El Himalaya de verdades del genocidio yankee
Laureano Benítez.- Últimamente está teniendo lugar en España e Hispanoamérica una revisión crítica de la llamada “Leyenda Negra”, creándose asociaciones hispanistas, publicándose libros que reivindican los logros del imperio hispánico, realizándose foros, jornadas, congresos… La estrategia para desmontar el Himalaya de mentiras de esa “Leyenda Negra” consiste en exponer el Himalaya de verdades del colosal esfuerzo con el que España integró un vasto continente en la catolicidad y la civilización occidental.
Sin embargo, en esta labor de revisión histórica no se le ha dado la relevancia necesaria a un vector metodológico que también puede contribuir en gran medida a destruir el mito del “genocidio” español en Hispanoamérica: comparar nuestra obra civilizadora con la política colonial que siguieron las potencias colonialistas europeas, estrategia que pone de relieve el Himalaya de verdades del genocidio que operaron en sus colonias, con pruebas irrefutables, hasta el punto de que, como veremos, este genocidio ya es admitido sin eufemismos por los historiadores de esas potencias coloniales.
Obviando a Francia, Holanda y Bélgica, nos centraremos en exponer la colosal empresa genocida en que consistió la política colonial y de conquista de los “yankees”, es decir, de los colonos europeos de origen inglés, una vez independizados de la metrópoli. Para más INRI, lo que vamos a relatar a continuación fue protagonizado por una supuesta “democracia” que promulgó –por primera vez en la Historia– los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, basados en la igualdad (¿¡) entre los hombres. La aventura expansionista de esos colonos desde el Atlántico hasta el Pacífico se puede resumir con una palabra: genocidio.
Los historiadores han debatido durante mucho tiempo sobre la población precolombina de las Américas. En 2023, el historiador Ned Blackhawk sugirió que la población de América del Norte se había reducido a la mitad entre 1492 y 1776, de unos 8 millones de personas a menos de 4 millones. Russell Thornton estimó que en 1800 unos 600.000 nativos americanos vivían en las regiones que se convertirían en los Estados Unidos modernos y disminuyeron a unos 250.000 en 1890 antes de recuperarse.
En Estados Unidos viven en la actualidad más de 570 tribus nativas americanas reconocidas a nivel federal, de las cuales aproximadamente la mitad están asociadas con reservas indias; según un censo de 2020, hay aproximadamente 9,7 millones de nativos, cerca del 2.9% de la población. Estas cifras representan solo nativos o en combinación con otras razas y nativos sin combinación étnica 3.727.135 de personas o el (1,1% de la población americana).
Los blancos anglosajones diezmaron sin piedad las tribus nativas, hasta el punto de que hoy se calcula que éstas ―contando también Alaska, Hawái y otras islas del Pacifico― sólo cuentan con poco más de 4 millones de individuos: espeluznante cifra. Por ejemplo, solamente quedan unos 96.000 apaches, 18.000 cheyenes, 19.376 comanches, 80.000 iroqueses… ¿para qué seguir?
De las 3.796.742 millas cuadradas que comprende Estados Unidos, las reservas totalizan 49.933 millas cuadradas, aproximadamente el 1,3% del área total.
No he estado nunca en América del Norte, pero me da que es sumamente difícil toparse por las calles de sus ciudades con cherokees, comanches, apaches, chirikawas, sioux, etc, incluso en la multirracial Nueva York. Sin embargo, muchos de los países hispanoamericanos conservan un gran porcentaje de población indígena, que en las regiones andinas llega a superar el 50%. Pero no hace falta irse tan lejos, porque en muchas ciudades españolas se pueden ver hispanoamericanos con claros rasgos indígenas y mestizos.
El genocidio yankee también afectó al medio ambiente: en la década de 1870, miles de cazadores descendieron a las llanuras para matar bisontes. La mayoría estaban motivados por el dinero más que por la ideología, pero el Ejército de los EE.UU. estaba feliz de dar un paso atrás y dejarlos cazar.
Se estima que los colonos europeos en las Grandes Llanuras redujeron la población de bisontes americanos de 30 millones a solo 325 en la década de 1880. Bondad graciosa que, mientras que a los españoles se nos etiquetó de genocidas, los yankees convirtieron en un héroe a “Buffalo Bill”, el apocalíptico exterminador de bisontes, al que se puede considerar como el inventor del “Salvaje Oeste”, al que promocionaba en sus espectáculos circenses.
Y bondad graciosa que la dantesca obra genocida yankee haya pasado a la posteridad como la heroica conquista de un amplísimo territorio poblado por salvajes emplumados, por obra y gracia de las películas del Oeste, mientras que nuestra colosal obra civilizadora lleva mucho tiempo siendo estigmatizada como un genocidio perpetrado por un pueblo cruel e ignorante.
Frente a las guerras de los yankees contra los indios, no se conoce ninguna batalla entre los españoles y los indígenas norteamericanos, una parte no desdeñable de los cuales eran católicos e incluso hablaban español –caso del indio Jerónimo– cuando comenzaron a ser diezmados por los yankees genocidas.
Lo más llamativo de este genocidio es que es admitido sin tapujos por historiadores americanos. Raphael Lemkin, quien acuñó el término «genocidio», consideró el desplazamiento colonial de los nativos americanos por colonos ingleses y más tarde británicos como un ejemplo histórico de genocidio.
