los morteros y almireces a los que nunca faltaban unas gotas de agua bendita. Mucho Marrubio, mucho Cardo Santo, mucha Hierbaluisa, pero así conseguían buenos resultados los muy cabrones.
El buen señor se llevaba una mano sucesivamente a la cabeza, a la boca, a la garganta, al vientre y a la entrepierna y rezaba muy solemne:
-Salicilato, perborato, clorato, bicarbonato y permanganato. Es ciencia bien sabida que viene de Egipto, Babilonia y el Punjab, de la medicina griega y de los etíopes. Pero el vómito negro… Ay Dios, qué malo es. ¡Si yo os contase…!
La audiencia no podía estar más solícita ni cautivada. Cada poco les atendía la mesonera. Una excepcional hembra sobrada de todo. Una joven de rubios cabellos largos y ondulados, ojos almendrados y abundantes pechos como de crema pastelera cuyo flaneteo bajo la leve blusa que los recogía codiciosa, levantaba miradas de admiración, corrugados de ceño y sonrisas de ponderativa complacencia entre la viril concurrencia. Sobre la mesa, que despejaba cada poco tiempo, acumulaba platos, bien de zorza picante, fritanga de asaduras con cebolla, rebanadas de crujiente hogaza y una fuente con huevos fritos y costillas. Ella hacía gasto de caderas con desenvoltura y remango sin parigual, porque se sabía deseada y era gustosa de ello. Y bien que agradecía los elogios y halagos de aquellos veteranos que sabían muy bien lo que valía un peine, con risas y cuchufletas, disfrutando y compartiendo el ambiente como la que más. Con gracia de natural, presentaba los mandados proclamando un voilá a la que retiraba las manos, y observaba con malicia las caras y el efecto que producían sus escorzos y evoluciones. Con las manos ocupadas de platos que se llevaba a la cocina, remataba la faena utilizando garbosamente su trasero –contundencia entreverada de confite y chantilly- para empujar la puerta por la que desaparecía hacia la gran cocina.
Eran fechas del Adviento esperanzador que inundaba a todos de alegría y se masticaba en el ambiente un aire de felicidad, aunque nadie lo confesara. Tiempo para festejar; tanto para llenar la andorga en compañía y entretener el ocio con cuentos y narraciones, como para dormitar dulcemente a la vera de la lumbre con una manta sobre las piernas al poder ser, y encarar al invierno amenazante con un optimismo al que no invitaban ciertamente ni el relente ni la obscuridad.
Los efectos de las enjundias y el bebitoque, unidos al creciente fuego de la chimenea, animaban los rostros adustos en principio, que se iban poblando de sonrisas. Las miradas eran muy otras que a la llegada. Bien sabía esto don Pío de Guriezo y de Castrogeriz, el relator, que les había citado a este encuentro de viejos compañeros de escuela como cada año por estas fechas desde hace ya mucho. Don Pío, que en su momento no fuera cuando niño más que un perillán como el resto, un galopín, había trepado hasta grandes destinos en la vida civil y política de aquellos tiempos, pero su corazón, ausente él muchos años ha, nunca dejó de estar entre los suyos, los de la primera hora. Mateo el Caparranas, Abel el Matagatos, Pepe el Bolas, Santi el Chino, Jesús el Gorrión… Casi todos ellos quedaron en la tierra que les vio nacer ejerciendo de artesanos, de obscuros funcionarios… o regresaban, pero nunca se olvidaron unos de otros, ni ninguno de su buen maestro, Don Azarquiel de Mendía y Zumeta, que parecía sacado de entre las páginas del Corazón de Edmundo de Amicis, y que fue el aglutinante de aquellas almas y quien las puso en hora. Don Pío, no se sabe bien el porqué y a su pesar, siempre fue para todos Piín el Cacas.
