Por qué gana Trump a la tontuna ‘woke’
Antonio Naranjo (R) Donald Trump ha ganado por las mismas razones por las que pierde aquí Pedro Sánchez, aunque luego lo apañe negociando su cargo en el extranjero con un prófugo o en el fango con Otegi, Junqueras y los amigos de Maduro.
Simplemente, una mayoría de americanos pasa por alto los evidentes excesos del candidato republicano, demasiado acostumbrado a convertir en lema vital el célebre «agárrame el cubata», con los estragos que eso puede provocar en la economía y las relaciones diplomáticas, para fijarse en sus recetas concretas y simples a los escasos, pero relevantes asuntos que de verdad le importan.
Mientras el ‘progresismo’ mundial habla en esa modalidad vulgar del arameo que es el lenguaje woke, libra batallas contra enemigos secundarios o inexistentes, coloca a la cabeza de la agenda pública asuntos menores impuestos por la industria ideológica para hacer fortuna y absorber poder, deforma otros como el cambio climático, se niega a abordar problemas objetivos como la inmigración irregular, la confiscación fiscal o el empobrecimiento de las clases medias trabajadoras o apuesta por la victimización de todo el mundo con un catálogo de fobias masivas que solo una minoría residual padece o perpetra; Trump habla de cómo llegar mejor a final de mes, cómo defenderse de la delincuencia, cómo sostener una identidad nacional que ofrece un asidero frente al vértigo global y cómo, en definitiva, conservar un modelo de vida que el americano medio añora y tiene miedo de perder definitivamente.
No hay tanta distancia entre el elector americano y el europeo que, sistemáticamente, activa las mismas alarmas en todas las elecciones nacionales y europeas celebradas en los últimos años, con un efecto práctico en la política tradicional bien escaso: su respuesta al aviso consiste en alcanzar acuerdos continentales entre los mismos bloques supuestamente antagónicos que se enfrentan en el ámbito doméstico, al grito simplista de que todo lo demás es extremismo, una burda careta para conservar las cuotas de poder y presupuesto a repartir entre ellos desde la noche de los tiempos.
Quizá la respuesta de Trump a las preguntas que se hace el americano corriente, que son las mismas que se hace el europeo de andar por casa y también el español, sean demasiado simples como para poder resolver de un plumazo problemas necesariamente complejos.
Pero que se atreva a responderlas es ya una diferencia sustantiva frente a quienes habitan en ese mundo mitológico donde no existe inseguridad, no tiene efectos negativos la llamada ‘multiculturalidad’, no hay problemas laborales severos, no existe una galopante pérdida de poder adquisitivo y una incipiente presión fiscal y no se ha hecho insoportable el aleccionamiento de las mayorías con respecto a sus costumbres, educación y eso que comúnmente llamamos forma de vida y no es más que la preservación de la familia como eje conductor de la sociedad.
A Trump le votan, como a Meloni en Italia, a Milei en Argentina o a Bukele en El Salvador, porque no acusa ni descalifica al ciudadano, cargándole de todo tipo de pecados cuya penitencia ha de hacer en vida, pagando un precio insoportable y eterno que le encapsula en un infierno ideológico, económico e intervencionista en todo menos en aquello que de verdad le asusta. Porque le habla en su idioma, sin más.
Para ganar a Trump, basta con una sencilla receta: gestionar la realidad, en lugar de deformarla con un patético proyecto de ingeniería social que acaba provocando el rechazo inevitable de sus víctimas. Nadie vota a quien le explota, regaña, sanciona y finalmente abandona. Como en Valencia.