Feliz Año Nuevo
“El futuro está oculto detrás de los hombres que lo hacen”. (Anatole France. Escritor francés).- Como cada año por estas fechas, seremos protagonistas de ese momento que hemos inventado los humanos en el que con las campanadas de un reloj, nos mostramos alborozados —la mayor parte de las veces de forma ficticia— simplemente porque se produce un cambio de número y con ese cambio —ingenuamente— pensamos que también va a cambiar el discurrir de nuestras vidas.
Nos mostramos gozosos porque despedimos un año que se va, como si con él dijésemos adiós para siempre a todo aquello que en los últimos doce meses nos fue dañoso. El sonido de esas doce campanadas constituye todo un ritual profano que, nosotros, pobres sueños en el universo del tiempo, elevamos a la categoría de lo prodigioso. Preparamos las doce uvas como si fuesen el brebaje milagroso que nos haya de transformar el futuro; como si fuese un fantástico talismán símbolo del bienestar, depositamos un atavío de oro en la copa del dorado vino burbujeante; incluso hay quien se ponen una prenda íntima de color rojo como prometedor augurio de ese motor de la vida que es el sexo y esperamos expectantes y en silencio a que se produzca el milagro con la quimera mágica de las doce campanadas.
La verdad es que nunca he llegado a comprender el significado el significado de esta infantil transformación de la que somos protagonistas, tras la cual, todos al unísono, exultantes de un programado y artificial júbilo, nos besamos y felicitamos repitiendo el consabido latiguillo “Feliz Año Nuevo”.
Es esta una atolondrada ceremonia en la que teóricamente pretendemos alejar de nosotros todo lo malo que nos haya podido suceder durante el año que muere, al tiempo que aparentamos desear a aquellos que tenemos próximos —a veces tan lejanos— las mayores venturas que deseamos nos traiga el futuro, por el ilusorio hecho de que en esa medida del tiempo a la que llamamos calendario, haya cambiado un número.
Es como si deseosos de desprendernos de un pasado que no nos satisface, nos abandonásemos engañosamente y pusiésemos nuestro destino en manos de un incierto, pero esperanzador futuro; un futuro que pretende ignorar la imagen que—como el cuadro de Dorian Grey— el espejo del pasado nos refleja de nuestro propio yo y nos muestre la belleza de una nueva e ilusoria primavera.
No nos damos cuenta de que no hay campanadas, ni uvas ni talismán que conviertan la fealdad y la miseria en belleza y prosperidad. Que todo ello, lo bueno y lo malo, anida en la esencia de nosotros mismos.
Analizada desde la madurez racional nuestra actitud en esos instantes postreros del año, podría calificarse de infantilmente patética. No nos damos cuenta que los días, los meses y los años que dan forma al tiempo, están vacíos y jamás nos podrán ofrecer nada, ni bueno, ni malo. Es un vacío que llenamos los seres humanos, día a día, con nuestra disposición, con nuestras palabras, con nuestros actos. El futuro aún no existe, se nos ofrece pleno de nada, somos nosotros quienes le vamos dando forma, con nuestro pensamiento, con nuestras acciones; ese comportamiento que proyectamos sobre nuestros semejantes. El milagro habrá de llegar sustituyendo el miedo por el valor, el egoísmo por la generosidad, la envidia por la nobleza, el resentimiento por el desagravio y el odio por el amor. Esperar que la ventura y la felicidad nos lo proporcione el sonido de unas campanadas, me parece algo tan baldío y tan inútil como esperar que una bella flor, nazca de la hiriente hosquedad de un espino.
No sé porqué esa ansia por que se vaya un año y llegue otro. Parece como si quisiéramos escapar. Pero escapar ¿de qué? ¿De nosotros mismos? Al fin y al cabo, detrás de cada anochecer, siempre brillará el resplandor de un amanecer. El tiempo, esta ahí. O mejor dicho, nosotros estamos en el tiempo. El no pasa por nosotros. Somos nosotros quienes pasamos por él y en él dejamos el rastro de nuestras obras. Cuando cae nuestra última hoja del calendario, lo que queda en el recuerdo de los demás, no es nuestra imagen. Si así fuera ¿Cuál quedaría? ¿La de cuando fuimos niños? ¿La de nuestra adolescencia? ¿La de la madurez? O ¿la de la decrepitud de la ancianidad? No, no queda una imagen concreta. Queda el surco de nuestro paso por este mundo, con la huella de lo que hicimos y hasta de lo que no hicimos.
Cuando asomamos por vez primera al laberinto de la vida y entramos en lo que llamamos el tiempo, lo hacemos llenos de energía, de proyectos e ilusiones que aun ignoramos, de obras por realizar. Iniciamos la siembra de una cosecha en la que vamos dejando el germen en cada etapa, en cada época y en la que cada estación nos va segando sin darnos cuenta, hasta que de nosotros no queda más que el surco de nuestro pasado. Un pasado que somos incapaces de cambiar. Pero sí somos dueños de nuestro futuro. La vida es un vaivén entre el recuerdo y la esperanza.
Cuando suenan las doce campanadas, no debemos esperar nada de ellas; seamos nosotros los que salgamos a su encuentro con coraje y basados en la experiencia de ese pasado que dejamos atrás, con nuestra participación decisiva, hagamos del mañana una aurora de prometedora esperanza para todos.
Aprendamos la lección: Si el futuro nos angustia y el pasado nos encadena, no permitamos que se nos escape el presente.
De todos modos y aún cayendo en mi propia contradicción, Feliz Año Nuevo a todos.
Pues si, hermano, FELIZ AÑO NUEVO A TODOS y a seguir comfiando en nuestro REDENTOR CRISTO REY DE REYES Y DE FALSOS PROFETAS VIVAAAAAA ESPAÑA
A Dios rogando, y con el mazo dando.
Lo digo como metáfora, no nos vaya a acusar alguna fiscal odiadora de un “delito de odio”.
Quiero decir que debemos seguir defendiendo nuestros principios, valores y creencias, religión católica, etc., erga omnes, es decir, contra todos los hombres.
Y feministas recalcitrantes.
Feliz Navidad a todos, y próspero 2022, SIN PERRO SÁNCHEZ. (La expresión perro es meramente descriptiva, y no es un error).
El presente en su inocencia
sólo lo tienen los niños,
que viven en la Presencia
de Dios, en Su Amor prendidos…