Cuento de Navidad: El armario francés
(In memoriam) De mi libro Cuentos de Navidad, de 239 páginas, y editado por Nostrum en 2017 y que distribuye Amazon y La casa del libro)
La oscuridad de la tarde ha caído como un manto espeso sobre los arrabales de la pequeña ciudad. Hace frío, mucho frío y el aire trae un aguanieve desapacible y molesto que se cuela por todas partes. Algunas ventanas alumbran una luz amarillenta y acogedora que se va empañando por la neblina que sube del río. Las aceras, iluminadas aún por los escaparates, se van despoblando. De tarde en tarde pasa un automóvil lentamente y sortea los profundos baches que adornan la calzada. Chirría la persiana metálica de un comercio que se cierra.
Pronto todo estará cegado por la noche inclemente. Huele a frio y a humo de leña. Un perro de largas patas cruza la calle hacia un solar poblado de zarzales y escombros de todo tipo. Lo bordea para alcanzar otra calle. Al final, en una amplia plazoleta que preside una iglesita, se ve una puerta iluminada por un farol sobre el dintel. Es la de una notable casa de dos plantas y ancho alero. La fachada está tapizada por una parra sin hojas. El animal ladra dos veces y al pronto la puerta se abre y cruza el umbral con la presteza de la habitualidad. Dentro se oyen voces amables que le saludan. Son voces de niños.
Nos aproximamos hasta una ventana y por el resquicio que dejan la contraventana y los cortinajes, contemplamos una escena conmovedora. En un amplio salón, en primer plano, junto a una mesa de costura que ilumina una lámpara baja, hay una señora mayor sentada en una mecedora y rodeada de niños. Lleva el blanco cabello recogido cuidadosamente en un moño clásico. Los niños son de variadas edades y están a su alrededor como pajarillos en torno a un santo. Dos niñas comparten una butaca próxima a la mesita, dos chicos se tienden acodados en la espesa alfombra en compañía de varios libros de cuentos ilustrados. Otro, más pequeño, reposa sobre su regazo.
Al perro le han secado con una enorme toalla que ahora cuelga de un perchero y se ha echado junto a la mecedora. La señora es menuda y vivaracha. Lleva un chal malva sobre los hombros, un camafeo cierra el cuello de la camisa y sus ojos expresivos miran a través de lentes sin montura. Son ágiles sus movimientos y se muestra amable y cariñosa en extremo con aquellas criaturas. Las niñas llevan vistosos lazos y los niños mayorcitos lucen corbatas de colores.
Todos escuchan con arrobo y veneración; los ojos redondos y la boca abierta. Ella está contando un relato apasionante sin duda y es tal el modo en que lo hace y el interés que despierta que no podemos por menos de intentar escucharlo y decidimos colarnos en la escena y llegar hasta el final. Es Nochebuena, somos el espíritu de la Navidad y lo podemos casi todo.
Frente a la puerta de entrada, dejando un amplio espacio a manera de vestíbulo, arranca una escalera de oscuro pasamanos hacia la planta superior. Al fondo del salón brilla el fuego en una amplia chimenea que caldea la estancia y delante hay una alargada mesa provista para una gran cena. Sobre la chimenea vemos, noblemente enmarcado, el retrato de un caballero de buen gesto y grandes bigotes que fuma una pipa humeante y luce una calota granate con brocado de oro. En la repisa hay un reloj de sonería y la amplia chambrana ostenta una inscripción latina en caracteres romanos que esta noche cubre una corona de acebo.
En el lateral derecho de la estancia, en el que cuelgan varios cuadros con paisajes umbrosos y pequeñas sanguinas de Pico della Mirandola, Piero della Francesca, y Marsilio de Padua, hay un enorme armario de nogal. El otro lateral está cubierto por una gran librería.
