Los jesuitas: la expulsión
José Alberto Cepas Palanca.- El dos de febrero de 1528, Íñigo de Loyola llegó a Paris para matricularse a la avanzada de dad de 37 años en el Collège Sainte-Barbe. Deseaba obtener un título universitario. Nacido en 1491, Íñigo siguió el camino habitual del hijo menor de una familia de su clase social. Cuando tenía siete años, dejó el castillo familiar de Loyola para servir, primero como paje y luego como cortesano, en Arévalo, en la casa de Juan Velázquez de Cuéllar, el contador mayor de Castilla. Allí permaneció durante siete años. Y allí aprendió a bailar, cantar, batirse en duelo, leer, escribir en castellano y hasta meterse en peleas. Al morir Velázquez en 1517, Ignacio entró al servicio de Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra. Cuando las tropas francesas del rey Francisco I invadieron Navarra en 1521, y avanzaban hacia Pamplona, Ignacio se encontraba entre los defensores de la ciudad. En una batalla, una bala de cañón le destrozó la pierna derecha y le hirió la izquierda. Las heridas eran graves y, a pesar de las diversas dolorosas operaciones que le practicaron, lo dejaron cojo para el resto de su vida. Se recuperó en su hogar; la casa solariega de Loyola.
Una vez recuperado aceptablemente, dejó Loyola y se dirigió a Jerusalén. Íñigo o Ignacio de Loyola y nueve seguidores de su idea, entre ellos Francés de Jasso (conocido como Francisco Javier), presentaron al Papa Paulo III un documento al que denominaron “Formula vivendi”, que eran las normas y proyectos de vida creadas por ellos, con objeto de solicitar la creación de una nueva Congregación religiosa. Con la publicación de la bula el 27 de septiembre de 1540, nació oficialmente la “Compañía de Jesús”. Al año siguiente, el 19 de abril, los compañeros eligieron a Ignacio como su primer superior general, cargo en el que permanecería hasta su fallecimiento acaecida en 1556. La Compañía, con el tiempo, se extendió y está extendida por todo el mundo: toda Europa, Albania, Rusia, toda América, Armenia, Siria, Indonesia, Filipinas, Australia, Timor Oriental, las Molucas, Argelia, Sudán, Ruanda, Madagascar, Rodesia, el Congo, Egipto, Etiopía, Mozambique, Angola, Cabo Verde, India, Corea, China y Japón. Aunque apenas contaba 12 años de existencia desde su fundación, la Compañía se erigía ya como la más vibrante y provocadora de las órdenes religiosas nacidas en el seno de la Iglesia católica. Pronto se afianzaría como una primera potencia en las aulas, púlpitos, confesionarios, en los laboratorios y observatorios, en los salones y en las academias, y en los más encumbrados bastiones del poder político.
La expulsión de los jesuitas de España de 1767 fue ordenada por el rey Carlos III, bajo la acusación oficial de haber sido los instigadores de los motines populares del año anterior, conocidos con el nombre de “motín de Esquilache”. Seis años después, el monarca español consiguió que el papa Clemente XIV suprimiera la orden de los jesuitas. Fue restablecida en 1814 por Pío VII, pero los jesuitas serían expulsados de España dos veces más; en 1835, durante la Regencia de María Cristina de Borbón, y en 1932, bajo la Segunda República Española.
Antecedentes: Antijesuitismo en el siglo XVIII
La difusión del jansenismo fue una doctrina y un movimiento de una fuerte carga anti jesuítica. Fue defendida por Jansenio, cuyas teorías estaban basadas en una interpretación literal de los textos de Agustín. Sin embargo, se vio influida por el desarrollo histórico y las peripecias de sus defensores. Así, el “jansenismo español” se mostraba claramente diferenciado del francés del siglo XVII. La doctrina recibe el nombre del flamenco Cornelius Janssens, obispo de Ypres (1585-1638), quien vivió las discusiones teológicas de agustinos y jesuitas que tenían como origen el tema de la gracia y de la predestinación. Estas cuestiones no habían sido resueltas de modo satisfactorio por el Concilio de Trento. Los dominicos secundaban a los agustinos. Éstos defendían que Dios predestinaba a los hombres a la salvación por un decreto absoluto de su omnipotencia, por medio de la “gracia eficaz”. Los jesuitas mantenían una opinión contraria; daban mayor libertad al hombre en el tema de la salvación. Dios conoce al hombre, sabe si el hombre se salvará o se condenará. Esta polémica dio lugar al odio de escuelas, el “odius teologicus”. Jansenio se decantó por las ideas de los agustinos al afirmar que el estado original es el estado natural del hombre; un estado de gracia y amistad con Dios, inmortalidad e integridad (verdadera libertad). Adán, en ese estado, era verdaderamente libre y poseía la gracia (el auxilio de Dios) suficiente para evitar el pecado. Sin embargo, la “gracia eficaz” no solo es el auxilio para evitar el pecado, sino el auxilio de Dios para hacer el bien. Adán, en el paraíso tenía la gracia suficiente, pero no tenía la “gracia eficaz”, porque para Jansenio la “gracia eficaz” es siempre vencedora. El que posee la “gracia eficaz” no puede pecar. Después del pecado el hombre ha perdido la libertad. Jansenio afirmaba además que para salir de esa situación después del pecado no bastaba con la gracia suficiente, sino que era necesaria la “gracia eficaz”, es decir, el auxilio sin el cual el hombre no puede no pecar; con la “gracia eficaz” el hombre se dirige invenciblemente hacia el bien. Ahora bien, la libertad se mantiene porque la gracia despierta en el hombre la voluntad de hacer el bien. Quien no actúa movido por la “gracia eficaz”, peca infaliblemente.
La Ilustración a lo largo del siglo XVIII, dejó desfasados ciertos aspectos del ideario jesuítico, especialmente, según el historiador Antonio Domínguez Ortiz, “sus métodos educativos, y en general, su concepto de la autoridad y del Estado, una monarquía cada vez más laicizada y más absoluta que empezó a considerar a los jesuitas no como colaboradores útiles, sino como competidores molestos”. Además continuaron los conflictos con las órdenes religiosas tradicionales, como la inclusión en el Índice de Libros Prohibidos de la “Historia Pelagiana” del cardenal agustino Noris, gracias a la influencia que tenía la Compañía en la Inquisición, o como el rechazo que produjo la publicación de la obra “Fray Gerundio de Campazas” del padre Isla, en la que el jesuita satirizaba a los frailes. La llegada al trono del nuevo rey Carlos III, en 1759, supuso un duro golpe para el poder y la influencia de la Compañía, pues el nuevo monarca, a diferencia de sus dos antecesores, no era nada favorable a los jesuitas, influido por su madre, la reina Isabel de Farnesio, que “siempre les tuvo prevención”, y por el ambiente anti jesuítico que predominaba en la corte de Nápoles, de dónde provenía. Así que Carlos III rompiendo la tradición de los Borbones nombró como confesor real al fraile franciscano Joaquín de Eleta.
El “motín de Esquilache” de 1766
El llamado motín de Esquilache de 1766 se inició en Madrid y el desencadenante fue un decreto impulsado por el secretario de Hacienda, el “extranjero” marqués de Esquilache (Leopoldo de Gregorio era italiano), que pretendía reducir la criminalidad y que formaba parte de un conjunto de actuaciones de renovación urbana de la capital —limpieza de calles, alumbrado público nocturno, alcantarillado—. En concreto, la norma objeto de la protesta exigía el abandono de las capas largas y los sombreros de grandes alas (chambergo), ya que estas prendas ocultaban rostros, armas y productos de contrabando, imponiéndose el tricornio a la francesa.
