Tres batallas decisivas
Cuando aún gobernaban los socialistas, los cabestros de la Junta de Andalucía pretendieron desfigurar el sentido de las Navas de Tolosa convirtiéndolo en una especie de homenaje a la multiculturalidad, entre ignorante y malintencionado.
Vivimos en el reino del disparate, que podría ser divertido si no ocultara propósitos repulsivos. El hecho real es que el sultán almohade Muhammad al Násir (Miramamolín para los cristianos), decidió hacer un esfuerzo extremado para imponerse en la península y proseguir, si las armas le favorecían, hasta la misma Roma. Al efecto hizo predicar la guerra santa en el islam, reuniendo contingentes de muy diversas procedencias, hasta turcos, calculados en unos 120.000 hombres.
La yihad alarmó al rey castellano Alfonso VIII y a los cristianos en general, de los que acudieron a España hasta 30.000 de más allá del Pirineo, para unirse a unos 70.000 peninsulares. Visto el extremo peligro, los reinos españoles dejaron de lado las rencillas, bien participando directamente, como Navarra, con Sancho VII, y Aragón, con Pedro II, o permitiendo a sus súbditos acudir al encuentro, casos de Portugal y León. Sin embargo, las fuerzas ultramontanas, principalmente francesas, se volvieron atrás, disgustadas por lo que consideraban excesivas complacencias de los españoles con judíos y moros.
Los musulmanes, sagazmente, prefirieron esperar en Despeñaperros, a fin de que el ejército hispano, mal abastecido en una época de hambre, se cansase y desgastase en una larga marcha desde Toledo, bajo la canícula implacable de julio. Llegados los españoles al lugar donde esperaban los islámicos, comprobaron la imposibilidad de forzar el paso, y también de perder tiempo en rodeos, pues ello podía provocar deserciones en masa, después de las fatigas sufridas. Como es sabido, un pastor les orientó por un paso oculto que les permitió acercarse indemnes al campamento enemigo. Ante el primer choque, favorable a los musulmanes, Alfonso “animó” al arzobispo de Toledo: “Voy y yo aquí muramos”. Pero una carga impetuosa de los cristianos rompió las líneas contrarias y alcanzó el real del sultán, desbandando a su ejército.
Fue un episodio decisivo porque frenó una expansión islámica que ya había causado derrotas muy dolorosas a los hispanos; porque desprestigió al Imperio almohade en el norte de África, facilitando su descomposición interna y las rebeliones contra él en el Magreb; y porque la frontera española era desde siglos antes la defensa europea que contenía los embates musulmanes, y entonces corrió un muy grave riesgo de quebrarse, con efectos difíciles de calcular. De haber vencido los almohades, habrían tenido el camino libre hasta, al menos, los Pirineos.
Al año siguiente Pedro de Aragón, uno de los héroes de las Navas de Tolosa, se enfrentó en Muret, sur de Francia (o de la actual Francia) a una cruzada predicada por el papa Inocencio III contra los cátaros, a quienes protegían muchos nobles de la región. La cruzada congregó a numerosos nobles del norte de Francia al mando de Simón de Montfort, cuya intervención temían los señores del sur y el rey de Aragón, que por entonces se expandía más allá de los Pirineos, hacia Toulouse y Provenza. En esta ocasión Pedro II tuvo menos suerte, pues fue vencido y muerto.
El resultado tuvo importantes efectos históricos, pues afirmó la presencia francesa en toda aquella zona, bloqueando la expansión de aragoneses y catalanes, y obligó a estos a concentrar más sus energías en la otra dirección de sus avances, es decir, en la Reconquista. Quizá, aunque no es seguro, una victoria aragonesa en Muret habría apartado de la península los esfuerzos de aragoneses y catalanes, orientándolos al sureste francés. En todo caso, los nacionalistas suelen lamentar mucho el resultado de la batalla, pues, de haber sido otro, habría alejado a Cataluña (o eso piensan y desean ellos) de los asuntos de España. El hijo de Pedro, Jaime I el Conquistador, ya dedicó plenamente sus afanes a la Reconquista.
Y un año después tuvo lugar en Bouvines, al norte de Francia, otra batalla decisiva para la historia de Francia y de Europa occidental. Por entonces lo que hoy entendemos por Francia estaba dividido políticamente entre los territorios del oeste, los más extensos con diferencia, bajo la soberanía del rey de Inglaterra; amplias zonas al este pertenecientes al Sacro Imperio Romano Germánico; una serie de condados y ducados en el centro, bajo teórico vasallaje del rey francés, que lo era en la práctica poco más que de la región de París; y el sureste, prácticamente independiente o bajo el protectorado de Aragón hasta la batalla de Muret.
El rey Felipe II Augusto de Francia se propuso recobrar cuantos territorios pudiera de los ingleses y someter a su autoridad real, no solo teórica, a los nobles. Ello, más las intrigas en torno a la titularidad del Sacro Imperio, llevaron a la formación de una alianza entre Inglaterra (Juan Sin Tierra), el Imperio (Otón IV de Brunswick) y diversos nobles: Felipe Augusto quedaba cogido en una tenaza, con probabilidad de sucumbir él y sus proyectos, y hasta la misma Francia, al menos por largo tiempo. Por suerte para él, ingleses e imperiales actuaron mal coordinados y finalmente los franceses pudieron enfrentarse en Bouvines, en inferioridad material, a los imperiales de Otón, derrotándolos.
La batalla tuvo efectos extraordinarios: Otón fue derrocado y el Imperio entró en un período de descomposición; la alianza antifrancesa se disolvió y los ingleses tuvieron que ceder Bretaña, Normandía y otros extensos territorios; Felipe Augusto, quizá exagerando algo, vio en su victoria la salvación de Francia y la explotó para acrecentar el prestigio real y su poder sobre los nobles, impulsando una orientación unitaria que tardaría aún siglos en completarse. Una consecuencia indirecta, no menos crucial, fue el descontento de los barones ingleses que habían perdido sus posesiones en el continente, y las disputas entre la nobleza normanda y la anglosajona, que derivaron en la imposición, al rey Juan, de la CartaMagna.
Esta limitaba considerablemente el poder regio y aseguraba el de los nobles y la Iglesia, estableciendo al mismo tiempo el principio esencial del habeas corpus para impedir los juicios arbitrarios (un precedente de ese derecho se encuentra en la España visigoda). La CartaMagna, aunque de carácter netamente feudal, está considerada un precedente o semilla del liberalismo inglés y del estado moderno.
Muy buena lección de historia