España, Estado fallido
Gabriel Albiac.- Los mutuos reproches entre administraciones –esto es, entre partidos–, que han seguido a la tragedia de Valencia, nos avergüenzan a todos. Ni el más benevolente ignora que lo que está en juego no es el mejor o peor socorro a los miles de víctimas de una catástrofe natural con pocos precedentes. El sufrimiento ciudadano nada cuenta en los cálculos de los políticos. Cuenta el efecto que ese sufrimiento pueda tener sobre la distribución del voto. Lo que es lo mismo: sobre su porcentaje en la apropiación personal de los fondos públicos. La política en España se ha reducido a eso. Y nos hemos resignado. Tal vez, porque aquí nunca hemos conocido otra cosa.
Y es verdad que la presencia de una banda de desalmados al frente del gobierno acentúa lo insostenible de nuestro momento. Pero no, no podemos consolarnos reduciendo todo al obsceno retrato del clan delictivo en torno a Sánchez. La tragedia española arranca de atrás. Del inicio mismo de esto a lo cual –pienso que abusivamente– llamamos una democracia europea. Lo de estos días es su caricatura.
Hay Estados centralistas. Hay Estados federales. Y hay Estados fallidos: el «Estado de las autonomías» español es uno de ellos. Asentado sobre la insegura base de la coexistencia entre Estado central y miniestados autonómicos. Con potestades vagamente distintas y demasiado frecuentemente solapadas. Inoperante y caro en condiciones de normalidad próspera. Catastrófico, cuando se exige articular –o, más bien, dirimir– su actuación en momentos críticos.
El último decenio español desmiente que a esto de aquí pueda llamársele Estado. En rigor, al Estado corresponden funciones de defensa y armonización de la nación que le es encomendada. Porque una nación moderna es una red de complejidades que habrá necesariamente de colapsarse si no existe esa regulación central de las instituciones, para la cual se paga la existencia de la cara máquina estatal. Pero, de pronto, nos hemos dado de bruces con la realidad: llamamos Estado aquí a una maraña de sujetos que cobran sueldos mastodónticos por no hacer nada; y que, cuando la necesidad aprieta, se volatilizan. Y, si la cosa se pone fea, huyen en su negro coche oficial blindado. ¡Mala gente! ¡Peor aún de lo que habíamos imaginado!
Fue, primero, la exhibición de cómo quienes debían defender, desde el gobierno, la unidad de España frente a una pequeña banda de delincuentes en Cataluña eran incapaces de ejercer la más elemental de sus tareas; y cómo, a la larga, acabaron arrodillándose ante los golpistas. Fue, luego, la criminal gestión de un pandemia cuyos miles de muertos nos han sido ocultados y la nulidad de cuya gestión no pagó nadie. Y ahora, Valencia: el empecinamiento de dos administraciones, local y central, que se afanan por transformar cadáveres en votos. Y que son incapaces –para estupor de toda la prensa europea– de poner en marcha los automatismos de emergencia que cualquier tierra civilizada tiene previstos para eso. El desprecio al que el ejército español –cuya experiencia en este tipo de catástrofes fuera de España está más que probada– ha sido sometido en estos días no cicatrizará fácilmente.
Pero no, no es una maldición del cielo o de la historia. No es siquiera –no sólo– la maldad de un gobierno regido por los peores oportunistas de nuestra historia reciente. Es algo más esencial, sin cuya corrección estamos llamados a vivir de quiebra en quiebra. No hay Estado. Ni bueno, ni malo, ni mediano. Hay un mecanismo que provee de fondos a la desproporcionada muchedumbre de políticos, parientes y amiguetes, que la reduplicación de administraciones camufla. Y, cuando esa muchedumbre de gandules se enfrenta a una situación de crisis, no puede resultar más que un irreparable caos. Político o humanitario. Tal es la condición de la España en la que vivimos. Que no será arreglada por un sencillo cambio de gobierno. Que exige una reconfiguración constitucional completa. Mientras el Estado de las autonomías perdure, España seguirá hundiéndose: en lo material, como en lo moral, como en lo político.
¿Por qué se mantiene en pie esta fábrica de ruina? Sencillo: porque muchos viven de ella. Que esos muchos sean la casta de pícaros y holgazanes que vivaquean en los intersticios de la política, hace la cosa casi imposible de arreglar. Son miles los políticos que se zampan, en distinto grado, la sopa boba de esa estafa que se traga los impuestos de todos sin devolver nada a cambio: nada harán por modificar esa podredumbre que tan rentable les resulta.
Un cálculo somero de lo que este mastodonte nos cuesta debiera bastar para desmantelarlo. Un balance de los horrores que ha ido produciendo en cuatro décadas hace que tal desmantelamiento sea lo más urgente hoy para nuestra simple supervivencia. Pero nadie va a hacerlo. Ni siquiera después de lo de Valencia.