El trasfondo del motín era una crisis de subsistencias a consecuencia de un alza muy pronunciada del precio del pan, motivada no solo por una serie de malas cosechas sino por la aplicación de un decreto de 1765 que liberalizaba el mercado de grano y eliminaba los precios máximos —los precios tasados—. Durante el motín, la casa de Esquilache fue asaltada —al grito de “¡Viva el rey, muera Esquilache!”— y a continuación la multitud se dirigió hacia el Palacio Real donde la Guardia Real tuvo que intervenir para restablecer el orden —hubo muchos heridos y cuarenta muertos—.
Finalmente Carlos III apaciguó la revuelta prometiendo la anulación del decreto, la destitución de Esquilache y el abaratamiento del precio del pan. Sin embargo, el motín se extendió a otras ciudades y alcanzó gran virulencia en Zaragoza. En algunos lugares, como Elche o Crevillente, los motines de subsistencias se convirtieron en revueltas antiseñoriales. En Guipúzcoa, la revuelta fue llamada “machinada” (en vasco, revuelta de campesinos). Todas estos motines fueron muy duramente reprimidos y el orden restablecido. Los nobles y eclesiásticos, en especial los jesuitas, afectados por las reformas, habían hecho causa común con el pueblo llano. Pero el pueblo no reconoció la buena administración de Esquilache en las reformas de la villa de Madrid, que incluyeron saneamiento y alumbrado, además de mejoras notables en el trazado urbano que han perdurado y permitieron que a Carlos III se le llamase, con el transcurrir del tiempo, “el mejor Alcalde de Madrid”.
También estableció por vez primera la administración de rentas y aduanas en América, más concretamente en la Luisiana y Cuba, así como servicios permanentes de intendencia para las tropas allí desplazadas.
El proceso que conduce a la expulsión
El fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, furibundo antijesuita, aprobado y ayudado por una sala reducidísima y previamente seleccionada de consejeros, el 29 de enero de 1767 fue encargado de abrir una “Pesquisa Reservada” para averiguar quién o quiénes habían sido los instigadores de los motines fundamentalmente entre gran parte de los obispos españoles: No hubo filtraciones sobre su contenido, ni de la ratificación real de dicho decreto el 20 de febrero siguiente. Es curioso que no se filtrase ni un solo rumor de las altas jerarquías al pueblo. Tampoco trascendió el contenido de un pliego cerrado (impreso en la Imprenta Real, perfectamente incomunicada, ya que las autoridades pusieron centinelas armados donde se imprimía) que el conde de Aranda (Pedro Pablo Abarca de Bolea) remitió a los jueces ordinarios y tribunales superiores de todas las poblaciones en las que había establecimientos jesuitas (más de 120), en el que se hallaban las instrucciones reservadas para la expulsión, y que no podía ser abierto hasta la misma noche del primero de abril.
El secreto estaba motivado por la intención de paralizar cualquier maniobra de protesta por parte de los numerosos simpatizantes de la Compañía, sobre todo, dentro del estamento nobiliario y de las clases populares. También se quería evitar que los jesuitas pudiesen huir, enajenar sus bienes, deshacerse de sus archivos y de sus papeles comprometedores, puesto que las órdenes reales incluían la confiscación de los bienes, lo que se conoce como las “temporalidades” de la Compañía. Campomanes, en seguida dirigió su atención hacia los jesuitas a partir de la evidencia de la participación de algunos de ellos en la revuelta. Movilizó por el país una red de espías a sueldo. Así fue como reuniendo material procedente de diversas provincias, obtenido, según Domínguez Ortiz, mediante “la violación del correo, informes de autoridades, delaciones, confidencias de soplones recogidas con gran misterio, en las que se señalaban amistades o concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas, hablillas y chismes”. Con la documentación acumulada —según Domínguez Ortiz, “de tan sospechoso origen y tan escasa fuerza probatoria, que a lo sumo podía acusar a individuos aislados”— Campomanes elaboró su “Dictamen” que presentó ante el Consejo de Castilla en enero de 1767 y en el que acusó a los jesuitas de ser los responsables de los motines con los que pretendían cambiar la forma de gobierno.
En sus argumentos inculpatorios, continúa Domínguez Ortiz, recurrió también a “todo el arsenal anti jesuítico elaborado en dos siglos”, como “la doctrina del tiranicidio, su relajada moral, su afán de poder y riquezas, su manejos en América (en referencia a las misiones jesuíticas guaraníes) y las querellas doctrinales”. Incluso se afirmó que se quería atentar contra la vida del rey (la doctrina del tiranicidio). Se aseveró que los jesuitas habían preparado el ambiente, escribiendo sátiras contra el gobierno. Se decía que uno de los motivos era la pérdida del confesionario real y se indicaba que ridiculizaban al rey, al señalar que estaba amancebado con la mujer de Esquilache. En 1771 aparece una nueva polémica que avivó aún más el enfrentamiento en el seno de la jerarquía eclesiástica española: el caso del catecismo de François Mesenguy. Este catecismo fue publicado en Francia con gran éxito. Era de corte claramente jansenista; negaba la infalibilidad del Papa y pretendía el poder de un Concilio para contrarrestar esa falibilidad. Era por tanto marcadamente antijesuita. Clemente XIII lo condenó y envió un breve a España con la condena. Carlos III, en principio, pensó obedecer al Papa, pero el nuncio en España, junto al inquisidor general, Quintano Bonifaz, se adelantó y publicó el breve sin la aprobación real.
El rey entró en cólera y aprovechó la ocasión para imponer el “exequatur” (conjunto de reglas conforme a las cuales el ordenamiento jurídico de un Estado verifica si una sentencia judicial emanada de un tribunal de otro Estado reúne o no los requisitos que permiten reconocimiento u homologación). Se enfrentó a Roma y expulsó al inquisidor de la Corte. Estas medidas regalistas (el regalismo es el conjunto de teorías y prácticas sustentadoras del derecho privativo de los reyes de Europa Occidental medieval sobre determinados derechos y prerrogativas exclusivas de los reyes, inherentes a la soberanía del Estado, especialmente de las que chocaban con los derechos del Papa como supremo soberano de los reinos católicos, pero con gran influjo jansenista, y en las que habían sido prohibidos los autores jesuitas o de su escuela) significaron un duro golpe para los jesuitas y el clero ultramontano (término utilizado para referirse al integrismo católico, es decir, aquellas personas o grupos que sostienen posiciones tradicionalistas dentro del catolicismo romano).
Por si fuera poco, otra cuestión va a agravar la situación ganando partidarios para el antijesuitismo. Fue el asunto del proceso de beatificación de Juan Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles, en México (1756). Palafox se había caracterizado por sus simpatías hacia los jansenistas y su repulsa por la Compañía de Jesús. En Italia luchaban los jansenistas por su beatificación, oponiéndose con contundencia los jesuitas. En España no se hablaba del tema. Los intelectuales jansenistas italianos escribieron a España para recabar apoyo para su propósito, especialmente en círculos cercanos al gobierno. Con la llegada de Carlos III al trono y la subida al poder de los manteístas (nombre que en España, durante el Antiguo Régimen, recibían los estudiantes pobres que vestían ropas talares en las universidades) y sobre todo, Manuel de Roda y Arrieta (ministro de Gracia y Justicia de Carlos III), la situación iba a cambiar totalmente.
