La superioridad moral se ha trasladado
Juan Carlos Girauta.- Ayer recordaba el director de El Debate cómo el Gobierno de la Nación tomó el mando directamente, sin que surgiera duda competencial alguna, cuando lo del Prestige, accidente exprimido como un limón por el PSOE, explotado en una campaña tan indecente como eficaz. Sin víctimas, lograron desatar una ira repentina entre propios y extraños ideológicos. Hay un ejemplo más espectacular del dominio que la izquierda ha tenido no ya sobre la opinión pública sino sobre la intensidad y prelación de los sentimientos: la campaña contra el sacrificio del perro Excalibur, cuya propietaria había contraído el ébola. Los vídeos de enfurecidos grupos están en la red. Concentrados frente a la casa de la propietaria del can, se enfrentaron a la Policía, gritando «¡asesinos!» a los encargados de cumplir con la orden judicial: trasladar al perro y sacrificarlo sin dolor. Hubo heridos y desfallecimientos, y el hashtag #SalvemosaExcalibur se hizo trending topic mundial.
Consideremos las diferencias entre los anteriores ejemplos de agitación y la catástrofe valenciana. En los primeros no hubo pérdidas humanas; en el segundo ni siquiera conocemos las cifras, que en estos momentos supera oficialmente los doscientos fallecidos y que se teme sean muchas más. Cuando los primeros gobernaba la derecha —Aznar y Rajoy respectivamente— y cuando el segundo gobierna la izquierda. En los primeros, las campañas surgen de la izquierda y producen sus efectos según un patrón expansivo de la indignación que deja de responder a obediencias ideológicas; en el segundo sucede algo decisivo que, según creo, traslada la superioridad moral de una izquierda que grita a una derecha que hace.
En 2002, con el Prestige y el «No a la guerra», Zapatero, líder socialista tenido hasta entonces por moderado, se reveló un implacable agente de destrucción del adversario, un generador y canalizador de odio que remataría la faena vertiendo sobre el Gobierno la responsabilidad por los atentados de los trenes, el 11 de marzo de 2004, a tres días de las elecciones generales. Una anomalía en todo caso, pues los atentados terroristas de gran magnitud suelen unir a la gente en torno a su Gobierno. Por primera vez en la historia, una red se alzó en factor político decisivo. Me refiero, claro, a los «pásalo» por SMS. Muchos años después, Pablo Iglesias se atribuiría su organización.
¿Por qué se ha trasladado la superioridad moral de la izquierda a la derecha en una sola semana? Porque en cuanto los efectos de la gota fría se conocieron, numerosos voluntarios se autoorganizaron mientras el Estado colapsaba en un cruce de patrañas competenciales que, en efecto, no se había suscitado con el Prestige. Millares de jóvenes de derechas se movilizan como el rayo, compaginan la crítica a las autoridades, sin distinguir colores, con una espectacular logística y llevan ayuda real a una zona en condiciones infernales. La izquierda, impotente, retratada, vieja, desalmada y puesta en evidencia, los acusa de neonazis desde sus medios. Un intento patético de impedir mediante la calumnia que la gente recuerde lo que ha visto.