El armario es Luis XV, tiene dos puertas acristaladas con visillos y está provisto de altísimo y frondoso testero labrado de floripondios, lambrequines e historiados boliches, flámulas y volutas. Los laterales batientes están ornados de largas columnas de canalillo que reposan en basas de argumento. Abajo un enorme cajón con bocallave de bronce. Es el armario de Madeleine Tourandier de la Pommery, madre de una tatarabuela de la señora. Allí se guardaría quizás en tiempos, el ajuar de finas holandas, damascos, hilos y batistas bordadas con sutiles encajes de Guipure, Valencienne, Bruselas o Chantilly, cuando contrajo matrimonio la hermosa allá por 1820, con el oficial de mamelucos Mansur Salah Al-Adel venido a España con las fuerzas de Murat en 1808 y que se decía descendiente del Sultán ayubí Turan Shah.
Todo es amable y perfumado en el salón. Hay un ambiente delicioso y muy navideño. Anchas tarimas oscuras forman el suelo que cubren espesas alfombras. Una maritornes, enjuta, algo renca y de cortos cabellos entrecanos, arrastrando unas enormes zapatillas, la leal Juana, entra y sale por una puerta próxima a la chimenea que va sin duda a la cocina y a otras dependencias. Nos llegan unos aromas embriagadores. Trastea sin cesar en las gavetas y portezuelas de un inmenso y ventrudo aparador que reposa junto a la librería, repleto de fuentes, legumbreras, salseras… Y bandejas a rebosar de apetitosos turrones, dulces y confituras. Sobre él se ven piezas y licoreras de Baccarat y Val Saint Lambert.
Junto a la chimenea, en el rincón, hay un inmenso y oloroso árbol de navidad que llega hasta el techo cruzado por gruesas vigas de madera. Está iluminado por candelitas y colmado de lazos, bolas de cristal refulgente y brillantes figurillas de los más vivos colores. La vajilla, sobre el gran tablero de la mesa que ilumina una hermosa araña de cristal y cubre un mantel de hilo azul finamente bordado con motivos navideños, es de porcelana translúcida con una greca de mil florecillas azules y rojas. Una rica cristalería tallada y una cubertería de plata rutilante completan el asunto. En el centro luce una pieza de opalina turquesa de Murano con rosas frescas. El reloj da los cuartos y después, muy pausada y solemnemente, suenan nueve campanadas que nos sobrecogen. La señora, que es la abuela de los niños y que se llama Marie Brizard, no interrumpe su relato. Persevera expresiva y mordaz y sus ojos verdes brillan de emoción tras los lentes.
Al poco se escuchan tres golpes de picaporte. Uno de los mayores se dirige a abrir la puerta mientras los demás, salvo el pequeñín, llamado Jesús, que tan sólo se incorpora, se agrupan en torno a la mecedora de la abuela y saludan al recién llegado. Con una grata sonrisa por el feliz recibimiento y despojándose de gorro y bufanda que sacude de lo que ya es nieve, entra un menudo personaje añoso, barbado y rubicundo vestido con ropa talar. El mayorcito que le ha franqueado la puerta y la sirvienta que ha acudido a la llamada, le recogen el amplio gabán, gorro y bufanda que depositan cuidadosamente en el perchero.
El personaje saluda a Marie que le tiende su fina y blanca mano en la que brilla un solitario junto a dos alianzas, da las gracias a la sirvienta, y prodiga efusivas carantoñas y cucamonas a los niños que ríen contentos y alborozados. Es el canónigo de la Colegiata, Don Gumersindo Tajahuerce y Eguiluz, maestro de capilla en su día de la catedral de Mondoñedo y viejo amigo de la familia, que se ha quedado sólo tras la reciente muerte de su madre y celebra la Nochebuena al abrigo de esta hospitalaria casa. Su gesto bondadoso y afable inunda la estancia de paz y bien cuando toma asiento en el pequeño corro. Se le sirve una copa de fino y se suma a la escucha del relato que es proseguido con su venia. El relato viene versando sobre la Navidad, cómo no, y Marie que sabe darle un punto y un tono muy sugerente, nos cautiva. Su grata voz prosigue instruyendo a los pequeños sobre la azarosa aventura de María y José en aquellos fríos días del solsticio de invierno de hace dos mil años, que sucedían nueve meses después de que el Arcángel San Gabriel, notificase a María el propósito del Padre Dios y ella asintiese en ello.
