De la muerte a la mortalidad
Creo que la conmemoración de los Fieles Difuntos es un buen momento para meditar sobre el tratamiento que les damos hoy a la muerte y a los muertos. Tratamiento sagrado, claro está, en un tiempo en que se ha desacralizado totalmente la muerte. Cosa que me parece (me refiero a la desacralización de la muerte) el más evidente signo de decadencia de la civilización occidental, cristiana durante más de un milenio. Parece que hemos dado el gran salto de la muerte (individual) a la mortalidad (colectiva), demográfica. Precedida por el paso del nacimiento (individual) a la natalidad, también colectiva, demográfica, administradas ambas, ¡y de qué modo!, por las leyes y las administraciones públicas. ¡Y pensar que veníamos de dar el salto de la muerte a la inmortalidad tras la resurrección!
Entre los grandes misterios que rodean (quizá más bien configuran) al hombre, está el de su empeño por “negar” la muerte: un empeño absolutamente desconcertante, puesto que, en su lucha contra la muerte, se lleva por delante la vida. Es obvio que esto sólo es posible a partir del otro gran misterio constitutivo del hombre: el lógos, que dice san Juan en el prólogo de su Evangelio: la facultad del habla, inseparable de la razón. Y de la mano del lógos, el alma. Teniendo en cuenta que, por encima del logos de cada uno, está el Lógos Creador.
Es razonable pensar que la espectacular ascendencia de la especie humana se debió a la sacralización de la muerte y de los muertos. Pienso en las pirámides y en toda clase de monumentos funerarios, incluyendo las iglesias que, originariamente, se erigieron sobre los sepulcros de los mártires. Es el caso paradigmático de San Pedro en el Vaticano. De ahí que todo templo canónicamente erigido, tenga que tener en el ara del altar alguna reliquia de santo. Por eso parece claro que la decadencia de nuestra civilización se evidencia especialmente en la desacralización de la muerte, en su reducción a cosa tan administrativa, que se asemeja más que a cualquier otra cosa, a la administración de las vidas de los animales en una granja. Natalidad y mortalidad; y cuando lo exige la razón de Estado, mortandad.
Estábamos en una civilización (la del siglo XX) que, a fuerza de negar la muerte, había convertido la medicina y la asistencia médica en una lucha a brazo partido por evitar la muerte a toda costa o retrasarla todo lo posible, con lo que incrementó geométricamente la población con minusvalías graves, enfermedades incapacitantes y ancianidades que sólo la insistencia médica (eventualmente calificada de ensañamiento terapéutico) puede sostener: desatendiendo de la manera más absurda el valor de la vida. Como si no hubiese otro mejor criterio de valor que la duración de la vida, dilatando todo lo posible el momento de la muerte. Como si la vida consistiese únicamente en eso, en no morir. Y con la tremenda paradoja de que para subsanar esa catarata de abusos “científicos” a los que se nos ha sometido, contrarios todos ellos a la vida, nuestra avanzadísima civilización haya decidido recurrir a la eutanasia: al derecho de matar a los que, según criterios administrativos, han llegado a una situación insostenible. Gran recorrido para llegar hasta aquí. Para ese viaje, no se necesitaban tan relumbrantes alforjas.
Y por ese camino de evitar la muerte incluso a costa de la vida llegamos, finalmente, al estremecedor espectáculo de las residencias que acaban pareciendo salas mortuorias en que los cadáveres, aún vivos, esperan apáticos su turno para el entierro. Y es ahí donde tenemos la cúspide del enorme crecimiento de nuestro mayor éxito, que es el espectacular crecimiento de la duración de la vida humana. Su carácter distintivo es que aún no han muerto.
Es ahí, en la “democratización” de la más extrema ancianidad, en la extensión a toda la población, del derecho a una larga-larguísima vida (sin atender a su calidad, como ha ocurrido con la democratización de la enseñanza), donde tenemos la cara más auténtica del triunfo de los progresos químicos de la vida. Una vida que, paradójicamente, ha de reprimirse (eliminarse: la vida ajena, claro) en su inicio para poder extender la nuestra en su final. Reprimir la vida ajena en su inicio con cualquier forma de represión, aborto terapéutico e infanticidio preventivo incluidos, para alargar la nuestra en su final. Y según como, liquidarla por procedimiento administrativo. A eso se le llama hacer un pan con unas tortas.
Pero finalmente, la vida se acaba. Claro que depende de cuál sea el principio de la vida, de eso dependerá su final. Y tampoco está de más que a la hora de examinarla desde nuestra trascendencia, les demos, además, a los términos “principio” y “fin” su valor metafísico: para los cristianos, su valor espiritual. Ahí tenemos, en efecto, que los que hacen proceder su vida de Dios, entienden que su vida acaba también en Dios.
Vale la pena aprovechar la conmemoración de los Fieles Difuntos para retomar la meditación sobre el valor de la vida y de la muerte, que como nos enseña la Iglesia en su liturgia, nos lleva a la Luz Eterna.
Pero, inclinados como estamos a dejarnos colonizar ideológicamente (¡y qué mal le sienta esto a la Iglesia!), resulta que hemos dejado tiradas nuestras hermosas tradiciones (ya nos queda sólo la visita a los cementerios) para asumir las tradiciones paganas del Halloween, importadas del mundo anglosajón. Y así vemos a nuestros niños inmersos totalmente en esa macabra celebración, a la que se dedica al menos medio mes, con toda una puesta a punto que empieza en los escaparates de las tiendas, disfrazados de temática fúnebre-jocosa, continúa en la enorme promoción de disfraces, sobre todo infantiles, y se refuerza intensamente en las escuelas (incluidas las cristianas, claro está), que tienen como monotema de las actividades de los niños, esa paganización de la conmemoración de los Fieles Difuntos. Que los estamos dejando cada vez más solos: y no sólo a los que llevan tiempo reposando en el cementerio, sino también a los recientes. Reducidos a la mínima expresión los antaño solemnes ritos funerarios. Tal como lo vio el poeta, ¡Qué solos se quedan los muertos!
Ciertamente, los cristianos seguimos haciendo la señal de la cruz, pero hemos olvidado lo que eso significa para nuestras vidas. El sacrificio de Cristo en la cruz para liberarnos con su muerte de nuestros pecados, cargando él con ellos (agnus Dei qui tollis peccata mundi), muerte a la que sigue la resurrección, aparece cada vez más desdibujada por una predicación desvaída, hecha de tópicos y de lugares comunes para acabar afirmando con desparpajo que, al final, todos se salvan. Ni juicio, ni purgatorio ni mucho menos condenación eterna para los réprobos e impenitentes. Los novísimos. ¿Y eso qué es?
La certeza de la muerte debería servir para recordarnos que nuestras acciones no son baladíes, sino que tienen un significado permanente y decisivo. Recordemos si no al mejor hombre de España cuando afirmaba solemnemente: “Sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima como portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad”.
En esa libertad, la de los hijos de Dios, la que tiene siempre como referencia el Bien y la Verdad, queremos vivir y morir.