El PSOE y la Constitución (I)
Así como 1976 había sido el año de las reformas de Fraga, fallida, y de Torcuato, exitosa, el 77 lo había sido de las primeras elecciones democráticas, de los Pactos de la Moncloa, las preautonomías y la agitación separatista, 1978 iba a ser el de Constitución, también de otras cosas.
Fraga había tratado de evitar un proceso constituyente, y las elecciones tampoco se habían convocado formalmente a tal fin, pero ese fue el papel que adoptaron, y ya antes de cuplirlo Suárez le estaba imponiendo hechos consumados, por tanto ilegales, como hemos visto. España podría llamarse el país de las constituciones, pues desde la de Cádiz de 1812 se habían elaborado otras siete, además de la franquista de las Leyes fundamentales del Movimiento, más proyectos y otra no promulgada. Todas mal cumplidas y efímeras salvo la de la Restauración y la franquista. La nueva quería hacerse más firme y duradera, buscando el acuerdo entre las fuerzas políticas y el refrendo popular, cosas ambas que habiían faltado en la republicana. Problema complicado para una ley española cuando los separatistas neoemergentes detestaban la idea misma de España, el PSOE tenía una visión negativa de ella, y todos denigraban abierta o disimuladamente al franquismo, que había salvado la unidad nacional y la libertad en lo que era posible después del Frente Popular.
No obstante, el ambiente inicial entre los consituyente era, diría Fraga, “amable”, “de buenos amigos que somos”. Parecían haberse aprendido algunas lecciones de la historia.
La UCD pensó elaborarla entre ella y el PSOE, pero AP se opuso, y al final se constituyó una ponencia con tres diputados de UCD y uno por cada partido PSOE, PCE, AP y semiseparatismo catalán.
Los siete “padres de la Constitución”, como serían llamados con ligero abuso, empezaron sus trabajos en agosto del año anterior. El PNV rehusó participar, aunque uno de UCD, Herrero de Miñón, servía sus intereses. Fraga preconizaba un texto breve y flexible según el modelo useño, “de grandes decisiones sobre la estructura del estado y reglas de juego”, evitando normativas a la portuguesa o la griega, que pretendían detallarlo todo.
Pero se impuso la decisióndel PSOE, representada por Gregorio Peces-Barba, de un documento más burocrático, extenso y detallista.
Entre UCD y AP componían una mayoría absoluta, “mecánica” según el PSOE, que maniobró contra ella. Y el 7 de marzo Peces-Barba abandonó espectacularmente la ponencia, con el escándalo consiguiente. No obstante, los demás continuaron sus tareas. Peces-Barba venía a ser buen representante de la oposición zascandil, con notable carrera en la universidad bajo el régimen anterior. De ideología inicial democristiana, cofundador de la revista Cuadernos para el diálogo (diálogo con los marxistas, según acuerdo del Vaticano II), abogado defensor de la ETA en el célebre Proceso de Burgos, de 1970, entró en el PSOE en 1972. El problema por el que dejó la ponencia fue la libertad de enseñanza. Por la ideología de su partido, Peces-Barba rechazaba la enseñanza privada y la religiosa, en pro de una enseñanza estatal única, “laica”, en pro de “la dignidad humana” y los “principios democráticos de convivencia”. Todo ello según lo entendía el PSOE, es decir, para adoctrinar “ciudadanos”, al modo socialista. La República ya había proporcionado amplia experiencia de tales principios democráticos. Y si bien entonces no consiguió su objetivo, el PSOE aprovecharía sus años de poder para avanzar en su proyecto. La enseñanza sería también un punto clave para los separatistas.
Conocido el anteproyecto constitucional, mucha polémica generaron también las cuestiones de la religión, tradicional y todavía muy mayoritariamente católica en el país, aun si en declive desde el Vaticano II, el derecho a la vida (a la conservación de ella, propiamente), el carácter de las autonomías y la inclusión del término “nacionalidades”. Un sector de la Iglesia criticaba la ausencia de mención a Dios en el texto.
El punto de las nacionalidades incomodaba especialmente a AP. El comunista Solé Tura (posteriormente socialista) y el semiseparatista Roca Junyent ejercían un verdadero chantaje amenazando con retirarse y profetizando catástrofes si no se atendía a sus exigencias. Fraga se quejaba: “Los ponentes de UCD siguen haciendo concesiones injustifcadas e innecesarias a los nacionalismos, que aprovechan bien el chantaje socialista”, porque para Suárez, falto de verdaderas convicciones constitucionales, “todo es negociable”. Y el 16 de marzo se aceptaba el término “nacionalidades, abanderado por Solé, Roca y el ucedeísta próximo al PNV Herrero de Miñón.
