El término democracia es un oxímoron
Así pues, sin haber sido demócratas, todos competían en democracia. Y en europeísmo, como si España hubiera estado hasta entonces en otro continente físico y cultural. La democracia, en particular, se usaba claramente como palabra mágica y legitimadora, sin más problemas que el de excluir a quien no entrase en el coro, y con la sugerencia de que cada partido o grupo así autodenominado tenía la exclusiva de la marca, lo que creaba una confusión sobre su significado. demócratas auténticos, y no los demás que también reclamaban el título. Hasta se montó una asociación de “Jueces para la democracia”, implicando que los jueces ajenos a ella no serían realmente demócratas. Por lo que conviene echar un vistazo a esos problemas, de los que ya hemos hablado al tratar la dictadura de Primo de Rivera.
La fuerza mágica del concepto deriva de su etimología: poder del pueblo; un perfecto oxímoron o contrasentido, ya que el poder se ejerce necesariamente sobre el pueblo, sin que el pueblo tenga sobre quién ejercerlo. El poder brota naturalmente, por así decir, de toda sociedad humana, desde las naciones a las asociaciones de excursionismo, y no es difícil ver la causa: en todas concurren intereses, ideas, sentimientos, personalismos… diversos y a menudo opuestos, lo que hace preciso un poder capaz de asegurar cierto orden y estabilidad. Una sociedad ácrata solo existiría si todos sus componentes se rigiesen por el instinto, al modo de las hormigas o las abejas.
Por consiguiente, el poder solo puede ser ejercido por un pequeño número de personas, una oligarquía en sentido neutro, ni bueno ni malo en principio, encabezada en general por un jefe (“monarca”, en la terminología heredada de Grecia), y necesitada de un grado suficiente de aquiescencia popular, vagamente asimilable a “democracia”. El poder puede ser más o menos aristocrático, monárquico o democrático, pero siempre y necesariamente es oligárquico. Y siempre se justificó por dos vías complementarias: la legitimidad nacida de un orden bastante –pero nunca por completo– aceptado socialmente, y la fuerza para afirmar ese orden frente a las disparidades y oposiciones siempre existentes en el seno del pueblo. Ni los pueblos ni las oligarquías son homogéneos en intereses, y de ahí las luchas por el poder, que llegan a la violencia desatada en revueltas, guerras civiles y crímenes, como testimonia abundantemente la historia.
Toda oligarquía funciona sobre un doble interés: el de una masa suficiente de población que la acepte, y el de la propia oligarquía en mantener su poder. Intereses nunca en plena concordia y que pueden llegar oponerse. Es una constante la tendencia de la oligarquía a privilegiar sus intereses por encima de los de aquellos a cuya paz y prosperidad sirve en teoría: tendencia al despotismo o tiranía, en suma.
Lo que hoy llamamos democracia es producto, último por ahora, de una larga evolución de pensamiento y práctica contra la tiranía en Europa, con precedentes en el mundo clásico. En España, el pensamiento antitiránico aparece ya en Isidoro de Sevilla, y durante la Reconquista daría lugar al Fuero de León, valorado a menudo como primera declaración de derechos personales, y a las Cortes de León, probablemente la primera institución parlamentaria de Europa. La escuela de Salamanca, de los siglos XVI y XVII, reflexionó en profundidad sobre el mismo problema. El despotismo ilustrado, importado de Francia, buscó racionalizar el poder, más que limitarlo. La reacción contra él fue el liberalismo y la brutal Revolución francesa. La democracia actual viene a ser una evolución del liberalismo, que en principio no admite el sufragio universal pero llega a él –penosamente– por el principio de igualdad ante la ley. Es difícil pensar en una democracia no liberal.
En suma, como ya vimos, llamamos democracia a un sistema de selección de oligarquías (partidos) mediante elecciones periódicas por sufragio universal, en que la autoridad para gobernar proviene, no del pueblo, cosa imposible, sino de la parte del pueblo que ofrezca más votos. Es evidente que no puede haber tales elecciones sin las libertades de expresión y asociación propias del liberalismo, y de garantías contra la falsificación del voto.