El historiador Jeffrey Ostler enfatiza la importancia de considerar las “Guerras Indias”, –campañas del ejército estadounidense para someter a las naciones nativas americanas en el oeste americano a partir de la década de 1860–, como genocidio. Los académicos se refieren cada vez más a estos eventos como masacres o «masacres genocidas», definidas como la aniquilación de una parte de un grupo más grande, a veces con la intención de enviar un mensaje al grupo más grande.
El historiador Gary Clayton Anderson sostiene por su parte que «genocidio» no caracteriza con precisión ningún aspecto de la historia estadounidense, sugiriendo, en cambio, que «limpieza étnica» es un término más apropiado.
El superdemócrata Thomas Jefferson creía que los pueblos indígenas de América tenían que asimilarse y vivir como los blancos o, inevitablemente, ser dejados de lado por ellos. Una vez que Jefferson creyó que la asimilación ya no era posible, abogó por el exterminio o desplazamiento de los pueblos indígenas. Tras la expulsión forzosa de muchos pueblos indígenas, los estadounidenses creyeron cada vez más que las formas de vida de los nativos americanos acabarían desapareciendo a medida que Estados Unidos se expandiera.
No resulta, pues, extraño a todo lo anterior el que el padre fundador de EE.UU., –desde su plantación Monroe, con más de dos mil esclavos sirviéndole–, escribiese que todos los hombres son iguales, unos escasos cien años antes de que sus compatriotas anglosajones, mandasen a los navajos o dakotas a la reserva, a morir de hambre.
Mark Twain fue abrumadoramente negativo en sus caracterizaciones y buscaba contrarrestar el mito del «noble aborigen», llegando a escribir en 1870 que el «Noble Hombre Rojo» era «nada más que un pobre vagabundo sucio, desnudo y escorbuto, a quien exterminar era una caridad para los insectos y reptiles más dignos del Creador a los que oprime».
La doctrina sobre la cual Estados Unidos cimentó su política expansionista por Norteamérica durante el siglo XIX se conoce con el nombre de “destino manifiesto” . Aparece por primera vez en el artículo «Anexión» del periodista John L. O’Sullivan, publicado en la revista “Democratic Review” de Nueva York, en el número de julio-agosto de 1845. En él se decía: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”.
Se fundamentaba en considerar a este país como una nación «elegida» y destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico. Esta ideología forma parte del llamado mito de la frontera. En este contexto se desarrolló, por ejemplo, la guerra contra México (1846) para anexar sus territorios del norte (Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y Colorado), la guerra contra España (1898) para apoderarse de Puerto Rico e intervenir en Cuba y Filipinas, con esperanza de colonizarlas. Se usa también para justificar otras adquisiciones territoriales. Los partidarios de esta ideología creen que la expansión no solo es buena, sino también obvia (manifiesta) y certera de la predestinación calvinista. Esta ideología podría resumirse en la frase «Por la Autoridad Divina o de Dios».
Que yo sepa, en ningún momento España afirmó que su obra civilizadora le correspondía por ser el “pueblo elegido” por la Providencia para conquistar y dominar el mundo.
Otro caso ejemplar es el del eminente historiador británico Henry Kamen, que se lamentó ante sus estudiantes en un curso en El Escorial: «Los únicos en todo el mundo que se creen ya la Leyenda Negra a pies juntillas son ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna».
El también británico Robert Goodwin publicó recientemente un libro titulado «España; el Centro del Mundo 1519-1682», en el que intenta explicar a unos compatriotas suyos acostumbrados a acariciarse con la idea de una luminosa Inglaterra isabelina enfrentada a la despótica España de Felipe II, que en aquel siglo XVI fue precisamente España lo más parecido a un Estado de Derecho que fue posible encontrar en suelo europeo, y la única potencia imperial capaz de autolimitar sus conquistas por motivos morales y de, en consecuencia, inventar eso que hoy llamamos «derechos humanos».
David M. Kennedy y Lizabeth Cohen, en su obra “The American Pageant” afirman: «Los españoles invasores ciertamente mataron, esclavizaron e infectaron a un sinnúmero de nativos, pero también …trasplantaron su cultura, leyes, religión y lengua a una amplia variedad de sociedades indígenas, los cimientos de muchas naciones hispanohablantes.
Evidentemente, los españoles, que llevaron más de un siglo de ventaja a los ingleses, fueron los genuinos constructores de imperios y los innovadores culturales del Nuevo Mundo ― desde California, Florida a la Tierra de Fuego ―. Si los comparamos con sus rivales anglosajones…, los españoles honraron a los nativos fundiéndose con ellos a través del matrimonio e incorporando a la cultura indígena la suya propia, no ignorándolos y, con el tiempo, aislando a los indígenas como hicieron sus adversarios ingleses».
Ya lo decía Jean François Revel: «El club con más socios del mundo es el de los enemigos de los genocidios pasados. Solo tiene el mismo número de miembros el club de los amigos de los genocidios en curso».
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Pueden decir berrear gritar todo lo que quieran pero la historia nadie podrá cambiarla. Por muchas asociaciones y libros que se escriban, la historia esta vivida ya.