Semprún y Guerra
Un amigo me ha prestado el libro Federico Sánchez se despide de ustedes, de Jorge Semprún, una especie de memorias un poco adoctrinantes a partir de su experiencia como ministro de Cultura con Felipe González. Experiencia que aprovecha para ajustar cuentas a Alfonso Guerra.
El caso es que Semprún era un escritor reconocido dentro y fuera de España, a quien irritaban las pretensiones intelectuales de Guerra con su abundante pelo de la dehesa y ocurrencias y habilidades de pícaro, o su “donjuanismo andaluz de la más vulgar especie (¡aquellas páginas consagradas a describir sus noches dedicadas a hacer el amor y a escuchar a Mahler!)”. Prosa cipotuda típica, podría decirse (En la era de la prosa cipotuda (elespanol.com). Las pretensiones del oyente de Mahler “sin duda escondían una verdad oscura, tal vez patética, tal vez sencillamente insignificante (…) una exageración infantil”
Sin embargo las ocurrencias de Guerra tenían mucho éxito en el país y en el propio gobierno. Semprún narra cómo llegaba el primero a los consejos y se sentaba en una butaca reservada a él, estudiando aparentemente voluminosos informes: “Otros se acercaban a él para rendirle cuenta o pleitesía, agazapándose junto a su butaca. A veces, y este era el caso del ministro de Justicia (Múgica) y de Matilde Fernández, ministra de Asuntos Sociales, los impetrantes se ponían francamente de rodillas junto a la butaca de Guerra, como si estuvieran confesándose. Incluso cuando hacía como si estudiara algún dossier, colocaba ostensiblemente en el brazo de la butaca un libro abierto al revés, de manera que pudiera leerse el título. Hacía el papel de un hombre de Estado estudioso y severo. Tenía esa pose. Confundía en suma el Consejo de Ministros con alguna de las compañías de teatro universitario que había dirigido en su loca juventud”. Lo de la loca juventud está logrado.
Semprún retrata la mezcla de vulgaridad y farsa que ha caracterizado siempre al PSOE (excluye a Felipe González), si dejamos aparte su impulso cleptocrático. Claro que Guerra tenía algún mérito: había disciplinado a su partido casi en plan bolchevique, la cual le había permitido llegar en triunfo al poder, mientras la derecha se descomponía, entre otras cosas por falta de disciplina.
Pero Semprún, a su turno, sorprende por el fervor con que parece creerse los más sobados tópicos “progres”: Franco se rebeló contra “el Gobierno legítimo”, murió “firmando las sentencias de muerte de cinco jóvenes antifascistas”, Azaña representaba “la modernidad” (la Santísima virgen de la Modernidad), república y frente popular son indistinguibles, el problema de España consistía en que “no ha conocido la Reforma protestante”. Cuando entra en este fangal, no sale de él ni tirándose de los pelos hacia arriba, como el barón aquel.
No obstante se felicita de que “la continuidad histórica, condición de la pacificación de los espíritus, ha permitido que los magistrados, los profesores, los policías, los banqueros y los pesebreros de todo tipo del antiguo régimen conserven sus puestos y poderes, sus riquezas mal adquiridas y sus redes de influencia”.
Es decir, no está a favor de la ruptura, pues supone que aquella mala herencia del franquismo iría disolviéndose con el tiempo. Pero obsérvese bien: diríase que la continuidad histórica, la pacificación y la tolerancia provendrían del PSOE y similares, cuando si los socialistas podían obrar políticamente y gobernar, no dejaba de ser, precisamente, por gracia de los franquistas que habían hecho la reforma.
Lo de las “riquezas mal adquiridas” tiene especial sentido en boca de un ministro de un gobierno del PSOE.
Ah, si. Semprún, el autor del poema a la muerte de Stalin…