La democracia tiene así varias ventajas sobre los métodos anteriores: el criterio de las urnas amortigua el carácter violento y guerracivilista que llegan adquirir las luchas por el poder; al ser periódicas las elecciones, una mala elección puede corregirse en la siguiente; las libertades de expresión facilitan la vigilancia sobre la inclinación a la corrupción y despotismo de los partidos; y los partidos mismos, expuestos a publicidad e investigación, son preferibles a las camarillas y círculos opacos que en todos los regímenes pugnan turbiamente por el poder. Otra barrera contra la tiranía, no dependiente de elecciones, es la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.
En la realidad, las propias elecciones desdibujan la separación entre el legislativo y el ejecutivo, con lo que adquiere especial valor la independencia judicial contra los abusos despóticos. En el plano económico, la democracia exige una economía de mercado más o menos libre, y es incompatible con una planificación sistemática desde el estado, que tendería, como ha ocurrido en tiempos aún recientes y amenaza volver, a fundar una sociedad en la que el poder controlaría a la población del modo más completo.
Desde luego, estas consideraciones no implican que todos los regímenes anteriores a la democracia hayan sido tiránicos o ilegítimos, ni que la democracia haga imposible la tiranía: solo la dificulta, pero puede degenerar en lo que llamaba Tocqueville “despotismo democrático”, un poder tutelar que infantilizaría a las personas hasta “privarlas de los principales atributos de humanidad”, peligro hoy bien a la vista. Y sin llegar al extremo, al hacer del triunfo en votos el criterio básico, la competencia electoral abre la puerta a un duelo de demagogias y promesas incumplibles que degradan y corrompen a la sociedad. O permite que un partido utilice el poder ganado en las urnas para anular las libertades y garantías: el caso del nazismo lo prueba, también el del Frente popular, si bien este partía ya del fraude electoral; pero, de modo menos drástico e inmediato, el proceso destructivo puede adquirir otros ritmos y matices.
Además,hay varios sistemas electorales posibles, con resultados representativos distintos, y sin garantizar el principio de “un hombre, un voto”, pues siempre hay votos que revierten más que otros en escaños parlamentarios: hecho bien visible en el sistema español, que permite a los separatistas una representación muy superior a su número de votos, con los efectos políticos conocidos.
La experiencia muestra también que, aun con todas estas precauciones y equilibrios, la democracia se hace inviable cuando los partidos se vuelven antagónicos, de modo que uno o varios adquieran fuerza suficiente, en votos o en armas, para amenazar la libertad o existencia de los demás, como está implícito en los partidos marxistas. En otras palabras, cuando entre los partidos más fuertes deja de ser común no solo el respeto a las urnas y a la independencia judicial, sino una concepción compartida sobre la historia del país y el sentimiento patriótico correspondiente.
Por todas estas razones fracasó la República. La izquierda, los disgregadores y gran parte de la derecha regeneracionista, discrepaban rudamente entre sí, pero algo les unía: el desprecio y aversión al pasado hispano y la repulsa sin matices a sus defensores, a la derecha “cavernícola, oscurantista y retrógrada”, que debía ser extirpada aunque ganase los comicios. Y como los ganó en 1933, la respuesta fue primero la intentona golpista (Azaña y demás), y la insurrección armada meses después. Y puesto que en febrero de 1936 podían volver a ganar los cavernícolas, sus enemigos falsificaron los votos y emprendieron al sistemático desmantelamiento de las instituciones democráticas, poder judicial incluido.
Salvo en los separatistas, no dejaba de existir un peculiar patriotismo en los demás, puesto que aspiraban a crear una España radicalmente nueva, rica, progresista, culta y europea. Nobles y acaso gratuitos propósitos, que no reparaban en las drásticas diferencias de designio entre sus partidos –bien visibles en sus persecuciones mutuas durante la guerra civil–, ni en su propios talentos, no muy destacables según tuvieron a bien demostrar.
Perdida la memoria de nuestro verdadero origen, que es haber sido hechos por voluntad de Dios a Su Imagen y Semejanza, y por lo tanto abandonado el lugar que nos corresponde, hemos roto la armonía causando un desequilibrio que se ha consumado en una lamentable deriva que, sin prisa pero sin pausa, ha sido avanzando hasta llegar al extremo de que, como se ha dicho, “la verdad es lo que deciden las mayorías”. Y esto supone apartar la aristocracia que consiste en la excelencia del pensamiento siempre fiel a la Verdad, y el estratégico derribo de la imagen del rey, cuya legitimidad procede… Leer más »