Qué fue la República
Puesto que acaba de pasar el aniversario: Como indicamos al principio, la cuestión de la República es realmente crucial en la España y el PSOE del siglo XX, con efectos hasta hoy. Así, en abril de 2006, setenta y cinco años después de proclamarse la II República, un manifiesto en la prensa “Con orgullo, con modestia, con gratitud”, reivindicaba “los valores del republicanismo español que siguen vigentes como símbolo de un país mejor”.
Aquel régimen habría sido Una oportunidad, y los españoles la aprovecharon”, ocasión de un “colosal impulso modernizador y democratizador que acometieron las instituciones republicanas -siempre con la desleal oposición de quienes creían, y siguen creyendo, que este país es de su exclusiva propiedad”. “Pese a la brevedad de su vida, la II República desarrolló en múltiples campos de la vida pública una labor ingente, que asombró al mundo y situó a nuestro país en la vanguardia social y cultural.
Entre sus logros, bastaría citar la reforma agraria, el sufragio femenino, los avances en materia legislativa de toda índole, la separación efectiva de poderes, las constantes y modernísimas iniciativas destinadas a difundir la cultura hasta en las comarcas más remotas, el decidido impulso de la investigación científica o el florecimiento ejemplar no sólo de la educación, sino también de la asistencia sanitaria pública, para demostrar que aquel bello propósito generó bellísimas realidades, que habrían sido capaces de cambiar la vida de un pueblo condenado a la pobreza, la sumisión y la ignorancia por los mismos poderes -los grandes propietarios, la facción más reaccionaria del Ejército y la jerarquía de la Iglesia Católica- que se apresuraron a mutilarlo de toda esperanza.
A pesar de tanta maravilla, “todavía se nos sigue intentando convencer de que la II República fue un bello propósito condenado al fracaso desde antes de nacer por sus propios errores y carencias.
Los firmantes de este manifiesto rechazamos radicalmente esta interpretación, que sólo pretende absolver al general Franco de la responsabilidad del golpe de estado que interrumpió la legalidad constitucional y democrática de una república sostenida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, con las trágicas consecuencias que todos conocemos. Y exigimos que las instituciones de la actual democracia española rompan de manera definitiva los lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los municipios hasta los contenidos de los libros de texto- , hecho que estiman intolerable, y muy peligroso para la salud moral y política de nuestro país.
En otras palabras, la salud moral y política del país necesitaba la imposición, obviamente por el poder, entonces socialista, de su particular versión del pasado, perseguir versiones distintas por “intolerables y muy peligrosas”, y hasta borrar los recuerdos de los cuarenta años del franquismo. ¡En nombre de la libertad y la democracia, naturalmente! El manifiesto fue el prólogo a la llamada Ley de memoria histórica, del año siguiente, y de la posterior llamada “democrática” para mayor sarcasmo, y que trataremos más adelante.
Aparte del carácter liberticida del manifiesto y su efecto “legal”, la historia que intentan oficializar se reduce a un cuento de hadas realmente pueril, que además confunde la república con el Frente Popular que la aniquiló. Y para entenderlo no es preciso consultar versiones contrarias (al menos tan lícitamente expresables en democracia como la del manifiesto): bastan los diarios de Azaña para entender hasta qué punto el manifiesto es una grotesca patraña envuelta en la tradicional verborrea grandilocuente y hueca, y aliñada con poses de indignación moral, cosas tan comunes en la política española.
Pero si el manifiesto no dice nada real sobre la república, sí dice, y mucho, sobre sus firmantes. Es inevitable preguntarse: “¿verdaderamente sabían ellos de qué hablaban?” Desde luego, tenían obligación de saberlo, pues no se trataba de meros sindicalistas inflamados de palabrería, sino de unos 400 artistas, profesores, escritores, magistrados, periodistas, directores y actores de cine, varios militares, sindicalistas, comunistas y separatistas. La mayoría socialistas o próximos al PSOE, entre ellos unos 20 se decían historiadores, y a varios (Aróstegui, Casanova, Fontana, Juliá, Gibson, Viñas y algún otro) los he analizado en el estudio de crítica historiográfica Galería de charlatanes. Pero, o no sabían lo que había sido la República pese a ir por la vida de historiadores, o lo sabían, y aquel desastre les parecía muy bien.
Y hay algo que decir sobre su honradez intelectual. La mayoría de los firmantes, excepto los más jóvenes, había sufrido las “trágicas consecuencias” del franquismo.
Y tuvo que ser trágico para ellos prosperar como lo hicieron en aquel régimen feroz, a menudo como funcionarios del mismo. Algunos eran reconocidos comunistas como Castilla del Pino, o muy próximos a él como Caballero Bonald, otros marxistas tambén conocidos, como varios de los historiadores, sin que ello les impidiera escribir, hacer carreras, a veces muy halagadas con reconocimientos y premios y algún contratiempo menor bajo las vesanias insufribles ordenadas por Franco. Fernando Fernán Gómez, por ejemplo, trabajó como actor desde los terroríficos años 40 hasta el final del régimen, con éxito que debió resultarle muy doloroso sufrir. Luis Sampedro, en la guerra, se pasó cuando pudo al ejército de Franco, rememorando mucho más tarde su horror ante las crueldades del mismo, lo que no le impidió estudiar con premio extraordinario en la primera facultad de Económicas del país, ordenada por el tirano, ser catedrático en 1955, y hacer gran carrera como profesor, ensayista económico y novelista, y moverse libremente por universidades useñas o inglesas, como tantos otros. ¡Cuánto sufrimiento, en efecto!