-Ah, qué vicisitudes y avatares aquellos de un empadronamiento que les obligaba en precarias circunstancias y crítica gravidez a dejar la cálida compañía de Santa Ana y San Joaquín como sería lo propio en aquellas circunstancias, y recorrer desapacibles andurriales hasta Belén y, llegado el momento bio-teo-lógico –vocaliza muy despacio mirando desafiante al clérigo- tener que alumbrar a deshoras en el primer establo a mano por ser imposibles otro alojamiento más digno y otra asistencia más delicada que la del buen José, una mula y un buey.
Pero, eso sí –y aquí subía el tono de su voz y casi declamaba- es el hecho histórico por excelencia para la humanidad y se produjo, no nos quepa duda alguna, bajo la supervisión y las alas protectoras de los siete poderosísimos arcángeles, lugartenientes del Padre. Los que cita San Juan, en su Apocalipsis 1:4: “…Siete espíritus que están ante Su trono”, figuran en el Libro de Tobías 12:15 que se refiere a San Rafael como “…Uno de los siete”, y son nombrados detalladamente por el antediluviano Enoc, que es y sigue siendo padre de Matusalén y bisabuelo de Noé y que no conoció la muerte porque fue trasladado como Elías- en su Libro I. Dice este simpático personaje, Enoc, anterior por tanto al siglo XXIV antes de Cristo, que son: San Gabriel, San Miguel, San Rafael, San Raguel, San Sariel, San Remeiel y San Uriel.
He ahí toda la plana mayor; la que movilizó y desplegó con precisión y prontitud a cuantos, principados, querubines, serafines, virtudes, dominaciones, tronos, y potestades –según los clasifica Dionisio el Areopagita- fueron necesarios y la que proveyó cuanto fue menester para que nada pudiera ser fuera de su tiempo, todo estuviese al abrigo del maligno y se convocase a pastores, estrellas y santos magos en esta feliz noche de silenciosa paz octaviana y para que se produjese con las seguridades, alabanzas, plegarias y bendiciones necesarias para ser un éxito total en la economía, la estrategia, la intendencia, la sanidad, la inteligencia, y la logística de la salvación. Todo para la gloria de Dios en los cielos y para la paz de los hombres de buena voluntad en esta tierra, los que el Señor ama. ¡Qué insondable misterio el de nuestro Creador, el buen Dios, que se abajaba a tomar para Sí la condición del linaje humano de la carne, del dolor, de la necesidad y de la muerte! ¡Cuán atónitos ojos los de esos perfectísimos arcángeles y los de los innúmeros coros celestiales que habían visto al Padre manipular el sucio barro con las manos después de haber puesto en marcha un Universo inconmensurable y descomunal con su sola palabra!: ¡Hágase… hágase…! Y se hacían las cosas…, las estrellas…, las aves…, las plantas, como si nada. Pero al hombre lo hace a mano…, de artesanía, y lo hace a Su imagen y a Su semejanza… No a la de los ángeles -¡que a saber cómo los haría!- ¿Para qué? ¿Para hacerles partícipes de la vida eterna y de Su Gloria a todos esos muñecos de vil arcilla que mancha y a sus costillas que las hace manipulando hueso sangrante con colgajos? ¿Habría enloquecido se preguntarían? ¿El alfar le habría trastornado? ¿El barro contendría algo extraño? ¿Sería tóxico? Una leve sonrisa del Padre les tranquilizó y les sacó de dudas. Lo comprendieron y asintieron gozosos. A nosotros, los de la vil arcilla, no nos basta, aunque así nos lo prediquen frailes descalzos.
-Abuela -intervino María, la mayorcita- si Dios utilizó un espejo como hacen los pintores para los autorretratos… ¿Nuestro lado izquierdo es Su derecho y viceversa?