El confesor Real era el padre Eleta (que era de Osma, como Palafox). Roda comentó al confesor que los italianos iban a beatificar a un obispo nacido en Osma. Eleta se convirtió en el máximo defensor de la beatificación de Palafox, ganándose la enemistad de los jesuitas. Los ánimos se enconaron de nuevo. Es cierto que la beatificación no se llevó a cabo, pero levantó tal polvareda que algún autor ha visto en esta polémica una causa de la expulsión (Blanco-White – escritor, teólogo y periodista – dice que Eleta se hizo antijesuita sólo por la cuestión de Palafox, y se lo transmitió a Carlos III). El ambiente siguió siendo intranquilo por otra polémica: la que giró en torno al culto del Corazón de Jesús. Éste nació a finales del siglo XVII en Francia y que había sido promocionado por San Juan Eudes y por Santa Margarita. Se difundió con gran rapidez a comienzos del XVIII. Se fundaron congregaciones con el nombre de Hermanos del Sagrado Corazón de Jesús. En España, los jesuitas introdujeron la devoción, y el padre Hoyos se encargó de propagar el culto por el país. Felipe V influido por el confesor jesuita se hizo muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús; incluso solicitó un oficio en su favor. Roma no veía este culto con malos ojos, pero no quería oficializarlo.
Por ello paralizó los trámites. Aunque no concedió la misa, en España siguió extendiéndose el culto. Pronto aparecieron también sus detractores: los obispos de corte rigorista y filo jansenista no lo consideraban serio y lo veían propio del fanatismo religioso y supersticioso que alejaba a los cristianos de la religión interiorizada. Hacia 1765 los partidarios del Sagrado Corazón, sabiendo del pro jesuitismo de Clemente XIII, volvieron a escribirle para solicitar la gracia de la misa de oficio que había demandado Felipe V. Pero el gobierno español había cambiado con respecto a los tiempos de ese monarca. El gobierno informó a la Santa Sede que el único que podía solicitar tal acción era el rey Carlos III y que no hiciese caso a los obispos. El asunto se paralizó. Pero todavía la oposición entre clero jesuita y clero antijesuita se va a acentuar más a partir de 1758 por la aparición, ya anteriormente comentada, de la obra “Fray Gerundio de Campazas”, escrito por el jesuita padre Isla. La aparición del libro incrementó la discordia. Isla era un hombre de gran brillantez, ingenioso, dicharachero y con gracejo singular. Ingresó en la orden, a los 15 años. Se le despertó una vocación literaria que se manifestó en el género de la polémica literaria. Utilizó el género epistolar, que es el que más se adaptaba a su voracidad crítica. La Compañía no le encargó la labor pastoral sino que le permitió escribir. Se sumó a los ya grandes problemas jesuíticos.
Misiones guaraníes
Como remate a las ya graves dificultades de la Compañía de Jesús, se añadió el motivado por la misiones en América del Sur. Las misiones más trascendentales y llamativas de los jesuitas en Sudamérica fueron las célebres “reducciones” guaraníes (la célebre película “La Misión” de Roland Joffé relata los hechos reales), que dieron origen al mito del Estado o República jesuita, que a la postre acabó resultando nefasto para el futuro de la Compañía. Aunque los jesuitas fundaron misiones en México, California, Ecuador y cerca del lago Titicaca, los establecimientos más conocidos fueron los guaraníes, que se localizaron en una zona extensísima (la del Paraná) situada entre Paraguay, Bolivia, Uruguay, Brasil y Argentina. Era una región cuyas características permitían las fundaciones. Los indios eran sedentarios, su principal actividad era la agricultura, y podían ser reducidos a encomiendas o esclavizados por los “bandeirantes”, bandas de mestizos brasileños y portugueses de Sao Paulo, armados, que se dedicaban a capturar esclavos.
La Compañía se instaló en esta zona hacia 1550-1551, siendo el padre Manuel de Lobrega quien inició la evangelización. Carlos V fue reticente a conceder permiso a los jesuitas para ir a América. Felipe II también fue remiso. Pero en 1565 aparecieron las primeras reducciones de carácter oficial. En 1609 se fundó la primera misión al norte de Iguazú, y en 1615 existían ya ocho reducciones o poblaciones para indígenas y misioneros con hinterland propio lo que les servía para proveerse de bienes de subsistencia, para poder preservar a los indios de la explotación de españoles o portugueses y para poder adoctrinarlos católicamente, manteniendo a los indios alejados de la sociedad colonial y las corrupciones que ésta entrañaba (también evitaban así problemas con los encomenderos).
En 1611 se publicó la real orden de protección de las reducciones. Cada reducción contaba con una iglesia y cabildo propio con total autonomía para gobernarse siempre que existiera allí un representante del rey. Se prohibía el acceso a las reducciones a españoles, mestizos y negros, y se garantizaba a los indios que nunca caerían en manos de encomenderos. Sin embargo, pese a estas reales órdenes, no estuvieron libres de las incursiones portuguesas. Entre 1628-1631 los indios capturados por los “bandeirantes” superaron los 60.000. No se debe dejar de tener presente que el miedo a la esclavitud fue una de las claves del éxito de las reducciones (más que el carácter persuasivo de los jesuitas). Ante esta situación, los miembros de la Compañía organizaron estas reducciones con pertrechos claramente defensivos (planta cuadrada rodeada de empalizadas y fosos, con milicias armadas de indios adiestrados y cuerpos de caballería para la defensa, con plaza en el centro y la iglesia, de la que partían todas las calles). La organización misionera no sólo se limitaba a tareas doctrinales, sino que organizaba la vida económica y política fundada en la sólida preparación de los jesuitas que iban allí, que poseían conocimientos prácticos en arquitectura, medicina, ingeniería, artesanía.
Los jesuitas respetaban la organización familiar de los indígenas. Su lucha se centró principalmente contra la poligamia. Incluso a la hora de organizar las fiestas de los matrimonios, se respetaba el ceremonial tradicional indígena, practicándose posteriormente el ceremonial católico. Tras el matrimonio se les dotaba a los cónyuges de casa y tierra. Los jesuitas respetaban a los caciques dándole acceso al cabildo de la reducción, que era la institución de gobierno con sus alcaldes mayores, oidores, etc. Este consejo se elegía por votación entre los recomendados por los salientes. Uno de los miembros del cabildo era jesuita. También había un corregidor, nombrado por el Consejo de Indias. Existía un director espiritual jesuita y un director ecónomo de la reducción, con una legislación a todos los niveles. La relación entre las reducciones era semejante a la de una confederación.
En lo que se refiere a la forma tributaria de distribución de la tierra, ésta se dividía en tierra de Dios, comunal del pueblo y las parcelas individuales de los indígenas. La tierra de Dios la conformaban las mejores tierras, tanto agrícolas como ganaderas, y era trabajada por turnos, por todos los indios. Los beneficios de esta tierra de Dios se dedicaban a la construcción y al mantenimiento del templo, el hospital y la escuela. Los beneficios de la propiedad comunal también se destinaban para pagar a la Real Hacienda y los excedentes servían para fomentar la propia economía. Las parcelas individuales proporcionaban a los indios su sustento familiar, y si conseguían excedentes, éstos pasaban al silo común para ser consumidos en momentos de necesidad o vendidos en situaciones de bonanza. Para evitar el absentismo, los jesuitas propusieron un horario de trabajo rígido, de seis horas laborables diarias, que era ciertamente cómodo si lo contrastamos con las doce horas que tenían que trabajar los indios en las encomiendas. Pese a la diferencia de horas, hemos de hacer constar que los rendimientos eran mucho más elevados en las reducciones que en las encomiendas. Se recogían hasta cuatro cosechas de maíz; también cultivaban algodón, caña de azúcar, la hierba mate (que en el siglo XVIII cultivaban los jesuitas, y se llegó a convertir desde principios de este siglo en el primer producto exportable hacia el resto de las áreas coloniales). También desarrollaron la ganadería, permitiendo a su vez la realización de trabajos artesanales (sobre todo, el cuero y su exportación). Todos estos factores favorables impulsaron el comercio de las reducciones a través de las grandes vías fluviales. Como hecho significativo, cabe destacar que dentro de las reducciones no existía la moneda, sino que se practicaba el trueque.