-Pues bien, queridos, proseguía don Pío enardecido, la Virgen de los caminos de aquella tierra preñada de maldad y de egoísmo, que sólo recibía gustosa pero que no daba, que no tenía el calor de la caridad en sus almas, hizo como buena madre que es, un admirable prodigio muy excepcional para su bien y salvación, que siempre se recordará y que les hizo cambiar de forma radical a todos. Id, id por allí en cualquier tiempo, dejaos caer a cualquier hora y comprobad cómo a vuestro paso, por leve que sea, se abrirá cada puerta amable, se os sonreirá y se os franqueará el paso a la cálida lareira, donde siempre hay caldo con grelos, judías, unto y patatas, y vino y pan mullido… y compañía y afecto. Ningún perro os ladrará de noche, no se atrevieran, y si lloviese, mejor. Mayor será la sensación de abrigo y amistad; de familia humana comilfó.
-Héte aquí pues, compañeros del alma, compañeros, al decir del poeta, que yo se de muy buena tinta lo que ocurrió aquella Nochebuena lejana. He caminado por toda la zona, he indagado entre los más ancianos de los aledaños, he hecho noches en posadas inimaginables e incluso al raso, y os aseguro que no me invento nada. Fue tal os digo. ¡Marina, bonita, tráenos más vino que hacemos corto! ¡Que no se diga que en Casa Mandarria hay sequía!
-Les he sacado el vino de la cuadra, el de Navidad, don Pío, y hay más de dos pellejos, casi cinco arrobas cumplidas esperándoles. No les ha de faltar, proclamó amable la cantinera desde la puerta de la cocina. Ahí va otra frasca, enseguidita. ¡No se me mueran!
-Era por las postrimerías del XIX, al parecer ser. Proseguía impenitente don Pío con un ardor inusitado. Se mezclan estos hechos con la pérdida de las colonias. Con el desastre del 98. Eran tiempos de mucha pobreza, de mucho dolor. En todas las familias había desgracias y mayores aún en las que había muerto algún mozo soldado. Algún quinto, allá en Cuba, en Filipinas, o en Puerto Rico. Se hablaba por aquel entonces de trochas y de veredas, de maniguas, de manglares, de paludismo, de caídos, de lisiados, de Cavite, de Santiago, de Rizal, del Baler, de la partida de Maceo, de la de Peral, de Weyler, de Cervera, de Topete… Pues bien, al son de la marcha de Cádiz –de rayadillo- se nos fue lo que quedaba de imperio, de orgullo, y el pueblo, dolorido, humillado y triste, se replegó sobre sí mismo, sobre su miseria parda en un intento de supervivencia y ensoñación idiota. Nadie quería saber de nada. Sólo de llegar al siguiente día para contemplar los brotes de alimento que surgían de los terruños y que prometían algo palpable, la comida. Y en este escenario de tristeza y de pobreza, en una Nochebuena de aquellas en que cenar algo caliente con grasa, con fécula, o un huevo frito era toda una hazaña para esas buenas gentes, acertó a pasar por aquellas aldeas perdidas una joven encinta, en plena gravidez y cuya escualidez hacía más patente la inminencia y premura del alumbramiento. Desharrapada, mal vestida y mal calzada, con un manteo y una albarda por todo equipaje donde llevaría algunos enseres, llamó a más de una puerta pidiendo caridad, ayuda, alimento… Nada. Los tiempos no estaban para problemas ajenos. No dio con ningún corazón que se apiadase, que la diese cuartelillo, calor, pan, sopas. En aquella tierra no había caridad, como reza el villancico ese de Madre a la puerta hay un niño. Sin duda, víctima de la guerra quien la cuidase, o abandonada de un mocito seductor al que diera la monedita del alma, y arrojada por la vergüenza, el honor familiar, el egoísmo despiadado, y la crueldad de unos padres o familiares desalmados, la pobrecilla buscaba por cualquier sitio, el que fuese, donde cumplir la maldición bíblica del dolor de parir. Un rincón donde sufrir hasta ver a su criaturita a la que ella amaba desde que se anunció. Pero no. Nadie tuvo a bien acogerla, tenderla una mano amiga. No. La nieve, el frío, la noche, era lo único que tenía a mano.
-Marina, ¡nos falta pan! Tráete más costillas, anda maja, por favor, que estos señores no han terminado. Y jamón de cosecha. Del de la Martirio. Prepara una fuente. ¡Ah! Si tuvieses escabeche de zorzales… Macario me comentó que había pillado muchos este año y algunas becadas o gallinuelas. Soy el anfitrión y me vas a dejar mal con mis camaradas, clamaba don Pío asomado al cálido escote de la hermosa, que azacanada y sudorosa, les atendía complacida luciendo sin recato sus floridas macetas.