-Vete a saber… ¿Por qué no? Quizás por eso tendemos a ir por el lado contrario. El niño Jesús que ya está aquí, que ya es verdadero Dios y verdadero niño de carne y hueso, con dos naturalezas unidas en su sola persona -si bien en ambas hijo de Dios mismo como reza el Catecismo de la Iglesia Católica- en su asumida naturaleza humana, que es frágil y feble en cuanto tal, no podía ser huésped en ese momento de malos virus, bacterias, garrapatas, ni otros insectos o parásitos. No podía pillar unas cuartanas, una poliomielitis, un garrotillo, una sarna… Ni mucho menos quedar a merced de cualquier sátrapa, tetrarca, perroflauta indignado o matón de la zona… No podían quedar allí, helados los tres con la sola compañía de aquellos pobres animales… Sin duda se conculcó más de una ley física y química… Si era necesario para la logística de la salvación… Dios todo lo puede. ¿Le parece herético lo que digo, Don Gumersindo?
-No hija, no. Todo es posible para Dios. Si era necesario como dices…
Vuelven a sonar golpes de aldaba. Y hace acto de presencia en la escena una esbelta señora, de ojos muy azules y nobles rasgos. Cubre la nieve su ancho sombrero de fieltro y su oscuro abrigo de piel. Es Doña Lucía de Monjardín, de Ron y Álvarez de las Asturias, entrañable y vieja amiga de Marie desde los tiempos de colegio, que viene cargada de paquetes y bolsas. Es una solterona, rica, cosmopolita, muy viajada y leída que se declara amante del vino y de las habaneras y a quien los niños llaman tía Lucía. Para combatir el frio que trae, en cuanto se acomoda en el grupo, le es servida una copita de Ojén que apura de un trago como lo pudiera hacer un teniente de regulares. Despojada del abrigo y del sombrero, muy enjoyada, de rubia melena corta y de pecho abundante que destaca bajo una elegante blusa de seda cruda con volantes, resulta una señora, si bien madura, muy atractiva e inquietante.
Ha llegado el momento de la buena Juana que anuncia la cena con una sonrisa de oreja a oreja dejando ver su precaria dentadura. Está orgullosa de su trabajo y de que sobre ella haya gravitado toda la responsabilidad ejecutiva de una cena de Nochebuena, lleva puesto un fino delantal blanco sobre un sobrio traje oscuro y calza unos zapatos negros de medio tacón. Todos se acomodan en torno a la mesa. Es una cómoda y ligera sillería Thonet. La señora en la cabecera, de espalda a la chimenea, a su derecha el nieto más pequeño, Jesús, de cuatro años y negros bucles subido en unos cojines. Tía Lucia en la silla contigua; a su derecha tiene a una de las niñas, Muriel que cuenta con cinco años. En la cabecera opuesta a Marie se sienta el canónigo quedando a su derecha los tres mayorcitos, dos muchachos, José y Joaquín, de siete y ocho años, que flanquean a la mayor de todos, María, que tiene nueve. De la humeante sopera que desprende un apetitoso aroma a apio se sirve a todos un consomé, con menudos picatostes.
–Don Gumersindo ¿tendría la bondad de bendecir la mesa?, dice Marie.
Él hace la señal de la cruz a la vez que recita la conventual fórmula: “Deus qui fecit totum, benedicat cibum et potum”. La acompaña de un Padrenuestro y un breve responso por las almas de los padres de aquellas criaturas, víctimas de un desgraciado accidente hace ya más de tres años. En el reloj suenan diez campanadas. Hay un evocador silencio que sólo interrumpe el crepitar de los leños y el mugido del viento en la chimenea.
Poco a poco la conversación cobra pulso. Se sirve vino de Rueda a los mayores. La cena de Navidad se encarrila apacible y animada. Juana ha retirado la sopera y ha puesto sobre la mesa al alcance de la anfitriona una gran fuente con dos hermosos besugos asados al horno, cada cual con sendos cortes en el lomo abrigando las respectivas rodajas de limón, y generosa guarnición de patatas y chalotas que va sirviendo Marie sobre cada plato que se le alcanza. Hay una salsera en circulación con salsa holandesa.
