Cristina Fallarás
Antonio R. Naranjo.- Cristina Fallarás es consecuencia de los partidos y políticos que crearon el monstruo que ahora les devora. Los que consideran que el hombre soporta un pecado de origen y una tendencia congénita al abuso, el maltrato y la violación que lleva a la práctica a la menor ocasión, el famoso ‘heteropatriarcado’ en el que a todos nos empadronan.
Son los que legislan para que la palabra de una mujer sea prueba suficiente para condenar, los que utilizan, pero no arreglan las terribles estadísticas de asesinatos, malos tratos y agresiones sexuales, los que difunden y elevan a categoría de prueba denuncias anónimas por hechos supuestos ocurridos incluso décadas antes, los que han montado una industria de género rentable para ellos e inútil para la sociedad y los que prenden hogueras y desatan linchamientos públicos capaces de matar civilmente a cualquiera, reduciendo a cenizas las garantías que todo acusado debe tener en un Estado de derecho digno de tal nombre.
Que ella haya sido la inductora de la caída de Íñigo Errejón es una cruel ironía del destino, o una prueba de que el karma existe y las jaurías siempre acaban volviéndose contra los pioneros en amaestrar a los perros rabiosos.
Si además publica un libro nada más desatar la tormenta, con ingresos asegurados de antemano sea cual sea el destino de la recaudación y si, por último, alimenta la teoría de que la caída de Errejón forma parte de una estrategia para reflotar Podemos a costa de Sumar, es legítimo que se discutan los medios y los fines de la susodicha.
Pero no dejemos que los árboles impidan ver el bosque porque, sean buenas, malas o mediopensionistas sus intenciones, es perfectamente compatible mantener la guardia alta ante los infames estragos del feminismo radical con apreciar y aprovechar los beneficios de un acto que, más allá de letras pequeñas, es valiente y merece un agradecimiento en un país donde hay bastantes Errejones.
Porque si por principio es irresponsable dar pábulo a denuncias anónimas, para el caso de Errejón todas han quedado legitimadas por la reacción del señalado y de su partido: alguien inocente no dimite al recibir acusaciones tan graves, ni las da por ciertas en un comunicado patético con el que pretende ser víctima y verdugo a la vez.
Lo que hace es responder con acciones legales y un discurso público contundente, defendiendo su honra y buscando castigo para sus lapidadores y las célebres Brujas de Zugarramurdi que luego no se enteran de tener al lado a un American Psycho.
Fallarás bebe de esa política que convierte la presunción de inocencia en culpabilidad preventiva y ha transformado en algo incómodo, agresivo y comercial un valor en realidad compartido por todos, que es la igualdad, y se ubica en ese espacio empobrecedor que presenta a la mujer siempre como alguien débil, enfermo o mermado.
Pese a que ella misma es un ejemplo de lo contrario: con todos sus excesos sectarios, que yo mismo sufrí a cuento de una polémica con esa activista lerda que considera que todos los hombres somos «violadores potenciales», es una mujer con coraje, divertida y sincera con la que el trato personal y público es grato pese al envoltorio agresivo y excesivo que la precede.
Y que se cree lo que hace: difundir testimonios de mujeres que lo han pasado mal, sin señalar por su nombre a nadie, sin otra pretensión que hacer de diván público.
Nada cambiará y la necesidad de denunciar los abusos políticos y legales perpetrados por el feminismo feminoide, el que deforma una causa noble para hacer caja económica y electoral, seguirá siendo imprescindible.
Pero si en el viaje de defendernos de ese delirio va incluido el señalamiento de políticos, artistas o periodistas que sí deben tener miedo por errejonear impunemente durante años, el balance será positivo: solo los cerdos pueden temer a las agitadoras.