Los toros
Antonio R. Naranjo.- A Ernest Urtasun le importan los toros lo mismo que los saharauis, que es nada. Ambos son simple mercancía para subastar en la lonja electoral, que pueden sacarse o esconderse en función de las necesidades del momento. Ahí tienen a toda la izquierda española clamando por Gaza y muda, sin embargo, con el misterioso cambalache de Sánchez con Mohamed VI: sabemos lo que gana Marruecos, pero no España al regalar el Sáhara, y, sin embargo, los fijos discontinuos de la causa se han comido el apaño sin alzar ni un poco la voz.
Con los toros ocurre lo mismo: forman parte de esa baraja de comodines que los malos políticos se sacan de la manga para simular que hacen algo y persuadir a los menos ágiles de que su oferta política es maravillosa.
Ahí aparecen también la Iglesia y Franco, la homofobia y el racismo, el cambio climático y la igualdad; en dosis oscilantes según la época del año, pero siempre magnificadas para convertirlas en problemas agudos que, en realidad, no existen, no saben atender o tienen una importancia relativa en la vida de penalidades cotidiana del españolito medio.
La tauromaquia es el recurso de esa izquierda arrinconada ahora por Sánchez tras utilizarla, consciente del monopolio del resto de causas por parte de un presidente que no hace rehenes: todas las demás ya son suyas, lo que deja casi extinto el espacio libre disponible para Yolanda Díaz y otras hierbas del jardín populista.
Pero no es menor el ataque a los toros, que son un símbolo nacional, procedente de la misma charca que ha suscrito la leyenda negra contra España e intenta, con la estulticia habitual, «descolonizar» los museos, emblema al parecer de un imperio genocida y salvaje en tierras americanas donde, en realidad, dejó un legado de civilización, cultura, derechos y libertades.
El fin último de todas estas patochadas es idéntico al de arremeter contra la Semana Santa, pitar al himno, quemar la bandera o hasta reformular las cabalgatas de Reyes Magos: deconstruir ese espacio compartido que son las tradiciones y, con ello, desmontar la identidad nacional para edificar sobre ella una memoria nueva, artificial, adaptada al delirante canon ideológico de tanto orwelliano que no ha leído a Orwell.
Ningún pijo de capital sabe más de ecologismo que un ganadero, un cazador o un marinero, lo que en sí mismo ya desmonta el falso debate sobre los toros, que tienen menos que ver con la tortura que el 99 % de los discursos pazguatos de tanto progresista de salón.
Pero no es el animalismo el combustible que incendia el asunto, sino la excusa para algo mayor y peor: se trata de desmontar la simbología española, de la que los toros son un icono explicativo de la propia historia nacional, como decía Ortega y Gasset con bastante razón.
No detestan los toros, pues, lo que aborrecen es a España, a la que buscan las cosquillas soflamando sus sombras y apagando sus múltiples luces.
Urtasun, que es todo oscuridad inculta, no pasa de picador torpe de una faena mayor: la de borrar las costumbres para reprogramar a una sociedad más manejable, desposeída de ese sentimiento de comunidad que lleva siglos construir pero puede ser destruida de un soplido del lobo feroz, como en la casa de paja de los tres cerditos.