-Colaborar, mano a mano, con el mismo Dios –proseguía don Pío- poniendo en el mundo un cuerpecillo terminado al detalle, listo para desarrollarse, que encaja en su bastidor numerado e irrepetible a un alma asignada y precisada sin tolerancia alguna por el Padre… es algo que debería hacernos meditar con mayor cuidado lo que es ser mujer, su significado, y la brutalidad caníbal –la locura- que es un aborto. ¿Derecho de la mujer a matar cuando lo han derogado los estados para criminales confesos? ¡Qué contradiós! ¡Oh, Dios! Ser madre es lo más que se puede ser en nuestro escalafón. Hasta Dios se apuntó a ser construido por una mujer para llegar a ser hombre, para sumarse esta naturaleza. ¿Pudo evitarlo? Sin duda, pero Cristo no hubiera sido verdadero hombre. O sea, que es la mujer la que da el marchamo, la que certifica el origen y la calidad de hombre. Terminada la creación al sexto día, no hay otra. Y respetuoso de su libertad de ella y de su independencia, el mismo Padre pidió la aquiescencia de una hembra humana para incidir en la biología histórica trascendente. Y puestos a esto y pudiendo elegir, pues la mejor posible ¿Quién no? Pudo, incluso, supeditar su voluntad a la existencia, a la aparición en la Historia de esa mujer ideal, a que se produjese ese ADN. La Virgen María. ¿Ella le pudo responder que no al mensajero, que lo sentía pero que no, que le dolía la cabeza, que todo eso era muy raro… que habría habladurías… que vete a saber? La omnisciencia divina hace que no fuera posible. Pero… os puedo asegurar que el Creador y el Cosmos pivotan sobre el vórtice femenino, amigos. ¡Ahí es nada!
-¿Pío, a qué llamas el vórtice? No se, no se… Quizás tienes razón en todo lo que dices, Pío, pero utilizas unas palabras…. No pensamos esas cosas, por sabidas. Nos hemos hecho a ellas –hablaba uno de aquellos camaradas no se si Santi o el Bolas- y los demás comentaban entre ellos. ¿Qué fue de aquella pobre y de su vórtice? Es de suponer que lo pasaría muy mal en esas circunstancias tan críticas.
-¡Terrible noche de Navidad la de aquella joven! ¡Qué horror! Por lo que me contaron parece que dio con la capillita aquella. Pero, esperad… Aquí está don Maglorio. Por fin tenemos al primer estado. Ya hay quórum. ¡Bienvenido!, exclamó don Pío poniéndose en pie y saludando afectuoso al recién llegado, que sonreía feliz y colorado por efecto de las temperaturas. Todos se levantaron y le saludaron igualmente cariñosos y haciéndole sitio.
En efecto, entraba acezoso y friolento -teja en mano y sacudiéndose la nieve del gabán- el viejo amigo, el canónigo de la catedral don Maglorio Castrillo y Urquiza. Hombre de Dios y campeón de la llaneza y bonhomía.
-¡Marina! Ponle cubiertos a su ilustrísima, por favor, y arrima otro vaso, y más vino, que viene congelado el pobre. Decía don Pío sonriente. Él, él os aclarará lo del vórtice, que lo demás ya os lo seguiré contando. Que sepáis que don Maglorio ha sido el único sacerdote del mundo que tocaba el birimbao, el serrucho y la guimbarda en el seminario y que obtuvo premios, accésits y nominaciones por ello. Ahí, donde le veis. ¡De capitán de corbeta a canónigo de catedral! ¡De perdulario pecador, irredento y contumaz, a misionero, a santo de Dios con música de fondo de mucho ritmo, de mucha marcha! ¿Qué más se puede pedir? Les decía a mis amigos, Maglorio, que la mujer es un vórtice sobre el que no solo pivota el Cosmos sino también el Creador.