No son, repito, casos raros: todos o casi todos los que padecieron los horrores del franquismo hicieron carrera en él, viajaron libremente dentro y fuera del país, leyeron libremente, a veces escribieron, libros marxistas o inspirados en el marxismo, que desde mediados de los años 60 cundían en los medios intelectuales. Lo hacían, cabe suponer, odiando al mismo tiempo, en su conciencia íntima, el terror y la miseria del régimen, porque deseaban para España una repetición de las delicias republicanas que tanto “asombraron al mundo”. Como vamos comprobando, la farsa es una seña de identidad permanente e incansable del republicanismo y del socialismo españoles ya desde los años 30. La garrulería de los firmantes concuerda con la descripción de Azaña sobre los republicanos de su tiempo: “gente impresionable, ligera, sentimental, y de poca chaveta”. Por no recordar otras descripciones mucho menos benévolas.
¿Qué fue, en fin, la república? Ya en el Pacto de San Sebastián se percibieron claramente tres concepciones distintas de ella: la de Alcalá-Zamora, en principio democrática; la de Azaña, especie de despotismo pretendidamente ilustrado; y la socialista y separatista-racista, que la entendían como instrumento, unos para conseguir su dictadura “proletaria”, y los otros para disgregar la nación y gobernar sobre varios pequeños estados.
Esta triple concepción da la clave, creo que más precisa, para entender la dinámica del conflicto interno del régimen y su desarrollo.
El grueso de la derecha, muy alarmada desde la quema de iglesias y bibliotecas, y luego por una Constitución anticatólica, vio la república como un mal, inevitable a causa del suicidio de la monarquía y al que tendrían que adaptarse esperando de ella cierta fidelidad a sus declaradas normas democráticas. Esta venía a ser la postura de la CEDA y de Franco. Otra derecha, minoritaria, mostró enseguida una hostilidad abierta e impotente, por el tono azañista que pronto adquirió el régimen. Alcalá-Zamora no solo flaqueó en la defensa de los principios democráticos sino que, buscando congraciarse con la izquierda, colaboró con Azaña y Prieto para hundir a Lerroux y su partido moderado, y expulsó del poder a una CEDA respetuosa con la legalidad. Con ello, como le vaticinó Gil-Robles, allanó el camino a la reanudación de la guerra civil.
El antidemocrático designio de Azaña de “una república para todos pero gobernada por los republicanos”, sobre la base de una “inteligencia guiando a los gruesos batallones populares”, fracasó enseguida: los batallones (PSOE-UGT), no solo no se dejaron dirigir por una inteligencia irrisoria, como denuncia el propio Azaña, sino que la arrastraron.
PSOE y separatistas valoraron que la experiencia de los primeros tres años del régimen había hecho madurar las condiciones para alcanzar sus objetivos fundamentales. De ahí la revolución socialista-separatista de octubre de 1934.
Su insurrección, aunque derrotada, dejó malherido al régimen, que sería rematado 16 meses después por el golpe de gracia que fue del proceso electoral fraudulento entre febreroy abril de 1936, en el que colaboraron socialistas, separatistas y azañistas en un Frente Popular.
Algunos otorgarán a este análisis un interés meramente académico, pero, por el contrario, entender la república tiene valor muy actual, como estamos viendo.Una política que prescindiera de una concepción de la historia sólida y lo más veraz posible, nunca pasaría de soluciones parciales y superficiales, condenadas a doblegarse ante la concepción, falsaria pero sostenida con agresiva energía, de quienes se sienten o quieren sentirse herederos del Frente Popular (“la República” en su lenguaje)
La república fue la desembocadura de una crisis profundizada a partir del “desastre del 98”, con el descrédito de la idea de España y el surgimiento de nuevas fuerzas subversivas que la Restauración no logró encauzar. La monarquía cedió el poder de modo tragicómico porque, entre el acoso de sus minoritarios enemigos y sobre todo de los intelectuales más influyentes, llegó a perder confianza en su propia legitimidad. La república tuvo la legitimidad que le entregó la monarquía, y su desarrollo posterior responde a la confusión y el choque entre las mencionadas tres concepciones sobre ella. Posiblemente el régimen se habría estabilizado si hubieran predominado en él dirigentes moderados como Besteiro, Lerroux o Gil-Robles. Pero a Besteiro lo devoraron, digámoslo así, los propios socialistas, y los otros fueron liquidados políticamente por un Alcalá-Zamora considerablemente perturbado.
Y el factor principal de la ruina republicana fue sin duda el PSOE, por ser el partido más fuerte y organizado del régimen y por mantener una ideología marxista que, como sostenían sus principales dirigentes, era incompatible con la democracia. El manifiesto señalado antes fue precisamente el prólogo a una llamada ley de memoria histórica, que en su misma concepción revela que la tradición totalitaria del PSOE se mantiene bastantes décadas después de haber destruido la legalidad republicana.