¿Por qué el Rey no habla más claro de Sánchez?
Antonio R. Naranjo.- Los discursos del Rey, con la excepción de aquellos del 23 de febrero de 1981 y del 3 de octubre de 2017, uno del padre y otro del hijo, son como el Estudio General de Medios: todo el mundo gana, el perdedor es el otro y la interpretación de los datos permite sostener ambas posturas.
Y aunque duela, no puede ser de otra manera: el Rey es la bala de plata del Estado, cuyo principal valor es proyectar la sensación de que jamás se va a disparar pero también de que, si lo hiciera, daría en la diana: si frenó un «procés» en Cataluña, sin grandes costes salvo para sus promotores; frenaría también, llegado el caso, el otro «procés» en marcha, liderado por Sánchez pero dirigido por todos sus aliados, consistente en desmontar por la puerta de atrás la España constitucional e imponer, tacita a tacita, un nuevo periodo constituyente por la vía de los hechos consumados.
El problema es que, si se dispara esa bala a destiempo, lo único seguro sería una gran confrontación civil de la que Felipe VI, intuyo, es bien consciente: medir los tiempos, con infinita paciencia y cierta incomprensión de quienes creen que ya habido suficientes desafíos de Sánchez y sus bandoleros como para merecer una respuesta del Jefe del Estado, es crucial para que el efecto de esa bala sea el mismo sin necesidad de llegar a malgastarla.
Es de suponer que Sánchez es tan consciente de esa autoridad del Rey como el Rey lo es de la inevitable deriva de Sánchez hacia posiciones neoconstituyentes, más derivadas de su imperiosa necesidad de camuflar su ostentosa rendición al separatismo y a las fuerzas antisistema que de un credo ideológico convencido: el líder socialista ejemplifica la vieja broma de Groucho Marx y, cuando presume de principios, siempre añade «pero si no le gustan, tengo otros».
Capaz de pactar a la vez con Otegi en España y con Orban en Europa, de prometer la detención de Puigdemont y luego amnistiarlo o de apoyar un 155 en Cataluña cinco minutos antes de asaltar la Presidencia en compañía de los damnificados por esa contundente sanción; Sánchez será monárquico o no en función de cómo ese dilema beneficie a su deseo de perpetuarse, que además de tener un fin político lo tiene judicial: sin el escudo de un Estado acomodado a sus necesidades y problemas, su destino parece escrito y se resume en una imagen suya sentado en un banquillo por cualquiera de las tropelías que ha cometido o tolerado.
No debe ser sencillo jugar la partida, pues, con un tahúr imprevisible en todo, con los escrúpulos de cualquier animal carroñero y la codicia del Tío Gilito, menos en una cosa: siempre hará lo que sea menester, incluyendo reabrir el debate sobre el modelo democrático de España y la continuidad de la Monarquía Parlamentaria, si en algún momento lo necesita para sobrevivir: dudar de que eso llegaría en alguien que no le hace ascos ni siquiera a echar leña al fuego de un eventual partido de vuelta de la Guerra Civil, es un ejercicio de ingenuidad y de desconocimiento del personaje.
Del Rey, pues, valen más los silencios que las palabras y los gestos que los anuncios, y aunque a menudo echemos en falta un contrapeso mejor a la miríada de excesos institucionales, políticos, económicos y éticos de este demócrata a tiempo parcial que es Sánchez; conviene armarse de paciencia y entender los códigos que debe manejar la Casa Real para cumplir su primer objetivo: garantizar su continuidad, que es condición sine qua non para evitar el evidente riesgo de que sea sustituida, por la bravas, por una República frentepopulista, que es la única que quieren los inquilinos de esa trinchera eterna desde la que resucitan, sin descanso, el fantasma de las dos Españas.