Don Maglorio, alto, enjuto y afilado como un huso, de espesas cejas y cabello a cepillo, disculpaba su retraso y mostraba la felicidad de hallarse allí, rodeado de afecto y cariño, con una amplia sonrisa que dejaba ver su blanca dentadura. Se sentó entre aquellos amigos haciendo aspavientos por tanto e inmerecido elogio y correspondiendo a los saludos recibidos. Sus afiladas manos parecían de mayólica. No tardó en saborear el vino de la cuadra que le ofrecían y aplicarse al jamón y a las costillas humeantes que le acercaban obsequiosos. Al poco fumaba una faria y elogiaba su punto y sabor. Era todo un hombre de mundo, apeado del caballo a su pesar, y que sabía muy bien el terreno que pisaba en cada momento.
-Maglorio, amigo -don Pío reemprendía su discurso muy satisfecho de ampliar la audiencia- estos señores quieren saber qué piensas de la importancia que tiene la mujer en la obra de Dios, que se acogió a pasar por el mecanismo que Él había creado un día feliz e inspirado. ¡La prueba del nueve! ¡El papelón que se le presentó a María Santísima así, de repente!. Una joven especial sí, bellísima sin duda, dotada, predestinada, pero inexperta, de poca ciencia sino era infusa… Hay que pensar que sería lo que siempre hemos entendido por una buena mujer. Si, excepcional, insisto, predestinada, pero… El susto que debió llevarse ante un Arcangel, nada menos, sin aviso, por diplomático que fuese, y con un encarguito que para qué, es de suponer que la noquearía, la dejaría sin habla, sin respiración, sin reacción y siempre se nos ha contado como que –a bote pronto- se puso en bandera, accediendo y entonando poco menos que el Ángelus y el Magnificat. ¿Es posible?
-Esto es una encerrona, Pío, repuso don Maglorio sonriendo y con su voz seca y viril. Vas más allá de los Santos Padres, de los Doctores, de los concilios, y me llevas hacia la herejía, cuesta abajo, bien cenado, eso sí, y en buena compañía. En otros tiempos acabaríamos en prevención aherrojados y ante el sanedrín de los Torquemadas y de los Tostados para arder, con el capirote de San Benito hasta los ojos, en un auto de fe. Como imagen, para andar por casa, lo del vórtice, que es un concepto matemático que se usa en la dinámica de fluidos y en la ciencia de la atmósfera, vale. Al fin el vorticial es un movimiento solenoidal de fluido en torno a un círculo… Una vorágine, un remolino, que es lo que sentimos todos y nos marea en cuanto nos queremos salir del tiestecito infinitesimal en el que estamos plantados y tenemos raíces. Es muy aparente, este tiesto, y nos parece algo. Por ese camino no vamos a progresar mucho. No hay posibilidad alguna. Es tal la desproporción entre la criatura y el Creador… Terminaríamos como San Juan de la Cruz que lo describía muy bien: Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo toda ciencia trascendiendo. Percibiríamos vértigo y un tufillo de algo que nos supera por todos los lados y nada más. Nuestras entendederas son de baja intensidad. ¿Has visto el tamaño que tiene una camisa de once varas?
– Que el papel de la mujer es muy esencial y muy misterioso en la historia de la humanidad, estoy plenamente de acuerdo. Continuó el canónigo tras un traguito reconfortante. Al nacer Cristo de una mujer eleva este papel al máximo posible. ¡Que una criatura llegue a ser la madre de Dios cuasi a la manera humana, de su creador, se sale de nuestros límites! ¡Cuasi, insisto! Eso nos debe dar confianza. Mucha confianza y grandes esperanzas. María lo entendería a la primera. Seguro. Respiraría confianza. Amor. Dios. No se asustaría porque el amor inmenso, infinito, sólo puede dar alegría infinita, y total confianza y despeja todo, no asusta, atrae, fascina. Es así. Lo demás es abajar las cosas a nuestro microscópico nivel y eso es imposible totalmente. Rudimentos, parábolas… Hasta que la luz de la fe, la gracia, nos saca del agujero. Él nos puso aquí en un determinado momento, transcurrimos y Él, que se interrelaciona con nosotros, que se pringa, que se pringó –como decimos- nos saca de aquí a otro nivel, si aceptamos ese regalo con nuestra libre voluntad y en nuestra condición. Es cuanto te puedo decir. Lo demás son especulaciones gratuitas que poco nos van a aclarar. O te rindes o no te rindes. Es una experiencia personal e intransferible. ¡Ahí es nada!