En el comercio exterior sí se utilizaba moneda, que se atesoraba para comprar los artículos que no se producían en la misión. Con su gran desarrollo, las reducciones guaraníes se transformaron en fuertes competidoras de las ciudades cercanas (como Asunción o Buenos Aires). En éstas, comenzó el malestar y el mito de las grandes riquezas atesoradas en las misiones. Llamaba la atención que comprasen artículos de oro y plata para magnificar el culto. Es posible que no sea del todo equivocado este mito, porque existían conexiones entre las reducciones y los colegios jesuitas de toda América, y se sabe que los bienes de los colegios, seminarios y las tierras que los sustentaban, pudieron ser comprados gracias al dinero de las reducciones. También se decía de los padres de la Compañía mantenían circuitos de capitales y actuaban de depósito de muchos seglares. La situación estratégica de las reducciones, entre las posesiones de españoles y portugueses, se convirtió en tema peligroso y una de las causas de su ruina, porque las milicias de las reducciones eran un obstáculo serio para el avance portugués hacia el sur. Durante el reinado de Felipe V, la monarquía apoyó a los jesuitas por estas razones. Pero lentamente los constantes choques de España contra Portugal y la necesidad de concretar los límites entre ambos países vieron en las reducciones un gran obstáculo. Los jesuitas esgrimieron su obediencia al Papa, resistiéndose a aceptar los acuerdos entre Lisboa y Madrid.
En 1767 había 30 reducciones con una población de 110.000 nativos. Aunque los dos o tres jesuitas que habitaban en ella tenían la última palabra, la autoridad inmediata del gobierno pertenecía a un consejo de los nativos, que ostentaba el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Las “reducciones” no eran pequeños asentamientos puesto que cada “reducción” tenía molinos de harina, panaderías, mataderos, y otras instalaciones semejantes, con abundante suministro de agua y un buen sistema de alcantarillado. La iglesia, la construcción más importante en cualquier “reducción”, era el lugar donde se celebraban las liturgias, perfectamente preparadas. A mediados del XVIII (máximo esplendor), el desarrollo urbano de las “reducciones” igualaba o superaba en mucho al de las ciudades cercanas con la excepción de Buenos Aires y Córdoba. La pena más dura era de diez años de cárcel. La pena de muerte no existía, algo insólito en aquella época. Como las “reducciones” funcionan de hecho con independencia de los gobernadores e incluso de la jerarquía, estas autoridades las miraban con recelo, envidiando su prosperidad, por lo que trataban de arrebatar su control a los jesuitas.
Cuando se propagó el rumor infundado de que estos explotaban en secreto minas de oro y fábricas de pólvora, aumentaron las presiones para que se adoptasen medidas. Los colonos españoles, además, se sentían agraviados por la competencia económica de la venta de los productos de las “reducciones· que funcionaba más eficazmente que la de ellos, y se quejaban de que los indígenas pagaban menos impuestos. La crisis estalló en 1750. Ese año, Madrid y Portugal firmaron el célebre Tratado de Límites de Madrid, impulsado por el ministro José de Carvajal, (presidente del Consejo de Indias) en el que se estableció que Portugal devolviera a España la provincia de Sacramento a cambio del territorio cercano al río Paraguay, donde había siete reducciones con más de 30.000 indios que tenían que abandonar sus hogares y trasladarse a territorio español. Los jesuitas denunciaron la injusticia de las medidas, la violación de los derechos de los indios y la práctica imposibilidad de un traslado tan masivo de personas a través de selvas y terrenos escabrosos sin grave peligro para sus vidas. Sus protestas no fueron atendidas. Los jesuitas se negaron a abandonar las reducciones iniciándose la guerra guaraní entre las tropas hispano-portuguesas y los indios, capitaneados por algunos jesuitas. La guerra no finalizó hasta 1756. Tras ella, las reducciones nunca volverían a recuperarse.
Los motivos y causas
Gracias sobre todo al descubrimiento del documento del “Dictamen” del fiscal Campomanes, en el que queda claro que no se trató de un problema religioso, hoy están completamente descartadas tanto la tesis liberal de que la medida fue tomada para permitir el triunfo de “las luces” sobre el “fanatismo” representado por los jesuitas, como la tesis conservadora elaborada por Menéndez Pelayo de que la expulsión era el fruto de la “conspiración de jansenistas, filósofos (portavoces de ideales ilustrados), parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de Jesús”. Las razones expuestas en el documento de Carlos III son múltiples: la tendencia del gobierno por hacer recaer en los jesuitas la responsabilidad del motín de Esquilache, el acoso internacional, con los ejemplos de Portugal y Francia (de donde también fueron expulsados), la discrepancia entre el absolutismo político de Carlos III por derecho divino y el populismo atribuido a los padres de la Compañía o los intereses económicos (los que apoyaron la tesis de Campomanes en el “Tratado de la Regalía de Amortización”), sociales (enfrentamiento entre colegiales y manteístas) y políticas (intento de identificar a los jesuitas con los opositores al gobierno de Carlos III, y aun las discrepancias entre las órdenes religiosas y de los obispos con los padres de la Compañía) contribuyen a comprender la dramática decisión del monarca, afirman los periodistas Antonio Mestre y Pablo Pérez García. Estos historiadores, además relacionan la expulsión con la política regalista llevada a cabo por Carlos III, aprovechando los nuevos poderes que había otorgado a la Corona en los temas eclesiásticos el Concordato de 1753, firmado durante el reinado de Fernando VI, y que constituiría la medida más radical de esa política, dirigida precisamente contra la orden religiosa más vinculada al Papa debido a su “cuarto voto”, de obediencia absoluta al mismo. Así la expulsión “constituye un acto de fuerza” y el símbolo del intento de control de la Iglesia española.
En ese intento, resulta evidente que los principales destinatarios del mensaje eran los regulares. La exención de los religiosos era una constante preocupación del gobierno y procuró evitar la dependencia directa de Roma. Por eso, dado que no pudo eliminar la exención, procuró colocar a españoles al frente de las principales órdenes religiosas que como dijo el conde de Floridablanca en su Instrucción reservada, había que evitar que “se elijan a los que no son gratos al soberano y si, en cambio, a los agradecidos y afectos”. Así el padre Francisco Vázquez, exaltado anti jesuita, fue puesto al frente de los agustinos, mientras Juan Tomás de Boxadors (1757-1777) y Baltasar Quiñones (1777- 1798) fueron los generales de la orden dominicana. Por lo demás, intentaron conseguir de Roma un Vicario General jesuita para los territorios españoles, cuando el general era extranjero. La inspiración de estas medidas se debía a la doctrina política denominada “regalismo”. La expulsión de una orden obediente al papa como la jesuita era económicamente apetecible, porque reforzaba el poder del monarca y porque, tras la expulsión de una orden religiosa, venía luego la correspondiente desamortización de sus bienes, que el Estado, podía administrar como creyera oportuno.
La expulsión
El presidente del Consejo de Castilla, el conde Aranda, formó un Consejo extraordinario que emitió una consulta en la que consideraba probada la acusación y proponía la expulsión de los jesuitas de España y sus Indias. Carlos III para tener mayor seguridad convocó un consejo o junta especial presidida por el duque de Alba e integrada por los cuatro Secretarios de Estado y del Despacho – Grimaldi, Juan Gregorio de Muniain, Múzquiz y Roda – que ratificó lo propuesta de expulsión y recomendó al rey no dar explicaciones sobre los motivos de la misma. Tras la aprobación de Carlos III, a lo largo del mes de marzo de 1767, el conde Aranda dispuso con el máximo secreto todos los preparativos para proceder a la expulsión de la Compañía. Tras la expulsión, el rey pidió la aprobación de las autoridades eclesiásticas en una carta que se envió a los 56 obispos españoles, de los que en su respuesta sólo seis se atrevieron a desaprobar la decisión y cinco no contestaron. El resto, la gran mayoría, aprobó con más o menos entusiasmo el decreto de expulsión. “Dicen los jesuitas que no son mis vasallos sino de su general y del Papa, pues allá se los mando”, sentenció Carlos III con cierta sorna. Y es que la principal reacción a la Ilustración vino de la Iglesia. Un erudito jerónimo, fray Fernando de Cevallos, definió en “La falsa filosofía o el ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado contra los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas” (1774-76) las líneas del conservadurismo radical que triunfaría a comienzos del siglo XIX.