Para entender el alcance del término y el acuerdo en él de separatistas, comunistas y socialistas, debe recordarse, una vez más, su origen a finales del siglo XIX y al terminar la I Guerra Mundial. O se reconocía a España como nación con diferencias regionales, como ocurría en todas, o se la suponía un mero estado impuesto (obviamente por la fuerza) sobre diversas naciones o nacionalidades.
Estas “naciones” estarían oprimidas por carecer de estado propio según el principio de la autodeterminación con el que los vencedores de la I Guerra Mundial, en particular Usa, pensaban, con supuesta ingenuidad, extirpar las guerras de Europa. Los comunistas defendían la autodeterminación trasladando a España la realidad de los imperios ruso y austrohúngaro. Todos ellos admitían una “confederación republicana de naciones”, laxa y abierta a la secesión, así el XI Congreso del PSOE, de 1918, ya mencionado. El proyecto chocaba con realidades históricas y culturales muy asentados, por lo que tomaba fuerza o se debilitaba según las crisis políticas. La coyuntura en 1978 no favorecía la idea, pero fue sin duda un logro de los autodeterminantes asentar en la Constitución un principio que podría desarrollarse si las circunstancias lo permitían. Lo nuevo históricamente consistía en que la derecha predominante, la UCD, también abanderaba el concepto sin prever las consecuencias.
Fraga, impotente en sus quejas, expresaba también un típico europeísmo mendicante: “Para España, la integración europea es algo más que un problema de política exterior o una cuestión económica; es la liquidación de una polémica histórica y una condición básica de la consolidación de un sistema político”. Una polémica histórica, por lo demás inexistente, ya que España, país europeo, se había librado de las dos catastróficas guerra mundiales sin dejar de estar en Europa. Fraga recogía la sandez de Ortega de España como problema y Europa como solución. Pero no era esa la idea que tenían en la CEE, la cual siguió rechazando aquella integración a la que Fraga y otros atribuían efectos milagrosos. La influencia política de Ortega, explícita o implícita y a diestra y siniestra, ha sido más fuerte de lo que suele suponerse.
El 17 de abril se publicaba el proyecto de Constitución, que pasó a discutirse en Comisión parlamentaria. En la dinámica parlamentaria, las izquierdas y separatistas podían discutir los textos pero debían aceptar la decisión mayoritaria. Eso no ocurrió.
Aprovechando una prouesta de UCD sobre estados de excepción y posible suspensión de libertades públicas en casos excepcionales de lucha contra el terrorismo, el PSOE amenazó, el 18 de mayo, con abandonar la Comisión como había hecho Peces-Barba con la ponencia, y pregonó, por boca de Guerra, que UCD y AP estaban haciendo “la Constitución más reaccionaria de Europa”. El terrorismo etarra seguía encontrando complacencias en las nuevas fuerzas políticas que, después de todo, compartía su odio al franquismo, su izquierdismo y de un modo u otro su aversión a España. Suárez podía aplicar la regla democrática de la mayoría en la comisión, y calmar las ínfulas del PSOE advirtiéndole con el referéndum final previsto. Pero volvió a claudicar. Guerra había tomado la medida a Suárez, y percibía la fragilidad de una UCD políticamente inconsistente, atenazada por la necesidad autoimpuesta de “vender imagen” progresista.
Para arreglar el entuerto, Suárez encargó a su ministro de máxima confianza, Abril Martorell, entenderse con Alfonso Guerra por encima de la Comisión, para llevar a esta los artículos a votar ya listos y acordados, e imponerlos por disciplina de partido. Así, la elaboración constitucional pasó a una fase solo a medias parlamentaria, pues los asuntos clave se acordaban en almuerzos y cenas entre Abril y Guerra. El arreglo fue aceptado por comunistas y separatistas, para evitarse la enojosa dialéctica de Fraga, y se produjo de hecho un reagrupamiento de la UCD con los socialistas, separatistas y comunistas, aislando a la derecha conservadora. Guerra se burlaría de Abril: “En cuanto a formación jurídica, Abril Martorell es un patán”. Un par de camaradas, pues la formación jurídica de Guerra, que había estudiado peritaje industrial, estaba al mismo nivel.