-Mirad el belén –y dirigió la mirada hacia el que se extendía en la sala lleno de intermitencias- es un camino de serrín por el que transcurren personajes de toda laya y pelaje en una sola dirección. Observa que no se cruzan, no van unos y otros vienen, no. Es como algo fatal hacia un final, un destino, una luz. Según avanza el camino y se aproxima a su fin está más iluminado, va siendo más frecuentado y todos se acercan a los demás, afluyen las gentecillas por campos y veredas. Unos se ve que van con ofrendas y seguro que van al portal, donde el Niño, y se arrodillan y le adoran. Otros parece que no van al portal porque no llevan nada, pero caminan en la misma dirección. Yo soy bien pensado y creo que al final todos coincidiremos en lo mismo, con o sin intención, con o sin presentes. ¿Habrá sido el subconsciente humano el que planifica esta ruta, o fue un mensaje de San Francisco?
-Jo, Maglorio. ¡Eres un máquina! Brindemos por todo. ¡Ea! y terminemos de dar cuenta de lo que queda, porque vienen las natillas con bizcochos de soletilla y suspiros de monja. No dejes de bendecirlas, que son divinas. Todos tomaron sus vasos, sonrientes, y los alzaron con alborozo infantil y con alguna lágrima furtiva asomando a sus ojos. El eclesiástico había rozado la tecla que les duele a todos, antes o después.
-Y ahora, Pío, ¿no vas a terminar la historia que nos contabas? Le recriminó su viejo amigo Jesús, el Gorrión.
-Pues veréis. Sucedió que aquella noche terrible de nieve y cellisca, de frío despiadado, la pobre aquella, la desgraciada en preñez de apremiante avío, no encontró otro refugio, otro lugar para guarecerse que la miserable capillita aquella. ¡Ah, cuanta desgracia! Allí fue a dar, aterida, con su albardilla, su miserable manteo y sus crueles dolores, sin otra compañía que la de la pequeña virgencita y la del maderamen sobre el que se amontonaba un ventisquero. Y allí parece ser que, entre gritos y lágrimas, dio a luz a su pequeñuelo, allí le trajo al mundo.
-¿Y cómo se supo que eso fue así? Terció alguno de los presentes.
-Pues veréis. Al amanecer de la Navidad, con las primeras e inciertas luces, pasó por allí un ganadero, un gañán, un tal Emerenciano Santesmeses, con su cabalgadura, que iba a dar pienso a los animales y pudo encontrar a la madre y al niño a los pies de la Virgen. Dijo que se acercó porque había visto un extraño resplandor que partía de aquel lugar. Allí estaban madre e hijo abrazados y unidos aún por el cordón umbilical, entre nieve, arropados malamente con el manteo y la albarda vacía. Ambos tenían los ojos cerrados y dormían plácidamente. Les trató de despertar, pero nada, seguían dormidos. Les sacudió una y otra vez pero no un hubo manera. Les tocó las caras, las manos. Estaban calientes, tenían buen color. Como pudo les colocó sobre la cabalgadura, les tapó con una manta espesa y tomo el camino de Miralrey. Al llegar se fue directamente a casa del médico don Gaudencio Fresneda, que, fonendo en mano, certificó su muerte a pesar de que estaban calientes, flexibles y de buen color. Sus corazones estaban parados. Quietos. Acudió el cura don Mateo Salaberri. Entre los tres y el alguacil los llevaron al ayuntamiento y los pusieron en el salón de actos sobre una gran mesa, abrazado el uno al otro, y los arroparon con una manta dejando sus serenos y agraciados rostros a la vista, y allí pudo contemplarles, entre oraciones y velas encendidas, todo el pueblo durante todo el día. Los cuerpos emanaban un aroma delicioso y exquisito de maternidad, de talco divino, que les emocionaba. Se corrió la voz como la pólvora y acudió gente del Somontano, de Risamonde y del Mirambel y de todas las comarcas linderas. Hasta de Túrcios y de Serantes vino gente desafiando a la nieve y a las bajas temperaturas, andando, en carromatos, o sobre cabalgaduras. Día tras día continuaban los cuerpos calientes, flexibles y de perfecto ver. ¡Milagro, es un milagro de la Virgen! se decía ya por todos. Era un clamor. Para los Inocentes se reunió el cabildo con los curas y médicos comarcanos y los boticarios de la zona. ¿Catalepsia? ¿Milagro? No cabía duda que la Virgen había intervenido y el cabello se le erizaba a más de uno. ¿Qué hacer? ¿Cómo proceder? Para la Epifanía vino el ordinario, don Melquiades Lumbreras y Lehoz que se quedó patidifuso ante la concurrencia.