La Compañía de Jesús fue expulsada de España a principios de abril de 1767, entre la noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril. Fue una operación tan secreta, rápida y eficaz como la del extrañamiento de los moriscos en 1609, o incluso más. La práctica totalidad de los historiadores están de acuerdo en afirmar el carácter sorpresivo y drástico de la expulsión. Pese a que corrían malos tiempos para la Compañía (recordemos que los jesuitas fueron acusados de instigar la oleada de motines del año anterior, el motín de Esquilache), nadie en su seno podía imaginar que iba a producirse tamaño acontecimiento. Los jesuitas eran conscientes del acoso que venían sufriendo, pero no tuvieron noticia alguna de la medida que Carlos III se disponía a tomar hasta el momento mismo de su aplicación. El 2 de abril de 1767, las 146 casas de los jesuitas fueron cercadas al amanecer por los soldados del rey y allí se les comunicó la orden de expulsión contenida en la Pragmática Sanción de 1767 que se justificaba: “Por gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia de mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo, usando la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto a mi Corona”. Pese a la imprecisión, el decreto parece acusar a los jesuitas de perturbar el orden público, de manera que aparecen condenados como enemigos políticos. El primer artículo de la Pragmática refuerza esta idea cuando el monarca tranquiliza al resto de órdenes religiosas, y en las que pone su confianza, y muestra su satisfacción y aprecio por su fidelidad, su doctrina, su observancia de las reglas y, sobre todo, por su abstracción de los negocios de gobierno.
Por el contrario, el edicto dejó bien claro cuál iba a ser el destino de los expulsos, y qué iba a ocurrir con sus bienes y temporalidades. En lo que respecta al patrimonio, apuntaba que todos los bienes pasarían a manos del Estado para ser dedicados a obras pías (dotación de parroquias pobres, fundación de seminarios conciliares, creación de casas de misericordia), de acuerdo con el parecer de los respectivos obispos. Por otra parte, en cuanto a los jesuitas, el articulado era en general bastante severo. Pese a ello, contenía algunas concesiones de orden humanitario, algo que no había ocurrido en Portugal o Francia. Entre ellas destaca el hecho de que una parte de las “temporalidades” confiscadas sería dedicada a componer pensiones individuales que los expulsos recibirían de modo vitalicio para su manutención. Esta porción sería de 100 pesos anuales para los sacerdotes y, de 90, para los coadjutores.
El gobierno decidió no pasar estipendio alguno ni a los novicios, ni a los estudiantes, con la intención de que decidiesen dejar la Compañía y abjurar de su jesuitismo, de modo que pudiesen permanecer en España. En el exilio no percibirían un solo peso hasta que se ordenasen sacerdotes. Las pensiones habrían de ser entregadas en dos pagas semestrales, por medio del Banco del Giro (banco público creado por la República de Venecia en 1524, existiendo hasta 1806, fecha en que dicha República desapareció), a través del embajador español en Roma. El resto del articulado hacía referencia explícita a la cuestión que más inquietaba a la Monarquía, una vez expulsada la Compañía: el deseo de borrar su memoria. Y para conseguir tal pretensión, acallar la voz de los simpatizantes y eliminar todo tipo de objeción pública al decreto, Carlos III fijó duros castigos que serían aplicables a cuantos mantuviesen correspondencia con los jesuitas, y a todos los que hablasen o escribiesen públicamente contra la decisión real o sobre la Compañía (a favor o en contra). Volviendo a la cuestión de las instrucciones de los comisionados, éstas preveían con detalle todas las medidas que habían de adoptar para acometer con éxito el desalojo. Y según dichas directrices pasaron a la acción.
Tras conocer la misión que tenían que llevar a cabo, los comisarios se dirigieron hacia los diferentes establecimientos jesuitas. Una vez allí, irrumpieron en sus dependencias y ordenaron a los superiores que convocasen a todos los moradores de las casas en las salas capitulares. Después, ordenaron a los notarios que diesen lectura del decreto de expulsión. Tras dicho acto, tomaron las medidas oportunas para conseguir controlar las casas. Acto seguido, comprobaron los nombres de los concurrentes, para comprobar si había algún jesuita ausente. Luego, procedieron a requisar los caudales y a inventariar los diferentes bienes. A continuación, dispusieron los medios necesarios para el traslado de los jesuitas a las distintas “cajas” o puertos de embarque, y antes de que hubiesen transcurrido 24 horas desde el momento de la presentación del decreto, las diferentes comitivas partieron. Los jesuitas de la provincia de Castilla fueron a Santiago de Compostela; los de Aragón a Salou; los de Toledo a Cartagena, y por último los de Andalucía fueron dirigidos hasta el Puerto de Santa María. La tropa los acompañó durante el trayecto. En las ciudades por las que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total. Únicamente quedaron en España los procuradores de las diferentes casas de la Compañía, a fin de finalizar los inventarios ante los agentes del fisco. Una vez acabada esta labor, partieron inmediatamente al exilio.
Al no ser suficientes los barcos españoles para trasladar a los expulsos, el gobierno se vio obligado a contratar naves extranjeras. Todos los barcos fueron acondicionados para el viaje, habilitándose en ellos lugares para dormir y hornillos para preparar las comidas. A pesar de que los historiadores han trazado paralelismos más o menos trágicos entre las expulsiones de los moriscos y de los jesuitas, hay diferencias considerables entre ambas. La de los jesuitas no fue un hecho celebrado indiscriminadamente por todos los españoles. Un amplio sector del pueblo (las capas más bajas) lamentó el suceso, porque eran conscientes de que no había motivos religiosos para llevar a cabo la expulsión.
Además, Carlos III trató con bastante respeto a sus enemigos políticos; les dio pensiones vitalicias, aunque la inflación las hiciera poco valiosas. Asimismo, permitió a los jesuitas llevarse sus efectos personales y el dinero que tuvieran (aunque la premura con que se efectuó la operación hizo que los jesuitas casi no pudiesen coger siquiera lo imprescindible). No les permitió, en cambio, llevar libros. Pese a que se vivieron escenas no exentas de dramatismo, durante el trayecto terrestre los jesuitas no sufrieron ni se perpetraron actos violentos contra ellos. Los profesos salieron desde el primer momento, por solidaridad. Partieron incluso jesuitas muy ancianos, de salud muy quebrantada (como el padre Isla o el padre Idiáquez). También marcharon profesos muy próximos a la nobleza, como los hermanos Pignatelli. No obstante, la cohesión del grupo fue perdiéndose progresivamente durante la estancia en Córcega, sobre todo ante unas condiciones que se asemejaban a las de un campo de concentración. Carlos III actuó en un plan de plena legalidad, tirando de la regalía de derecho, ante la inexorable amenaza jesuita sobre las tierras españolas. El rey actuó sin contar con el permiso de Clemente XIII. Sí tuvo la delicadeza de avisar al pontífice de la decisión tomada, inmediatamente después de ejecutarla.