Los elogios del canónigo y de Doña Lucía no se hacen esperar. Hasta los pequeños que no son muy del pescado disfrutan el plato apetitoso. Juana sonríe. La abuela se ocupa de que el pequeño Jesús maneje la pala y le ayuda a disponer los bocados sin espinas.
El perro, que se llama Benito, ha despachado su cena en la cocina y sin importunar a nadie se tiende al amor del fuego. Tuvo la fortuna de amanecer acurrucado en la puerta cuando era un cachorrillo abandonado y hoy es uno más de la familia con plaza en propiedad. Juana con ayuda de María ha ido retirando servicios y ha puesto a mano de su ama una fuente con un enorme pavo dorado y humeante relleno de castañas, nueces y arándanos que va trinchando y sirviendo al punto según los gustos de cada cual. Ha pasado del aparador a la mesa una legumbrera con berros debidamente aliñados y ha puesto a circular un historiado cuenco de plata con puré de manzanas y una salsera con salsa de grosellas y cebolla aderezada con sus hierbas mágicas; descorcha una botella de Burdeos y escancia a los mayores.
-Por cierto, Don Gumersindo -pregunta Marie con vivo interés- ¿Qué tal le va a su sobrino Mateo con Adelita, su nueva esposa?
-Ya sabe, Marie, que soy muy poco dado a las cosas del siglo y hablo poco con ellos. Pero creo que muy bien. Los padres de ella tenían, ya sabe, unas tierrecillas en el pueblo y habían juntado unas perrillas que le dejaron al morir. Un hermano del padre de ella, que era militar de cuchara, murió en Larache y la dejó un modesto legado porque ella siempre le hizo el caldo gordo a su tío Hermenegildo. Con todo eso, al poco de casarse, abrieron comercio en una buena calle de Ciudad Rodrigo, una abacería creo, e hicieron cuartos. Después se asociaron con Sotero e Hijos, que fabricaban paños, y llegaron a amasar una fortunita. Manejan perras. Tienen tierras, e incluso alguna finca de caza y veranean en Mallorca. Ya se sabe, Marie, a que conducen esas cosas… Ella es muy mundana y mi sobrino ¿qué le voy a decir? Un poco badana.
-¿Y qué fue de los hermanos? No los veo desde hace muchos años, tercia doña Lucía con dulce mirada y llevándose la copa a los labios que ha secado cuidadosamente con la servilleta.
-La pequeña, Remedios, que casó con un Sólo de Zaldibar -un pasmarote este Fermín- abrió farmacia en Córdoba y creo que les va. Él se ha metido en política, ya saben… Rocío, que Dios la bendiga, ingresó en el Carmen de Sangüesa y el mayor… El vitando Tomasito, que era interino en la Luz después de cesar en el Trigo, acabó sus días con un tifus exantemático allá en Melilla. Nunca tuvo salud ese chico. Siempre fue un piernas… Un atravesado. Se significó mucho. No había Cafarnaúm ni charco en el que no se metiese el angelito y dio muchos disgustos a mi hermana Socorro. Era como su tío Mariano el de UGT.
Juana que trajina sin cesar, con ayuda de la mayorcita, ha servido un enorme y cremoso queso Brie, ha puesto platos de postre y va llenando la mesa de bandejas y azafates con turrones de todo tipo, yemas de San Leandro y de Almazán, nueces de Bocairente, frutas escarchadas de todos los colores, glorias de variados rellenos, guirlaches, polvorones, pan de Cádiz, figuritas de mazapán de Toledo, marron glacé, peladillas y piñones blancos y qué se yo cuantas cosas más.