Estas maniobras indignaban a AP, que el 24 de mayo se retiró de la Comisión. Esta retirada preocupó a los demás mucho menos que la del PSOE y a los cinco días, AP volvió a la Comisión, condicionándola a una discusión parlamentaria “con luz y taquígrafos”; exigencia que no se cumpliría, pues siguió su marcha el “consejo gastronómico” de Abril y Guerra. AP propuso facilitar los referéndum y otras formas de democracia más directa, pero la mayoría echó abajo aquellas iniciativas, capaces de perturbar los acuerdos entre partidos, que se iban imponiendo como funcionamiento presuntamente democrático.
Por aquellos meses crecieron la radicalización de los partidos y el terrorismo. La fiesta del 1 de mayo fue unitaria de los sindicatos y partidos de izquierda, con profusión de banderas rojas, también republicanas, puños en alto y tono muy marxistizado. A los pocos días, González sugirió abandonar el marxismo, se levantó una polvareda y Guerra aclaró que el partido seguia fiel a Marx.
Pujol, en Cataluña, resentía la moderación y el prestigio de Tarradellas, quien expondría ideas muy irritantes para él: “No creo en lo que llaman países catalanes”; “Tenemos la obligación de hacer de España un gran país”; “Mi patria es España”. No solo trataba de calmar los extremismos, sin también de convencer al líder del PNV, Ajuriaguerra, de participar en las tareas constitucionales. El PNV demandaba la inclusión de Navarra en su Euskadi y el PSOE estaba de acuerdo, contra la mayoría de los navarros, incluso de los socialistas de la región como Víctor M. Arbeloa, que lograron impedirla.
También exigía el PNV transferencias antes de la Constitución, abundando en la ilegalidad de la medida; y las obtuvo, así como Aragón y Valencia. El separatista moderado Roca Junyent hablaba de España como “nación de naciones”, un oxímoron aceptado en parte de la derecha.
En junio se aprobaron hasta trece preautonomías. El separatimo castellano reunió en Villalar, sitio de la derrota comunera cuatro siglos antes, a unas quince mil personas, interviniendo comunistas, PSOE y UCD (cuyo representante fue abucheado: “¡Menos burguesía, más autonomía”). Un grupo de AP con banderas nacionales fue agredido al grito de “Vosotros,fascistas, sois los terroristas” y quemadas las banderas. Los presos comunes en las cárceles llevaban tiempo exigiendo ser amnistiados como los políticos, y organizaban motines con autolesiones y algún asesinato.
La ETA había asesinado a 45 personas en los últimos siete años del anterior régimen, algo más de seis de promedio anual, que saltó a dieciocho en 1976, a once en 1977, ¡y a sesenta y siete el año de la Constitución!, a los que se añadían seis del GRAPO, algunos anarquistas o de Comandos Autónomos Anticapitalistas y separatistas catalanes, más tres de ultraderecha. La ETA tenía simpatías en la CEE y un refugio seguro en Francia, gracias al cual había escapado al desmantelamiento casi logrado dos veces en el franquismo.
Caso revelador fue el asesinato del etarra Argala, principal autor a su vez del asesinato de Carrero Blanco cinco años antes. El PSOE se apresuró a condenar el “brutal atentado” (nunca había condenado el de Carrero); el cura en el funeral comparó a Argala nada menos que con Cristo. El presidente del PNV, Arzallus, antiguo jesuita, predicó: “Quienes entregan la vida por su pueblo merecen nuestra admiración y respeto”. Otros loaban su “capacidad de análisis político”, lo convertían en héroe o mártir “del pueblo vasco”, maldecían el “asesinato fascista”. El País, ya el diario más influyente, ponderaba las dotes intelectuales del etarra (pasaba por teórico marxista), “hombre culto y muy aficionado a la literatura”, “de aspecto ascético y férrea voluntad”, “partidario de la solución negociada para el problema vasco”, aunque también de “la lucha armada”, como llamaba al tiro por la espalda, a fin de “obligar al gobierno a la negociación”. El gobierno sería culpable por no negociar el “problema vasco” creado por la misma ETA, y que lo pondría al nivel de los de la “lucha armada”.
Este conjunto de fenómenos indignaba en muchos medios, en especial en algunos castrenses, que veían reproducirse antiguas pesadillas. Por lo demás, todos los partidos salvo el PSOE sufrían crisis internas.