El monarca se cuidó mucho de indicarle que los exiliaba a los Estados Pontificios. Tampoco lo sabían los jesuitas. Clemente XIII respondió diplomáticamente, y fue muy poco piadoso ante quienes habían sido durante siglos sus más acérrimos defensores (recordemos el “cuarto voto” de obediencia al Papa). Ahora bien, cuando el Papa supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios contestó con dureza a Carlos III mediante una bula, diciendo que no los iba a recibir en sus territorios. Cuando los expulsos llegaron a Civitavecchia, esperando ser recibidos con los brazos abiertos, vieron cómo eran recibidos por los cañones del Papa, negándoles la entrada. El Papa arguyó argumentos razonables, pero de corte materialista: los Estados Pontificios atravesaban momentos de aguda carestía, y no podían soportar la presencia de los jesuitas. Temía alteraciones de orden público. El Papa también estaba harto de los jesuitas portugueses y franceses que malvivían a expensas del erario pontificio. A pesar de que esta negativa trastornó seriamente a la diplomacia española, ésta actuó raudamente para encontrar un lugar donde dejarlos. Jerónimo Grimaldi, ministro de Estado de Carlos III, planteó dejarlos por la fuerza en los Estados Pontificios, pero el rey se negó.
Entonces, se planteó la posibilidad de descargar a los jesuitas en la isla de Elba. Pero apareció la opción de dejarlos en la isla de Córcega. Pero en ella había un ambiente de gran tensión. Córcega pertenecía a la soberanía de la República de Génova, y se había levantado por la independencia, encabezada por el rebelde Pascual Paoli (1725-1807), que respondía a las características del despotismo ilustrado. Francia apoyaba a Génova, que no tenía fuerzas suficientes para hacer frente al levantamiento. En todas las ciudades porteñas de Córcega había una guarnición francesa. Por lo tanto, la situación era una especie de polvorín, pues el interior de la isla ya estaba dominado por los rebeldes. La diplomacia española tenía que pactar con Francia, con Génova o con Paoli si Génova se negaba a admitirlos (lo que enfrentaría a los españoles con el rey francés). Entre los jesuitas comenzó a extenderse la desesperación tras el fracaso del desembarco en Civitavecchia. Además, los patronos de los barcos sólo habían sido contratados para el viaje al citado puerto, y tenían compromisos comerciales posteriores. Muchos jesuitas pasaron a otros barcos, en los que se hacinaron aún más. Marcharon finalmente hacia Córcega. Llegaron a Bastia, donde las tropas francesas les impidieron el desembarco. Los barcos estuvieron rodeando la costa corsa durante varios meses, afrontando el calor del verano y las frecuentes tormentas. Una vez llegaron a buen puerto las negociaciones, los jesuitas pudieron desembarcar en los distintos “presidios” de Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767. Allí pasaron poco más de un año, en unas condiciones lamentables.
Entre octubre y noviembre de 1768 fueron expulsados por los franceses, siendo llevados de nuevo hacia Italia. Aunque la situación era dramática, renovaron sus esperanzas ante la posibilidad de recalar finalmente en Roma. Sin embargo, las conversaciones entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el Papa accedió a que desembarcaran en Italia. Allí, los jesuitas se desperdigaron por poblaciones como, Ravena, Forli, Ferrara y Bolonia (los que vinieron de América). En estas legaciones vivieron hasta 1773-1774. No obstante, aún les quedaba por vivir un último y atroz varapalo. A la muerte de Clemente XIII le sucedió en el solio pontificio Clemente XIV, un declarado antijesuita. El nuevo pontífice firmó la extinción canónica de la Compañía de Jesús. Los jesuitas españoles, sobre todo los más cultos, al dejar de existir la Compañía, se trasladaron a Roma y en la Ciudad Eterna encontraron trabajo como empleados de los obispos o como preceptores de los hijos de los miembros de la nobleza. Su aportación a la cultura italiana fue muy importante y los italianos se beneficiaron de sus altísimos conocimientos. Fueron expulsados de España 2.641 jesuitas y de las Indias 2.630. Allí vivieron de la exigua pensión que les asignó Carlos III con el dinero obtenido de la venta de alguno de sus bienes.
Las consecuencias
No obstante, el ruido que causó la expulsión fue ensordecedor. No sólo estaba en juego el número de jesuitas, sino que se trataba del tema de la seguridad del Estado, el progreso de las reformas y el tema de la educación en España. En el campo de la espiritualidad, la expulsión supuso el fin de la influencia poderosa de los jesuitas sobre las conciencias (sobre la familia real, sobre la nobleza -las clases acomodadas se favorecían de la facilidad vital que ofrecía el laxismo moral que proponía la concepción jesuita, contraria al rigorismo que propugnaban otras órdenes, como la franciscana o la dominica-, y sobre el pueblo -por medio de los ejercicios espirituales). En el campo de la educación, se privó de profesores a más de un centenar de colegios. Se creó un vacío pedagógico difícil de solucionar a corto plazo, con severas consecuencias. No obstante, la rápida reacción del gobierno evitó que éstas fueran terribles. Convocó oposiciones a las cátedras y a las plazas de gramática, dotándolas con los bienes confiscados a los jesuitas. Además, una cláusula impedía que los nuevos “beneficiados” fueran eclesiásticos, lo que contribuyó al proceso de laicización de la educación. A nivel universitario se acabó con la “escuela jesuítica”, hecho deseado por las otras corrientes.
Asimismo, se prohibió por ley que las universidades impartieran teología suarista, según el maestro Francisco Suárez (teólogo, filósofo y jurista); así creían que se terminaba con la infructuosa disputa teológica de escuelas. Se impuso una teología positiva y una moral de corte rigorista, dura y férrea. La Ilustración española manifestó así su componente regeneracionista (buscaba las fuentes del cambio en la España del Siglo de Oro, en Vives, Quevedo, Erasmo). Es posible que se produjera una pérdida en el nivel cultural por la sustitución del sistema y también en la enseñanza de las Humanidades. El área de la investigación también lo sintió muy notablemente, tanto en el campo de las Humanidades (Isla, Luengo) como en el de las Ciencias. España no podía permitirse el lujo de desprenderse de tales figuras.
En cuanto a las “temporalidades” de los jesuitas —es decir, los bienes de los jesuitas— las fincas rústicas fueron vendidas en pública subasta, los templos quedaron a disposición de los obispos y los edificios y casas se convirtieron en seminarios diocesanos, fueron cedidos a otras órdenes religiosas o mantuvieron su finalidad educativa, “pues todos eran conscientes del gran vacío que la expulsión dejaba en la enseñanza” —como sucedió con el Colegio Imperial de Madrid reconvertido en los “Reales Estudios de San Isidro”(posteriormente Instituto San Isidro)—. Según Antonio Mestre y Pablo Pérez García, la expulsión de los jesuitas entrañaba un acto de profundas consecuencias. Había que reformar los estudios y el gobierno lo aprovechó para modificar los planes de estudio tanto en las universidades como en los seminarios. La mayoría de los obispos, en aquellos lugares donde no se había cumplido el decreto de Trento, los erigieron aprovechando las casas de los jesuitas para instalarlos. No es necesario advertir que también en los seminarios obligó el monarca a seguir las líneas doctrinales que había impuesto en las facultades de Teología y de Cánones de las distintas universidades. En cuanto a las consecuencias de la expulsión para la política y la cultura españolas ha habido interpretaciones dispares. Algunos autores creyeron ver en esa orden real el inicio de la expansión del espíritu ilustrado, que se veía constreñido por la poderosa acción regresiva y reaccionaria de los jesuitas.
Para otros, aparte de que se perdieran brillantes cabezas de nuestra ciencia, tampoco puede decirse que las otras órdenes religiosas beneficiadas a corto plazo con la expulsión y con los bienes de los expulsos, fueran más abiertas y progresistas en sus planteamientos religiosos o políticos. Además, para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las “perniciosas” doctrinas jesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo aplicó desde entonces en otros temas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno de la libertad de pensamiento. La expulsión de los jesuitas más importante fue la que tuvo lugar a mediados del siglo XVIII en las monarquías católicas europeas identificadas como despotismos ilustrados y que culminó con la supresión de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV, en 1773. Antes y después de esa fecha, los jesuitas también fueron expulsados de otros estados, en algunos más de una vez, como es el caso de España (1767, 1835 y 1932).