-¿Les enterraron a esos pobres?, preguntó alguien.
-Nadie se atrevía. Nadie recriminaba a nadie por lo ocurrido, sino todos a sí mismos en el fondo de su alma. Todos habían podido ver a aquella pobre joven a su puerta. Todos comprendieron que el prodigio era un mensaje de amor de la Santa Madre en aquella Nochebuena, para arrasar con el egoísmo ciego y sordo que imperaba allí. ¿Qué les hubiera costado auxiliarla entre todos? Un reproche divino para que enmendasen su conducta cruel. Allí estuvieron los cuerpos santos ni se sabe y cada día el boticario de Miralrey, a la misma hora y a la vista de los incesantes peregrinos que seguían acudiendo día y noche, les aplicaba un termómetro de mercurio: ¡36, 6º! Proclamaba y levantaba acta. Los caballos pateaban incesantemente bajo las gualdrapas para no helarse. ¡La rasca era para sentirla! ¡No había cuidado de que se la comiese el lobo, no! Al fin parece que el Arzobispado tomó cartas y habilitaron un panteón muy cumplido y acogedor en el jardín de los carmelitas. Para la Candelaria hubo unas exequias muy dulces, muy familiares, que no parecían exequias sino un jubileo. Allí quedaron acostados al aire, sobre una losa y bajo una manta, y se cerró la verja. Como nadie supo nunca sus nombres, tallaron unas letras en la piedra que rezaban María y Jesús y la fecha de aquella Navidad. Se dijeron misas, muchas misas y durante mucho tiempo como acción de gracias por el prodigio. Nadie les ha olvidado y siempre hay flores a la puerta de aquel panteón. Allí acuden muchas madres preñadas y a punto de caramelo, a invocar el favor de la Virgen, como lo hacen a la capillita de los caminos, donde siguen ardiendo artilugios de vidrio antirráfaga, cada vez más sofisticados.
Así concluyó el relato de don Pío. Todos estaban cariacontecidos y como apesadumbrados. Había cierta alegría no obstante. No era tan triste, bien mirado, sino muy consolador lo que sucedió, como aseveró don Maglorio. Extraño sí, e inquietante, pero que daba paz de la buena. Los abandonaron al frío y la Virgen les dio su calor para siempre. Se repartieron puros y cigarrillos, vinieron las copitas de ron y de coñac y la fraternidad y la alegría sincera acabó por reinar en aquel grato rincón del alma. Se acercaron todos al belén y, emocionados, con ojos húmedos y voz temblorosa, entonaron un viejo villancico sabido de todos ellos ya que en su día se lo enseñara don Azarquiel, su buen maestro:
La pastora Cataliína,
también lleva su regaálo,
de naranjitas de Chiína,
un borriquillo cargado,
un borriquillo cargado,
un borriquillo cargado.
¡Pastores veníid,
pastores llegáad,
a adorar al Niño,
que ha nacido ya!…
¿Al año siguiente se volverían a reunir todos ellos, o ya habría partido alguno de los comensales? Por si acaso, vueltos a la mesa, rellenaron las copas, brindaron jubilosos y más de uno repitió natillas, mientras la conversación giraba sobre tantos y tantos recuerdos de aquellos tiempos, hasta bien entrada la noche.
*De mi libro Cuentos de Navidad