Corromperse para no ser corrompido
Gabriel Albiac.- El hallazgo es de Aristóteles. En el quizá más prodigioso de sus todos prodigiosos textos: el tratado «Sobre la generación y la corrupción» («Perí genéseos kaí fthoras» para quienes tengan el privilegio de poder leerlo en griego, y más comúnmente conocido por su denominación latina, «De generatione et corruptione»). La tesis le viene directamente de Heráclito, pero es el de Estagira quien le da su formulación definitiva. Pregunta, tan primordial cuanto sencilla: ¿qué es lo único que no muere? Respuesta, a la altura ascética de la pregunta: lo ya muerto. En otros términos —pero es lo mismo—. Pregunta: ¿qué es lo único que no se corrompe? Respuesta: lo ya corrupto.
Leo con estupor el panegírico enmascarado en diatriba —un clásico— que un recién iniciado al benéfico oficio de político entona «pro domo sua» en ese pútrido pozo negro que son lo que llaman «redes sociales». Tan desvergonzado se me hace que no doy crédito a su veracidad. Será eso, me digo, que llaman una «fake-new», y que de toda la vida se ha llamado una bola como una catedral. Así que pierdo bobamente el tiempo tratando de comprobarlo y de salvar el honor del neófito al cual malévolamente le habrían sido atribuidas. Como no soy muy ducho, ni en nombres de políticos, ni en canales de YouTube, la cosa me lleva muchísimo más, sin duda, de lo razonable. Y acaba en decepción: nada que desmentir; la autoría es reivindicada e inequívoca. Transcribo —sin corregir tosquedades de estilo— la alocución verbal que reivindica el cobro de unos crípticos «honorarios» en dinero negro, tal como un tal Alvise, hoy eurodiputado, la exhibe en el escaparate de su web:
«Acepté, y es verdad, cobrar esos honorarios privados —repito privados, ¡eh!— sin factura, para poder tener más ahorros con la finalidad de no enriquecerme con mi actividad política, que es lo que prometí públicamente, porque me niego a que el Estado siga llevándose la mitad de lo mío y porque todo aquel que depende económicamente del poder se corrompe».
La tesis de Alvise es turbadora: me corrompí para no ser corrompido, porque solo la corrupción salva de la corrupción. El corrupto no podría corromperse. Ya lo está. Cualquier cosa que haga queda exenta de caída. Cayó hace mucho. Nadie negará al neófito hombre público que es el suyo un argumento refinado.
Suponerle al tal hablante larga meditación sobre Aristóteles o Heráclito, se me antojó excesivo. Pero, ¿de dónde podía haber tomado inspiración tal fogonazo de vigor dialéctico? Pensé en los místicos renanos del siglo XVI que daban a Dios y el Diablo como idénticos, y como fundamento primigenio de la divinidad al Mal. Pero hube de reconocer poco probable que los ojos del eurodiputado se hubieran posado alguna vez sobre las páginas estupefacientes de Jacob Boehme.
Me salvó del desasosiego, como siempre, la biblioteca. En ella, un texto de no hace aún ni un siglo. Tesis prístina: me corrompo para no ser corrompido. Y llamo a mis fieles a corromperse conmigo:
«Nosotros no somos aguafiestas… Yo siempre digo a los míos: disfrutad y enriqueceos. Haceos una posición. Les perdono todo. Haced lo que queráis, pero no os dejéis pillar».
No, no es precisamente Aristóteles el inspirador del hombre de las fiestas terminales. No lo es Boehme. Ni siquiera Silesius. La fórmula de la cual su apologética diatriba hace fiel eco, se la comunicó, en 1933, un pintor austríaco no demasiado inspirado, de nombre Adolf Hitler, al delegado de su partido en Dantzig. No es de extrañar que el muy burgués Hermann Rauschning saliera corriendo mientras aún podía. Y no parará hasta poner un océano por medio. Mas, ¿a dónde huir de esta gente de ahora?