La extinción de la Compañía de Jesús
El gobierno de Madrid contactó con Lisboa, París, Nápoles y Parma para presionar al Papa y conseguir la extinción de la Compañía. Para los monarcas de la Casa de Borbón éste sería el golpe definitivo a los jesuitas. El aparato propagandístico debía extenderse por toda Europa, insistiendo en el carácter intrigante y perjudicial de los jesuitas; ello debía estar avalado por una gran cantidad de firmas de eclesiásticos. En 1769 el gobierno comenzó una labor destinada a ganarse al alto clero. Se pensó en convocar un Concilio nacional para obtener una declaración conjunta contra la Compañía, pero la convocatoria y discusión podía dar lugar a dilaciones, por lo que el rey optó por solicitar de modo personal y secreto el dictamen de cada uno de los obispos. La carta era una especie de intimidación, conociendo el sentir del monarca y el gobierno. Por otra parte, los distintos monarcas borbones dieron orden a sus embajadores para que presionaran diplomáticamente al Papa, llegando incluso a utilizar coacciones veladas (amenazando con cerrar la nunciatura en Madrid, con resolver los pleitos en los tribunales episcopales y no en la Curia romana, etc.). Las medidas arreciaron en 1769 porque Clemente XIII falleció, siendo sustituido por Clemente XIV, que no era defensor de la Compañía. En España, Carlos III envió como embajador a Roma a un antijesuita, José Moñino, fiscal del Consejo de Castilla.
Moñino, aconsejado por Roda, primero se ganó la confianza de fray Buontempi, confesor del Papa. También comenzó a buscar partidarios de la extinción en el colegio cardenalicio. Entre 1772 y 1773 las audiencias de Moñino ante el Papa se hicieron más frecuentes, de modo que la voluntad del Papa comenzó a flojear. El 29 abril de 1773 la extinción estaba más cerca. El propio papa Clemente XIV (proveniente de la orden franciscana), presionado por la mayor parte de las cortes católicas (la única importante que no los había expulsado era la austriaca), accedió a disolver la Compañía, muchos de cuyos miembros se habían reubicado en los propios Estados Pontificios, mediante el breve “Dominus ac Redemptor”, de 21 de julio de 1773, documento que se hallaba muy inspirado por Carlos III a través de los buenos oficios de Moñino, y en el que el Papa decía que a fin de restablecer la paz suprimía la Compañía por haber perdido su finalidad y objetivos originales; los miembros podían ingresar en otras órdenes y se les asignaban unos subsidios. Este breve era un documento curioso en el sentido de que no formulaba ninguna acusación concreta contra los jesuitas, pero afirmaba que la supresión era necesaria en bien de la paz de Cristo. La Santa Sede recuperaba Avignon y Benevento y Moñino ganaba el título de conde de Floridablanca.
El historiador Teófanes Egido, relacionando el regalismo con las ideas ilustradas de reforma, ha llegado a afirmar de modo rotundo que la expulsión y posterior extinción formaban parte de un plan ambicioso que no llegó a fraguar: la eliminación de todas las órdenes religiosas. En este plan estarían involucrados Roda, Floridablanca, Aranda, Campomanes y otros. La reforma del clero regular se estaba proyectando desde los tiempos de Ensenada. Si esta reforma se detuvo durante el reinado de Carlos III, bien pudo deberse a que el gobierno concentró su atención en los jesuitas, ya que para lograr la expulsión se necesitaba el apoyo del clero (muchos obispos eran regulares). Por eso el gobierno antes de 1767 defendió incluso las escuelas tomista y agustiniana contra la jesuítica. Pero tras 1773 los miembros del gobierno acosaron a tomistas y agustinos hasta el punto que en 1783 Campomanes, cuando quiso reformar la Universidad de Orihuela, intentó apartarla de los dominicos (los dominicos sólo podían dar clase a los de su misma orden, y no a los laicos). Muchos jesuitas marcharon a Rusia y Prusia, donde se les acogió muy bien. Allí realizaron una obra importante de divulgación. Pero la mayor parte se quedó en Italia. En 1815, con la vuelta del absolutismo a España, y en los inicios de la Restauración en Europa, se restituyó la Compañía gracias a las gestiones del jesuita San José de Pignatelli. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) fue de nuevo prohibida. Y también abolida en 1868. La Compañía de Jesús estaba lejos de continuar su trayectoria sin sobresaltos.
Restauración
En el contexto de la restauración de 1814, el papa Pío VII emitió la bula “Solicitudo omnium Ecclesiarum” (7 de agosto de 1814), que restauraba la Compañía de Jesús. Inmediatamente fue reintroducida en España por Fernando VII.
La expulsión y supresión de la Compañía de Jesús en el siglo XVIII.
A mediados del siglo XVIII los jesuitas fueron expulsados de las Monarquías católicas más importantes:
– Del reino de Portugal (cuyo rey ostentaba el título de “Rey Fidelísimo”) en 1759, acusados por el marqués de Pombal (1699- 1782, primer ministro del rey José I de Portugal), de instigar un atentado contra la vida del rey independientemente de los roces con España a causa de las “reducciones” guaraníes.
– Del reino de Francia (la “hija mayor de la Iglesia”, cuyo rey era “el Rey Cristianísimo”), en 1762, bajo el gobierno del duque de Choiseul (secretario de Estado de Luis XV), y en el contexto de la polémica entre jesuitas y jansenistas, se revisó la situación legal de la Compañía tras un escándalo financiero, y se consideró que su existencia, además de las doctrinas que defendían: “laxismo” (teoría a la que se exponen aquellos que abusan en nombre de la ley, descuidando su espíritu); “casuismo” (arte de resolver “casos” de conciencia o, como máximo, una “técnica jurídica” que permite determinar la frontera entre lo lícito y lo ilícito desde el punto de vista moral) y “tiranicidio” (muerte a un tirano) era incompatible con la monarquía.
– Del reino de España (la “Monarquía Católica”) en 1767, acusados por Campomanes (ministro de Hacienda de Carlos III) de instigar el motín de Esquilache.
Simultáneamente a España, los jesuitas fueron expulsados del reino de Nápoles, y pocos meses después, en 1768, del ducado de Parma (ambos vinculados a la Casa de Borbón, pero con otros soberanos). Las expulsiones afectaron a la presencia de la Compañía de Jesús en los imperios coloniales de cada una de esas potencias (Portugués, Francés, Español), donde previamente se había visto inmersa en serios conflictos (reducciones jesuíticas, expulsión de los jesuitas de Brasil en 1754, cinco años antes que en la metrópoli), que estuvieron entre las causas del movimiento anti jesuítico en Europa.
Exilio
Las expulsiones y posterior disolución de la Compañía de Jesús trajeron como consecuencia el exilio de una gran cantidad de jesuitas en países oficialmente no católicos que toleraban la presencia de súbditos católicos, como el reino de Prusia o el Imperio ruso (que en 1772 habían llevado a cabo el reparto de Polonia, de población mayoritariamente católica). Ambos monarcas (Catalina la Grande de Rusia y Federico II de Prusia) ignoraron el decreto papal, lo que permitió la continuidad de los colegios jesuitas, y de hecho la reorganización de lo más selecto de la intelectualidad de la Compañía.
Expulsiones previas al siglo XVIII
En otros contextos históricos se habían producido expulsiones de los jesuitas de algunos lugares:
En 1594, de Francia, por el rey Enrique IV.
En 1605, de Inglaterra, por la reina Isabel I.
En 1615, de Japón, por el shogun Tokugawa leyasu.
En 1639, de Malta.
