El peor Sánchez usa al Rey de escudo
Mayte Alcaraz.- Nadie hubiera entendido que los Reyes faltaran en la zona cero de la desesperación. Pero solo a Pedro Sánchez, acostumbrado a usar al Rey como escudo humano contra la indignación ciudadana que provoca, se le podía ocurrir parapetarse detrás de Don Felipe para amortiguar la rabia de las pobres víctimas abandonadas a su suerte tras el paso de la Dana. No hacía falta ser muy listo para imaginar que se iba a organizar una zapatiesta. La Casa Real había intentado dar con la tecla de la oportunidad y hacer coincidir la visita real con un momento en el que no se estorbara y hasta sirviera la cercanía del Monarca y su esposa de bálsamo para llevar calor a las víctimas. Es evidente que no era fácil la empresa y más que previsible la tensión, que finalmente se desbordó.
Claro que, con Sánchez hemos topado. Escondido tras la incompetencia de la Generalitat valenciana y de su presidente, Carlos Mazón, el jefe del Ejecutivo ha ido de puntillas sin tomar el control de la catástrofe con el secreto –o no tan secreto– objetivo de quemar al PP valenciano y cobrarse una primera víctima en el barón popular en busca de la mayor, Feijóo. Así que solo al más necio –o al más vil– se le podía ocurrir colgar de la comitiva real a las dos personas que han demostrado no estar a la altura de una crisis de Estado de incalculables consecuencias. Moncloa buscaba que, con Felipe VI encabezando la marcha, se pudiera aminorar la desazón ciudadana más que justificada tras más de 200 fallecidos y miles de desaparecidos. No era la primera vez: el presidente ya ha jugado a esconderse en los últimos años tras la impecable figura del Rey, como en el desfile del Día de la Hispanidad. Así que la estrategia socialista era colgar la insolvencia, la ladina pasividad del presidente, de la percha de la Monarquía. Y si venían mal dadas, vender a través de sus terminales mediáticas que ellos no querían que se realizara la visita. Que fue Zarzuela.
Ayer el Rey, salpicado con las cascarrias de la desesperación y aguantando el chaparrón de improperios al Gobierno, junto a Doña Letizia, ahogada en lágrimas, estuvieron a la altura de la indignación de miles de ciudadanos que se sienten abandonados, dejados, orillados por quienes les deberían haber amparado cuando el cielo se abrió y les arrebató la vida y el futuro. Era Paiporta la que increpaba, pero éramos todos. Las botellas, el barro, los ladrillos, los insultos no nos representaban; tampoco los destrozos en el coche de Sánchez ni los palos que le tiraron, pero sí la rabia, la ira y la desesperación. Nosotros también habríamos gritado que no teníamos agua, ni leche nuestros niños, ni tumba nuestros muertos, embalsamados con fango y agua tóxica. El Estado y sus dos representantes en Valencia –los líderes del Gobierno y de la Generalitat– no supieron prever la catástrofe, pero tampoco previeron la respuesta a su nefasta gestión. Parecen vivir en un mundo paralelo. No han sabido articular la respuesta que España debería haber dado; primero porque es un Estado poderoso; segundo porque tiene un Ejército admirable, con sus unidades de zapadores e ingenieros alertas para ayudar sobre el terreno; y tercero porque los españoles nos lo merecíamos. La cuarta economía del euro tiene potencia para ello, pero desde hace un lustro no la lidera nadie con altura de miras, inteligencia ni capacidad de mando. Tenemos unos dirigentes en una interminable lucha de poder, ejerciendo el politiqueo más rastrero y denostando al adversario político. Todo vale para no perder votos, aunque se pierdan vidas.
Bajo el fuego de desesperación de palos y botellas, el jefe del Estado, deseñando la protección de sus escoltas y con el riesgo a ser herido, se quedó a hablar con la pobre gente, y a escuchar y consolar a aquellos que lo han perdido todo. Sánchez no: se fue para evitar ser agredido, situación absolutamente indeseable, que debe ser condenada. Pero tanto peligro le amenazaba a él como a Don Felipe. Mazón, que sí se quedó, por lo menos arrostró los insultos, aunque muchos de ellos los compartiera con el presidente.
Lo peor que le puede pasar a un país es que sus ciudadanos se hagan una pregunta definitiva: ¿para qué sirven los Gobiernos, las Autonomías, los políticos? Creo que esa grave duda empieza a cundir entre muchas personas que ven cómo la gente común ha llegado antes que los servicios públicos a auxiliar a los damnificados de la Dana. La respuesta más sencilla es que los voluntarios no requieren de órdenes, de burocracias, de grupos de trabajo, o de consejeros y ministros dedicados a hacer declaraciones mientras la casa sigue sin barrer o las calles sin limpiar. Es un clamor que el Gobierno ha vuelto a jugar al despiste como hizo con la pandemia. Cuando el marrón cayó sobre sus espaldas se inventó lo de la cogobernanza que no era otra cosa que despejar el balón para que las autonomías, a poder ser las de color político distinto, asumieran el control. Un ejercicio evasivo que no solo no ha cambiado, sino que se ha acentuado frente a una tragedia de proporciones bíblicas como la de Valencia. Seguramente no se pudo evitar el desastre, pero sí se pudo planificar la respuesta inmediata.
El Estado tiene un grave problema en su organización. Tenemos un aparato administrativo gigantesco, con 17 miniestados, más Ceuta y Melilla, que fueron implementados porque –nos dijeron– agilizarían la resolución de problemas al situar la administración en las cercanías de los administrados. No es así. El drama valenciano nos ha puesto un doloroso espejo y nos devuelve una imagen espantosa: tantos cargos, tantos organismos -o chiringuitos- duplicados y cuando pintan bastos se demuestran inservibles, ineficientes, perdidos en su propio laberinto burocrático.
Hay saqueos miserables que llevan a seres repugnantes a llevarse los relojes de las joyerías en medio de la tragedia. Y hay otros saqueos no menos graves, los de los gobernantes, que arrasan con la confianza de los ciudadanos, con su buena fe. Hace unas horas, al subirse al coche a modo de despedida, el Rey juntó sus manos y pidió perdón, con humildad, con sencillez. Seguramente sabedor de que el Estado no lo ha hecho bien, demostró que es el último eslabón que nos une con la decencia. Si en las próximas horas no hay dimisiones de algunos de los que se escondieron en Paiporta detrás de la talla moral e institucional de Don Felipe es que estamos peor de lo que pensamos.