No ganó Trump, perdió Harris
Gabriel Albiac (R) – Elección tras elección, Europa exhibe su paternalismo ante las presidenciales norteamericanas. Aleccionando, reconviniendo, repartiendo certificados de acierto democrático o reproches de error despótico. Tratando siempre como menores de edad a esos extraños ciudadanos que poseen la más vieja Constitución libre del mundo. Y cuya sociedad ejerce la hegemonía militar, económica y política más estable de los dos últimos siglos. Ante ella, una Europa que, en esos mismos doscientos años, no ha vivido más que conmociones, seísmos, guerras exterminadoras, matanzas de diverso tipo y, al final, los dos más rudos genocidios —en Alemania y en Rusia— de la edad moderna, ni siquiera se siente ridícula al deplorar la falta de madurez de los ciudadanos que votan allende el Atlántico: aquellos mismos que, por cierto, fueron quienes salvaron al tan sabio viejo continente, primero del totalitarismo alemán, después del ruso.
¿Nos detenemos en serio, de vez en cuando, a imaginar lo que habrían sido nuestras vidas europeas sin la intervención estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial? Verdaderamente, hace mucho que perdimos todo sentido de la realidad. ¿De verdad puede alguien de este continente creerse en condiciones de dar a nadie lecciones de democracia?
Los maestros que fundaron, en el siglo diecisiete, la teoría política, buscaron asentarla sobre un principio de cautela, que permite diferenciarla de la simple expresión de una preferencia, cuando no de un capricho. A esa cautela dio forma canónica Baruch de Spinoza en su Tratado Político del año 1677: «no burlarse, deplorar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas». Proyectar preferencias sobre la materia analizada, puede servir para redactar divertidas sátiras o fantasiosas utopías. Ningún provecho traerá a quien busque entender cuál es lógica de lo que ha sucedido.
A lo largo de estos últimos tres meses, mi convicción de que Donald Trump iba a ganar las elecciones norteamericanas ha llevado, una y otra vez, a la misma sorpresa de mis interlocutores: ¿pero cómo puedes esperar la victoria de un personaje tan turbio? No, un analista —y eso trato de ser— no espera nada, ni de nada está a favor. Nadie reprochará a un oncólogo que su diagnosis sea desagradable. Reprochárselo a un analista político es síntoma de que algo no anda demasiado bien en la cabeza que se encrespa.
Tratemos de entender los datos. Y guardémonos nuestras preferencias para la hora del café con los amigos.
1) Los Estados Unidos han cargado, desde 1945, con los costes colosales de la defensa militar de Europa. Era inevitable: la URSS, tras apoderarse de Checoslovaquia, Polonia, Hungría, Bulgaria y casi media Alemania, era una tiranía imperialista en expansión, frente a cuyo poderío militar poco podía oponer el continente europeo. Sin el soporte estadounidense, las piezas del tablero hubieran ido cayendo en poder de Stalin inexorablemente. Los años de la Guerra Fría, que supusieron para las dos grandes potencia costes de defensa gigantescos, fueron vadeados, así, por los países de la futura Unión Europea sin apenas invertir un céntimo. La URSS se hundió, en muy buena parte, por el peso plúmbeo de ese gasto bélico en una sociedad esencialmente improductiva. Los Estados Unidos vieron esa inversión compensada por medio siglo de hegemonía mundial. Acabada la Guerra Fría, la sociedad norteamericana no entiende por qué misteriosa razón debería seguir pagando un esplendor europeo que no reposa sobre realidad productiva alguna. No, no es cierto que la reticencia a pagar la defensa europea sea una manía de Trump ni de la derecha norteamericana más irredentista. Es una reivindicación ampliamente mayoritaria. Y, en diversa medida, compartida por todos los sectores políticos. Pasadas cuatro décadas ya de la guerra fría, ninguna lógica parece tener que el gasto bélico de Europa siga recayendo fundamentalmente sobre los Estados Unidos.
2) Olvidamos, con excesiva facilidad, que los Estados Unidos son un inmenso subcontinente. En el cual coexisten diferencias geográficas y culturales tan profundas como las que puedan darse entre un habitante de Reikiavik y uno de Palermo. Desde Europa, nos es fácil inventar la homogeneidad anímica que sugieren la industria del cine californiana o la vanguardia cultural neoyorkina, o esos pequeños mundos fuera del mundo que son las fastuosas universidades de Harvard, Yale, Duke… Pero tal homogeneidad no existe, no podría existir, en un territorio de tan heterogéneas economías y poblaciones.
Harris, brillante producto de esa élite académica y cultural, es vista como una perfecta extraña por la enorme masa electoral de agricultores y trabajadores industriales. Sus modernísimos alegatos woke resultan ofensivos para una considerable mayoría de sus compatriotas. Pensar que el dato bruto de ser mujer y mujer no blanca iba a atraerle el voto de las mujeres y de las poblaciones de origen no anglosajón, es ignorar lo que hoy pesa de verdad en los norteamericanos que votan: el agobio de una estrechez económica cada vez más notable y la progresiva certeza de estar viéndose burlada por los juegos de esgrima de «batallas culturales» que en poco o nada benefician a sus intereses materiales. Y Harris ha sido rechazada tanto por el voto femenino como por el voto latino y negro.
Y no, no es que esa fracción mayoritaria haya votado con entusiasmo a favor de Trump. Ha votado con rabia contra la última representante de un poder político que se mostró incapaz de defender los muy vulgares intereses materiales de los más vulgares de sus conciudadanos. Las esgrimas de salón están bien para los tiempos de abundancia. En momentos críticos como estos de ahora, no hacía falta ser un mago de las encuestas para saber que, entre la población trabajadora, nadie —o casi nadie— iba a darle un voto de confianza a Kamala Harris.
¿Es de verdad tan difícil que nuestra angelical Europa entienda eso?