El arma de Franco
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez.- Medio siglo después de su muerte natural en un hospital de la Seguridad Social que él mismo creó, Francisco Franco sigue presente en la vida de los españoles. Y no por ser objeto de estudio por los historiadores, como debería, sino como recurrente y manida arma arrojadiza que la izquierda utiliza para zaherir al principal partido de la oposición.
Para ello, la figura histórica de Franco ha sido previamente sometida a un proceso de desfiguración tan grosera que resulta difícilmente reconocible para cualquiera que se haya acercado a la misma, apartando los prejuicios. El Franco arrojadizo no es más que un pelele en el que se dan cita todos los males posibles: un militar desleal, mediocre, golpista y sanguinario, que aplastó la democracia y, con la ayuda de Hitler y Mussolini, creó una feroz dictadura fascista sometiendo a sus compatriotas a un genocidio sin par que duró cuarenta años. Vamos, una joya que, por supuesto, nada tiene que ver con el Franco real.
Pero ese proceso de demonización del personaje, propio de la factoría Disney, no hubiera sido posible sin la colaboración activa –y a veces entusiasta– de un PP, siempre temeroso y empeñado en pedir perdón a la izquierda por existir y sacudirse el pecado original de haber sido fundado por siete ministros de Franco y de tener como presidente fundador a uno de los ministros más populares del régimen anterior.
El PP ha facilitado a la izquierda una de las armas que con más ahínco utilizan contra él, desde el día en que accedió a condenar en las Cortes el alzamiento del 18 de julio de 1936 y el régimen posterior. Para ello, sus más conspicuos augures se han empeñado en sostener que no se puede ser demócrata sin antes ser antifranquista, olvidando que la oposición a Franco vino fundamentalmente del Partido Comunista y de la ETA, que de demócratas no tenían absolutamente nada y que la transición la protagonizó la clase política del régimen de Franco.
Recientemente hemos visto cómo el gobierno, ante las presiones para que califique de dictador a Maduro, le ha espetado al PP que, para poder hablar, antes tienen que calificar a Franco como dictador y condenarlo. Y en menos de 24 horas el PP salió a los medios a decir que Franco era un dictador muy malo, como si creyesen que así les iban a perdonar la vida.
Nadie se cuestiona si los Reyes Católicos, Felipe II o Carlos III, eran o no dictadores. Se les juzga por sus aciertos y sus errores, se mantienen sus estatuas y se da por hecho que, por el contexto histórico en el que vivían, no eran demócratas.
Que el régimen del 18 de julio no era una democracia parlamentaria es una obviedad, como también lo es, por supuesto, que tampoco fue una «dictadura fascista». Aunque Franco jamás presumió de demócrata, lo que en principio fue un régimen netamente dictatorial, se fue institucionalizando y moderando –sin perder su carácter autoritario– para convertirse en un verdadero Estado de derecho, fundamentalmente a partir de la Ley del Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1956.
Resulta absurdo defender hoy la instauración de un régimen como aquél, porque tanto la figura de Franco como el régimen que acaudilló son irrepetibles y sólo pueden entenderse en el contexto de su etapa histórica, tras la catarsis de la guerra civil, el genocidio religioso por parte del Frente Popular y una guerra mundial que dividió el mundo en dos bloques. Tanto a Franco como a su régimen hay que juzgarlos desapasionadamente, por sus aciertos y sus errores y, sobre todo, ponderando el balance positivo o negativo que representaron para España.
Es natural que quienes se declaran herederos orgullosos de Largo Caballero, La Pasionaria, García Atadell o Carrillo, los ensalcen como luchadores por la libertad, endulcen sus figuras revistiéndolas de romanticismo y denuesten a quien impidió que culminasen su idílico proyecto soviético para España, al estilo de las repúblicas «democráticas» alemana o búlgara.
Pero resulta insólito que un partido que aún se nutre de votantes herederos de la España que venció al comunismo, haya comprado el relato falsario de la izquierda y acepte lecciones de superioridad moral de quienes se declaran herederos de un Frente Popular que, no sólo accedió al poder falsificando las elecciones, sino que practicó el terror y el exterminio desde febrero de 1936 para eliminar la disidencia.
Hace unos días, por primera vez un político en activo, Juan García-Gallardo, de Vox, dijo en voz alta que no tenía miedo de que le llamaran franquista. Con esa sencilla afirmación desarboló de un plumazo el discurso de la izquierda. Con sólo ocho palabras ganó la batalla cultural a quienes pretenden que nos traguemos el relato falsario de nuestra reciente historia que humilla a nuestros mayores y ensalza a bandidos y criminales como los que le cortaron los testículos al obispo de Barbastro para que se desangrase sobre los cadáveres de jóvenes seminaristas previamente fusilados tan solo por su fe.
El arma de Franco la sigue cargando un PP que el pasado mes de octubre votaba con el PSOE contra el proyecto de ley de concordia que ellos mismos habían presentado, manteniendo la sectaria ley de memoria democrática, demostrando así que carece de otro principio que no sea el de navegar en barlovento según soplen los alisios.
Por mi parte, no pienso pedir perdón a nadie por existir, por honrar a mi padre ni por creer que el régimen al que sirvió, bajo la jefatura de Franco fue providencial para derrotar al comunismo, mantener la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial y conseguir un nivel de bienestar social, de desarrollo y de paz jamás conocido, sin el que hubiera sido imposible una transición pacífica. Ya va siendo hora de que surjan voces valientes como la de García-Gallardo que pongan pie en pared y les digan a los servidores de la mentira que no vamos a pedir perdón por existir, que no vamos a permitir que nos digan lo que tenemos que decir o pensar, ni estamos dispuestos a pisotear la memoria de nuestros mayores. Y si por eso nos llaman franquistas, lo tomaremos como un timbre de honor.
*Luis Felipe Utrera-Molina Gómez es abogado