Arrima ceniceros, licoreras, copas… Y mantiene un beatífico gesto de alegría. Todo va saliendo a la perfección y eso la hace feliz. El relajado gesto de Marie la reconforta y compensa de todos sus esfuerzos. Ha puesto sobre el aparador una botella de Moët&Chandon en un cubo con hielo. Sirve armañac al canónigo, que sonríe. Tía Lucía llena una copita de Benedictine y lo saborea pausadamente, sirve a Marie otra de anís y ofrece al eclesiástico un tentador veguero de reglamento en funda de cristal que ha sacado de su bolso.
También ha sacado una cajetilla de cigarrillos ingleses, Sweet Afton, ofrece a Marie, le da fuego con su encendedor lacado y después se lo ofrece, graduando la llama, al clérigo que mira al cigarro con arrobo y se recrea en la suerte del encendido con una delectación muy próxima a la concupiscencia… Las volutas del humo caldean el ambiente más aún, lo hacen más íntimo y más propicio a los propósitos de la abuela. Lucía ha traído al pie del árbol un montón de vistosos paquetes con cartelitos para que después de las doce cada uno busque su regalo.
Hay un detalle hasta para Benito. La mayor, María, ha sacado del aparador un envoltorio importante que lleva el nombre de Lucía. Va siendo tiempo de aludir a la vieja tradición familiar del Belén Imperial y así lo hace Marie mientras cumple rigurosamente como anfitriona.
El ambiente no puede ser más entrañable. Quiere que el espíritu más profundo de la Navidad en familia -ocurra lo que ocurra- cale en los nietos que la Providencia ha puesto a su cargo y en el futuro contribuya a su bien. Hacerlo le da fuerzas, la rejuvenece y la impulsa a grabar en sus almas todo cuanto en la suya grabaron sus mayores. Perdió a su querido Bernard cuando les empezaba a ir bien, perdió a su hijo Marcel y a su nuera Gracia tan malogradamente, tan brutalmente…
Tuvo que reprogramarse, resetearse, apretar los dientes y cerrar los puños cuando la cosa se presentaba como para dimitir. Cerró filas con sus nietos ante el infortunio, ante lo incierto de la vida y apostó por el amor y la serenidad -porque pase lo que pase el vivir sigue siendo un misterioso, aventurado y bello regalo de Dios- es su voluntad y ella, Marie, posee la tenacidad de un comandante en jefe. En la galerna despiadada de los avatares y en la noche del alma, en la sequedad del misterio… Es donde brillan los fuertes. Ella lo es y mucho y tiene paz.
Está ilusionada. Por delante hay una gran tarea que cumplir con sus cinco nietos… Cuenta con Juana, con Lucía, con el clérigo… Hasta con el dócil Benito. No está sola porque cinco nietos es toda una familia grande en potencia a desplegarse en el tiempo y eso llegará. Dios sabe que por ella no quedará y tampoco por Él.
Han dado las doce de la noche en la sonería del reloj. La abuela con un gesto muy litúrgico se dirige hacia el armario a la vez que va extrayendo del escote de su blusa una llave que cuelga de una cadena de oro. Todas las miradas convergen en el mueble que parece más corpulento según se aproxima Marie. Hay un silencio que se puede cortar con cuchillo. Juana permanece de pie, a su lado. Introduce la llave, la gira y abre las dos puertas. Se desvela a nuestros ojos algo extraordinario. Es un sorprendente Belén napoleónico e imperial. Marie da cuerda al sistema con una manivela como si fuese la de un organillo de Apruzzese.
Con unción y muy premiosamente, mientras todos forman corro a su alrededor, va encendiendo unos fanales menudos y perfectamente ajustados que corren de arriba hacia abajo y viceversa por dos finas barras laterales, bien aceitadas, en virtud de unos contrapesos, resortes y unas sutiles cadenas invisibles. En la parte superior hay siete personajes hieráticos vestidos de blanca seda. Son los siete arcángeles que hemos citado con sus nombres grabados a sus pies. A los lados, el hueco del mueble está enmarcado por unas delicadas cortinillas de seda a manera de arco de proscenio o de telón de boca. Un poco más abajo, pegando a las bambalinas, hay una numerosa corte de querubines y otras entidades angélicas de diferentes tamaños que mueven sus alitas al compás de la caída y subida de los fanales.
