El Padrino
Antonio R. Naranjo.- Todo mafioso necesita de sicarios, que obedecen todas las órdenes sin hacer ninguna pregunta. Michael Corleone, en ese tratado de la vida que es El Padrino, dice que «la política y el crimen son lo mismo», un axioma que encaja como un guante en el personaje más siniestro, peligroso y kamikaze que ha sufrido España en dos siglos.
Su comportamiento de capo, pese a guardar similitudes con otros, no tiene precedentes: el resto influye en el poder, pero solo él lo ostenta, que es algo así como si el diablo llegara a Papa, guardándose, por tanto, la prebenda de inducir los abusos y a continuación indultárselos a sí mismo.
Ese modus operandi ha quedado acreditado en el escandaloso caso del Fiscal General del Estado y en las pruebas obtenidas por la UCO, a instancias del Tribunal Supremo, en los teléfonos móviles personales de Álvaro García Ortiz y de Juan Lobato, el depuesto líder de los socialistas madrileños, sustituido sin pudor alguno por uno de los responsables de esa indecencia.
Aunque la insólita sucesión de escándalos que caracteriza a Sánchez, unida a las tragaderas de una parte de la sociedad española y a la preocupante tibieza de toda la oposición, acaban por normalizar el abuso, inmunizar al ciudadano y de algún modo proteger al autor; hay que pararse un poco en este caso para entender su verdadera dimensión.
Tenemos a un fiscal general del Estado que ordena a un subordinado que le pase las conversaciones privadas entre la defensa de un encausado, el novio de Ayuso, y la Fiscalía del caso, cuya protección es innegociable y forma parte de las garantías judiciales necesarias en un Estado de derecho.
Tenemos también a la Moncloa y al PSOE orquestando, con esa información que no debía tener y solo le pudo remitir el sumiso fiscal general, orquestando con subordinados del partido y medios de comunicación afines una campaña cuyo objetivo es derribar a un rival político especialmente incómodo, la presidenta madrileña.
Tenemos, además, a ese mismo fiscal general del Estado borrando los mensajes hasta donde le da tiempo, consciente de que no eliminará aquellos remitidos a fiscales cuyos teléfonos ya han sido intervenidos por la Guardia Civil pero sí servirá, probablemente, para eliminar otros más delicados relativos a sus comunicaciones directas con La Moncloa.
Y tenemos, finalmente, a un presidente que, lejos de dar explicaciones y dimitir por esta fracasada operación gubernamental de tintes predemocráticos, intenta presentar la destrucción de pruebas como una prueba de la inocencia de su lacayo y se permite, con su desparpajo habitual, exigir que le pidan disculpas al imputado.
La guerra sucia es el rasgo identitario del sanchismo, que transforma las instrucciones judiciales más rigurosas en conspiraciones franquistas en la sombra y las revelaciones periodísticas más irrefutables en meros bulos propagados por una máquina del fango que, en realidad, solo existe en La Moncloa.
Y es en esa estrategia estructural de destrucción de los contrapesos democráticos y de búsqueda de la impunidad propia donde hay que ubicar la utilización de la Fiscalía General del Estado para acabar con un contrincante que no le teme, le responde y le retrata como pocos en España.
Pero si aceptamos que este episodio puede terminar con la glorificación del sicario y la supervivencia de su Padrino asumiremos, en el mismo viaje, que Sánchez se sentirá con las manos libres para perfeccionar el método de acoso y derribo a la disidencia democrática y la utilización de cualquier herramienta para logarlo, que parezca un accidente y, si le pillan, taparlo con un burdo montaje y la táctica goebelsiana de acusar a los demás de cometer los abusos que él ha perpetrado.
Hoy es la Fiscalía General, pero mañana puede ser la Agencia Tributaria y pasado la Policía Nacional. Y así hasta el infinito, con una soltura indecente que, a efectos prácticos, constituye un Golpe de Estado por fases y configura una autocracia de apariencia democrática.
Si constatar que Sánchez urdió un ajuste de cuentas contra Ayuso, saltándose todas las barreras legales e incurriendo en un comportamiento mafioso, tampoco paraliza el país, estaremos definitivamente perdidos: lo siguiente será apropiarse de la democracia para convertirla en un juguetito ornamental al servicio de sus necesidades, de sus obsesiones y de sus venganzas.