Continencia
Se ha levantado con fuerza el debate sobre el celibato sacerdotal, relacionándolo con los abusos contra menores. Evidentemente, hay argumentos a favor y en contra. Y cada uno valorará unos u otros argumentos en razón de su idiosincrasia respecto al tema, y en razón de sus convicciones mejor o peor elaboradas.
En cualquier caso, la clave de la discusión es la continencia sexual y su abordaje, que no es unívoco, en absoluto. Bien dice el refrán que en el amor (en el sexo) y en el rascar, todo es empezar. Efectivamente, en líneas generales, pero sobre todo en medio de dietas y ayunos, no hay cosa que dé más hambre que el empezar a comer. A partir de ahí, se te desatan la gula y la glotonería. Si empiezas, ya no puedes parar. Obviamente para frenar en seco una vez que te has lanzado, necesitas mucha más virtud que para estarte quieto sin empezar. Y creo que es por ahí por donde va la filosofía del celibato.
Es decir que hay quien piensa que para llevar la cosa en orden (ahí están los partidarios del celibato), el sexo es mejor no catarlo. Y en el bando opuesto están los que sostienen que, si uno está razonablemente abastecido de sexo, no se verá tentado a buscarlo donde no conviene. Ahí son las estadísticas las que dan y quitan razones. Porque los abusos no son cosa exclusiva de célibes, ni mucho menos. Un hecho innegable es que abusos se dan en todos los colectivos; no siendo precisamente el de los célibes (en este caso, los sacerdotes) el que se distingue por un mayor número de abusos. Tanto en el celibato como en el matrimonio (y por supuesto, también fuera de él), la clave siempre está en la continencia, en reprimir los impulsos que nos empujan a consumir más allá de nuestra ración, tanto si ésta es la abstinencia total (el celibato), como si es el matrimonio: que no es, ni mucho menos, una opción de sexo a la carta y sin límites, sino rigurosamente tasado. Por eso la incontinencia se da en ambos contextos.
Pero eso no afecta sólo al pecado de la lujuria; afecta a todos los pecados capitales. En todos ellos se trata de inclinaciones (concupiscencia) al mal uso de naturaleza de las cosas; son la otra cara de la medalla que nos dio la naturaleza para cumplir funciones vitales. Es el exceso, es el salirnos del cauce y de la medida, lo que finalmente convierte las inclinaciones en pecado, en fuentes de pecado. Claro que necesitamos la autoestima para andar ordenadamente por la vida; pero cuando es excesiva, se torna soberbia. Y necesitamos alimentarnos; pero si, por no poner freno a nuestro apetito, nos dejamos llevar por la gula, ya estamos incurriendo en un pecado capital que, para colmo, perjudica nuestra salud. Y necesitamos descansar y relajarnos; pero cuando el descanso no tiene límite, estamos incurriendo en el pecado de la pereza. Otro tanto pasa con todo el sistema de autodefensa que nos mantiene alertas y es indispensable para nuestra integridad; pero cuando vamos más allá y saltamos por cualquier cosa, estamos cayendo en el vicio de la ira injustificada. Lo mismo pasa con la virtud de la emulación de lo mejor, de lo que suele llamarse “sana envidia”. Cuando esta emulación no es sana, se convierte en un grave pecado, el de la envidia, que nos corroe y nos mata el alma.
En los siete pecados capitales, la clave está en poner freno a cualquier incontinencia: las pasiones nos ayudan a vivir mientras las mantenemos dentro de sus límites “morales”; pero si cedemos al desenfreno y les damos carrete como si fuesen algo bueno, vamos de cabeza al precipicio.
Pero eso es por encima de todo, una cuestión de moral, de conciencia, mucho más que de regulación del grifo con que dosificamos el nivel de “licitud” de las pasiones. No está nada claro que le cueste más moderar la gula al que vive en un régimen estricto de dieta o de ayuno, que a quien vive en un régimen totalmente abierto, con amplia tolerancia hacia los requerimientos de la gula. Del mismo modo tampoco está claro que le sea más fácil dominar la lujuria al que por convicción moral ha renunciado totalmente al sexo, que a quien tiene regulada su actividad sexual, pero no por convicción moral, sino por simple adaptación a las circunstancias.
Y llegados al azote de la pederastia que tan castigada tiene a la Iglesia, quizás el mayor argumento para descartar que sea el celibato la causa más importante de tamaño castigo, es que, en el índice de agresores sexuales contra los niños, los propios padres (tíos, primos, abuelos y cuñados), llevan una exageradísima delantera; y en ellos no entra en juego nada que se parezca al celibato. Más aún, por si fuera poco, justo en ese ámbito tienen otra barrera moral mucho más severa que el simple abuso sexual contra menores: el tabú del incesto, que convierte el delito en mucho más grave. Ni con esas, porque son la conciencia y la moral las grandes derrotadas en esta batalla.
Cualquier clase de incontinencia (y mucho más la sexual) goza de toda la comprensión de la ley, de la justicia y hasta de las autoridades eclesiales, empeñadísimas en perdonarlo todo, aunque no haya arrepentimiento ni propósito de enmienda. Porque es justamente ahí donde estamos: en la prescripción de la moral y en la negación de la moralidad. No es tal o cual pecado capital el que se nos está llevando por delante. Es el cansancio de la moral, que ya nos ha fastidiado la vida suficientemente. Estamos ya sobresaturados de tanta continencia. Y curiosamente, donde con mayor escándalo vemos este hastío de la moral es en la porción de la Iglesia que por la vía de los hechos y por la de la “doctrina” (los teólogos y las teólogas trabajan a destajo en el diseño de la nueva teología), se ha tirado por el pedregal. La continencia es cosa del pasado, han dictaminado. Y por esos andurriales que, ¿casualmente?, son los mismos del mundo, se han empeñado en llevar a la misma Iglesia. Hoy se están abriendo las compuertas de la continencia, mediante la santificación de cualquier incontinencia tanto hetero como homosexual, que se nos impone casi como un nuevo “magisterio”.
Y es precisamente el Evangelio, en el Sermón de la Montaña, el que nos pone en camino de la continencia absoluta, de evitar el inicio del camino arriesgado de la incontinencia: el que queda más cerca del celibato. Oísteis que se dijo a los antiguos “no matarás”; pero yo os digo que quien llama imbécil a su enemigo, ya pecó en su corazón. Y que se les dijo “no cometerás adulterio”; pero el que mira a una mujer con lascivia, ya ha pecado en su corazón (Mateo 5, 21). Por tanto, no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus deseos; ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como instrumentos de injusticia, sino poneos a disposición de Dios, como resucitados de la muerte, y brindad vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Así el pecado no os dominará, porque no vivís bajo la ley, sino bajo la gracia (Romanos 6, 12). Por eso mismo, no somos deudores de la carne [instinto], para vivir según la carne. Si viviereis según la carne, moriréis; pero si mortificáis con el espíritu las obras de la carne, viviréis. Todos los que se dejan gobernar por el espíritu de Dios, hijos son de Dios (Romanos 8,12).
Y no olvidemos que sólo los limpios de corazón verán a Dios (Mateo 5, 8).