Al fondo un ciclorama nos comunica la profundidad del cielo estrellado y un ambiente invernizo y nocturno, pero que realza más la luz que emana del centro. Son unos autómatas encantadores activos y sonrientes. En el centro del diorama tridimensional que contemplamos todos con alegría y admiración y alumbrado por otro fanal que se mueve pendular de lado a lado y que completa los efectos de profundidad y movimiento, hay un destacado portal de Belén con unas figuritas talladas y policromadas del niño Jesús, la Virgen y San José acompañados de la mula y el buey.
Al pronto suenan los compases, con gran sonoridad metálica, de un viejo villancico francés dieciochesco y universal:
Les anges dans nos campagnes
Ont entonné l’hymne des cieux;
Et l’écho de nos montagnes
Redit ce chant mélodieux.
Gloria, in excelsis Deo.
Gloria, in excelsis Deo.
El mecanismo y los fanales desprenden olor a finísimo aceite relojero de pezuña de buey. El Niño es sonriente y parece latir. La virgen es pura belleza. Todos los comensales, incluida Juana cantan a coro. A los lados y desde el fondo hay multitud de personajes que avanzan en comparsa sucesiva hacia el portal con un sonsonete un poco metálico mientras a este primer villancico le sigue otro, también dieciochesco, que todos entonan con emoción:
Adeste, fideles, laeti, triunfantes,
Venite, venite in Bethlehem.
Natum videte Regem Angelorum:
Venite adoremus, venite adoremus,
Venite adoremus Dominum.
Ambos se repiten una y otra vez alternándose con la Marsellesa a tutiplén. Allí aparecen los mariscales y generales del gran corso: su cuñado Murat, Saint-Cyr, Jeannot de Moncey, Massena, Bernadotte, Soult, Ney, Davout, Kellerman, Kléber, Macdonald. Generales enemigos; como Castaños, Wellington, Palafox, Nelson, Zhukov, Kutuzov, Reding. Soldados y oficiales veteranos de Bailén, Jena, los Arapiles, Borodino, Wagram, Berézina, Austerlitz, Marengo, Trafalgar, Hohenlinden, Waterloo… Todos con grandes morriones, banderas tricolores, pendones, águilas imperiales, charreteras, galones y vistosos uniformes.
Ahí está el glorioso ejército imperial, el hijo del ejército nacional nacido de la revolución del 89. En primera línea se ve a Napoleón a caballo, envuelto en un amplio manto que ondea al viento con una mano a la brida y la otra penetrando por su sedoso chaleco a la altura de su estómago. Lleva su famoso gran sombrero bicornio con las puntas paralelas a los hombros que le hiciera Poupard.
Se ve con claridad que hay dos partes diferenciadas en la escena y de épocas diferentes. ¿De dónde procedería la primera parte, la de arriba, la borbónica, la estólida de los arcángeles? ¿de la Recamier?, ¿de la du Barry?, ¿de la Beauharnais cuando Josefina era aun esposa del Duque?, ¿de María Luisa?, ¿de la Pompadour?, ¿del virueloso Mirabeau?, ¿de Felipe Igualdad el fementido primo de Luis XVI, el Capeto, amigo de Marat y de Maximiliano Robespierre?, ¿de Lafayette?, ¿del odioso e incombustible Duque de Otranto, más conocido por Fouché?, ¿del cardenal de la Roche?, ¿del jesuita Berthier o del civilista Tronchet?. ¿Se montaría la segunda parte, la de los autómatas, la música y el movimiento en la Malmaison, en el Petit Trianon, en las Tullerías?, ¿en Fontainebleau?, ¿en Saint-Cloud? ¿De quién sería la idea primera?, ¿y de quién la segunda parte?, ¿Viajaría este Belén a Polonia y a Rusia?, ¿atravesaría el Berezina mientras perecía el grueso de los quinientos mil hombres de la gran expedición?