Expulsiones posteriores al siglo XIX
En 1818 fueron expulsados de los Países Bajos, en 1820 de Rusia, en 1828 de Francia, en 1834 de Portugal (en el contexto de las guerras liberales), en 1835 de España (en el contexto de la guerra carlista y la desamortización), en 1847 de Suiza, en 1848 de Austria (en el contexto de la revolución de 1848), en 1850 de Colombia, en 1852 de Ecuador, en 1872 del recién constituido Imperio alemán (en el contexto de la “Kulturkampf” ), en 1873 del reino de Italia (tras la culminación de la unificación italiana, “el Risorgimento”, con la ocupación de Roma por Giuseppe Garibaldi y sus “camisas rojas”), en 1874 del Imperio Austro-húngaro, en 1880 de la Tercera República Francesa y, en 1889 de Brasil.
Expulsiones del siglo XX
En 1901 fueron expulsados de Francia y en 1910 de Portugal (en el contexto de la revolución del 5 de octubre de 1910). En España, la Compañía de Jesús quedó en situación de ilegalidad como consecuencia de la aplicación del artículo 26 de la Constitución de la Segunda República Española de 1931 (relativo al “cuarto voto”, de obediencia al Papa). El 23 de enero de 1932 se ordenaba consiguientemente su disolución (decreto redactado por el presidente del gobierno Manuel Azaña y por el ministro de justicia Fernando de los Ríos Urruti), dando un plazo de diez días a sus componentes para “abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación”.
Personalidades que estudiaron con jesuitas
Algunas personalidades célebres que estudiaron en colegios de jesuitas: Descartes, Voltaire, Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Rubens, San Francisco de Sales, José Ortega y Gasset, Gabriel Miró, Miguel Hernández, Charles de Gaulle, Vicente Huidobro, Alfred Hitchcock, Joseph McCarthy, Vicente Fox, Fidel Castro y James Joyce, entre otros muchos.
Alerta Digital recomienda a sus lectores la visita al blog http://lahistoriadeayerahoy.blogspot.com.es/
Su creador es Antonio Rivas, universitario malagueño y colaborador de AD.
podrían poner la bibliográfia de las imágenes? porfa
los jesuitas nacieron como un servicio secreto para darle el poder de la edad media al papado, una vez que nació el protestantismo Loyola crea este ejercito del vaticano, funcionan como un sistema de espionaje tambien. Los jesuitas crean la Masoneria para derrocar las monarquias, ellos estuvieron detras de cada guerra en el planeta, las reducciones sirvieron para robar oro y establecer repúblicas, hasta crearon el comunismo y el estuvieron detrás de nazismo, también crean a los illuminati que es la sociedad secreta mas poderosa de todas, todos son controladas por el Papa Negro de turno (actualmente Adolfo Nicolas) el… Leer más »
grandiosa apreciación
Con respecto a las Reducciones, me parece oportuno transcribir parte de un artículo de Giampaolo Romanato, publicado en “L´Osservatore romano” en 2008,: “Las Reducciones fueron no sólo un genial acontecimiento misionero, sino que representan un nudo histórico complejo y original desde el punto de vista: POLITICO: enfrentamiento entre España y Portugal, CULTURAL: se oficializó el idioma nativo, ECONOMICO: activaron un floreciente mercado, ANTROPOLOGICO: adaptación al cristianismo, ARTISTICO: El “Barroco Guaraní”, MUSICA: los guaranís poseían un excepcional talento. Ejecutaban melodías barrocas muy refinadas. Hace poco se realizó el hallazgo casual de una enorme cantidad de partituras (de Domenico Zipoli) que adaptaban… Leer más »
Es un placer haberlo leido Sr. anahí. Es un gran aporte. Hay muchas cosas que no sabía. Pero como el artículo es de tipo “general” sin entrar en detalles importantes (como los que usted expone), en el tema de las “reducciones” no me he extendido demasiado, pero que de las cuales se podría escribir un libro, lo mismo que se hizo una gran película. La pena es que el film fuera inglés, que nada tenían que ver. ¿Cuando se hará una buena película histórica española, con buenos actores españoles y un buen director español? Y mira que hay temas, pero… Leer más »
Es: “señora” Anahí. Como no quise robarle demasiado tiempo, no me referí al papel desempeñado por la Compañía durante la Rev. de los Comuneros, en la cual fue ajusticiado José de Antequera y Castro. La compañía apoyaba al Gobernador Diego de los Reyes Balmaceda, a quien se le enfrentó Antequera. Gracias, nuevamente, y “maiteí” (saludos)
Disculpe Señora Anahí. El que tiene “pluma” también se equivoca.
No hay problema, saludos
En España manda el Opus Dei
Sr. Trolldado Español: Gracias por haber tenido la paciencia de leerme.
Había que entrar en muchas profundidades para saber quien realmente manda en España. Es complicado.
Un saludo.
Si, yo también pienso lo mismo. Creo que han desplazado a los Jesuietas, que están en franca retirada, por no decir descomposición…
Recientemente se ha publicado un libro en ebook, y que se vende en Amazon al precio de sólo un euros, por lo que es evidente que su autor no quiere hacer negocio. Se trata de un ex numerario del opus dei, y les aconsejo que lo compren, antes de que la Obra consiga que lo retiren. Se títula LA NATURALEZA CRIMINAL DEL OPUS DEI, o algo así.
muchas gracias por tan magistral exposición sobre nuestra maltrecha y adulterada historia. Leo y aprendo en tan suculentos artículos, y espero como un niño en la noche de reyes magos, el siguiente.
Muchas gracias por su comentario Sra Rosa.Me anima a seguir “con la faena”.
Gracias José Alberto.
El artículo que me sugirió en su día, y que accedí a escribirlo, fue el siguiente:
https://www.alertadigital.com/2015/05/05/a-que-ladrones-votamos/
Pero, por favor, no se lo tome como que le pido una contraprestación. Sencillamente me gustan sus exposiciones históricas porque son de una riqueza indescriptible.
Muchas gracias amigo.
No lo considero una contraprestación, considero un honor que un periodista de primera categoría, como usted, me lo pida. Ni más ni menos.
Gracias Sr. Román. Sólo soy aprendiz de historiador. En cualquier caso le agradezco sus totalmente inmerecidas alabanzas. Con respecto a LA MASONERIA, efectivamente está en “lista de espera” y se escribirá, aunque es un tema muy complicado debido a que la información que se puede consultar sobre el tema, especialmente a finales del siglo XIX y concretamente después de la guerra civil, no es del todo fiable, aparte de que puede herir muchas sensibilidades. En los artículos que he publicado sobre los judíos, muchos comentaristas (lo habrá comprobado) equiparan el término judío, con políticos de casi cualquier país o a… Leer más »
José Alberto, debo decirle de nuevo, que es un todo un lujo tener en AD un historiador como usted. Sus artículos son verdaderas conferencias sobre la HISTORIA DE ESPAÑA y, esa historia por desgracia, hace mucho tiempo que dejó de impartirse en los centros de enseñanza españoles. Por consiguiente, es todo un lujo leer sus magistrales artículos, aprender de ellos, y a su vez compartirlos con otras personas a través de la Red, pues de después de leerlos atentamente, los reenvío a todos mis contactos. Una vez más, mi más sincera felicitación. Se lo ha currado ¡Enhorabuena! Un abrazo amigo.… Leer más »
Acta n 5 de los protocolos de los sabios de Sion:
“”” Entre nosotros, sólo conocemos una sociedad que pueda conbatirnos con ventaja en esta ciencia de gobernar, y ésta es, la Compañía de Jesús, los jesuitas; pero ya nos hemos anticipado y preparado para desacreditarlos ante los ojos de las masas estúpidas por ser una organización que no se oculta, mientras que nosotros quedamos siempre entre bastidores y mantenemos oculta nuestra organización.””
Un saludo.