Yo personalmente pienso que la segunda parte procede de los seis años de Santa Elena. ¿Un regalo de los suyos? ¿Cómo llegaría a las manos del mameluco y de la bella Madeleine Tourandier? Sin duda este valiosísimo prodigio es algo digno de un gran relojero como lo fuese Vaucason, de un ingenio exaltado como el de Friedrich von Knauss, o de un artesano suizo de la precisión concienzuda como Jaquet-Droz.
Es un excelente trabajo, de años… Y una garantía para el futuro de los niños si fuese necesario. A un gesto de Marie y oficiado por el canónigo, rezan fervorosamente un Padrenuestro. La abuela pone en manos del pequeño Jesús la imagen del Niño semidesnudo en su cuna y este lo pasa muy cuidadosamente a besar a todos. Por último, lo besa Marie en un piececito y lo repone en el portal.
El Belén queda abierto y Tía Lucía da la voz: -¡Niños, ahora, los regalos! ¡Que cada uno busque el que le corresponda! Hay risas, exclamaciones, nervios, revoloteo, admiraciones, juegos y algún pisotón. Marie pone orden dulcemente. Los mayores se acomodan frente a la chimenea en el confortable tresillo de tupido terciopelo gris un poco ajado. Están dispuestos a servir la larga velada de la Nochebuena y la acompañan de abundante café bien negro que ha preparado la fiel Juana.
La buena mujer ha recogido la cocina y se ha sumado feliz al círculo, atizando el fuego y arrimando leños. A “no dormirla” como es preceptivo. Los críos se han hecho con panderetas y sonajas y todos cantan, festejan, ríen y asan castañas. El pequeño Jesús es el primero en dormirse sobre su abuela que le sube a acostar a su propia cama. Benito les sigue pesaroso y se tiende en el rellano a velarle. No tarda mucho la pequeña Muriel en cerrar los ojos y es su amorosa y perfumada madrina, Lucía, la que se presta a acostarla.
La conversación transcurre enmarañada por los recuerdos de navidades pasadas, anécdotas de D. Gumersindo cuando joven, cuando seminarista, de remotas y austeras vivencias rurales a las que siguieron tiempos mejores de sinecuras, prebendas, capellanías y ensoñaciones con el anillo de amatista; evocaciones y vicisitudes girondinas y bordelesas de Marie; recitados de tía Lucía que hace gala de una poderosa memoria y dice con admirable declamación poemas de Lope de Vega, de Gabriel y Galán y hasta uno larguísimo y triste de Vicente Querol.
Nadie repara que en una esquina del salón “de su dueño tal vez olvidado” duerme un enorme televisor. En la madrugada se dispone un resopón. Nada menos que sabrosa y caliente sopa de almendras que el célebre Don Gumersindo califica de “fantasma de las sopas de ajo”.
Transcurre el tiempo sin sentir. Se fuma, se disfruta de una copa de frío champagne, se picotean dulces y se habla también del futuro, de los planes de Marie para sus niños, en los que toma apasionada parte Lucía. Se habla de sus estudios, de sus habilidades, de sus aptitudes y vocaciones, de sus colegios… Los tres mayorcitos escuchan y se sienten importantes porque se habla de ellos…
Salimos de aquel cálido hogar, ya muy avanzada la madrugada. Todo está nevado y muy frio. Les dejamos cantando aquel viejo villancico tan castellano:
Dime niñoo de quién eeres
todo vestiido de blancoo…
Soy de la Virgen Mariía
y del Espiíritu Santoo.
Resuenen con alegría
los cánticos de mi tierra
y viva el Niño de Dios
que nació en la Nochebuena.
Cuando ya estamos lejos, nos alcanza, como un latigazo, el estribillo, el cruel ritornello:
La Nochebuena se viéene, tururú,
la Nochebuena se vaaá,
y nosotros nos iréemos, tururú
y no volveremos maaás…
Se nos forma un nudo en la garganta, se nos encoje el corazón, nos duele dulcemente y los ojos se nos humedecen… …Aún faltan algunas horas para que amanezca la tranquilizadora luz del día de Navidad.