Lalachus y el broncanismo
Antonio R. Naranjo.- Lalachus es una mujer graciosa, o al menos lo era cuando andaba buscándose la vida con esa gracia natural que tienen algunas personas, acompañada por un físico que ayuda en el empeño: ser gordito, no me digan por qué, suele hacer que funcionen mejor las bromas, como si Dios y la Naturaleza repartieran sabiamente las aptitudes y compensaran los defectos para darle un poco de equilibrio a la vida: el veneno lo tiene la araña, no el león, y la coña marinera es más de gordito que de top model.
No la he visto en eso tan infantil de «La revuelta» con Broncano, que también resultaba simpático, como todas las criaturas de Buenafuente, cuyo talento no es discutible, como no lo es el de Wyoming, más allá de fronteras ideológicas y de sus manías persecutorias, siempre contra los mismos.
No pasa nada por reconocer el mérito ajeno, lo absurdo es negarlo. Y también lo es querer sentar en un banquillo todo aquello que nos disgusta u ofende, como si la vara de medir de lo que procede o no dependiera en exclusiva de una sentencia judicial: el buen gusto, la educación y el respeto por el prójimo debieran ser aduana suficiente para andar por la vida, desde la premisa de que no todo lo que no sea delito es procedente si daña gratuitamente a alguien. También vale para las respuestas más agresivas contra la cómica, prescindibles por soeces y crueles.
Las sociedades que se comportan mirando exclusivamente al Código Penal suelen tener problemas serios de convivencia, al delegar en un tercero, la autoridad, la misión que uno mismo tiene de hacer respirable su entorno: a nadie con algo de riego cerebral se le ocurre quemar una ikurriña en Zarauz o colgar un monigote de Puigdemont en Gerona porque, llegado el caso, eso no tenga castigo penal.
La respuesta al exceso de Lalachus, con esa estampita innecesaria en la que transforma el Sagrado Corazón en un toro del concurso «Gran Prix», no es tampoco una querella, que ayuda a que sus patrocinadores políticos obtengan el premio que buscaban.
Que es darle otra vuelta de tuerca a la legislación para aprobar el derecho a la ofensa, siempre y cuando lo ofendido pertenezca a la «fachosfera», y contraponer la modernez divertida del poder y sus altavoces a la regresión aburrida y nacionalcatólica de sus adversarios
No es un delito, pues, pero sí es algo tal vez peor: otra tacita en el proyecto de borrar la identidad de un país, de toda Europa, y olvidar sus raíces cristianas; para edificar ahí otro modelo sustentado en los paradigmas ideológicos que impulsan al PSOE y a sus socios: solo quien no sabe qué es puede convertirse en lo que quieren que sea, por el procedimiento de relativizar, ridiculizar e ignorar todo lo que le había dado sentido hasta ese momento.
Lalachus no será consciente siquiera de todo ello, como tampoco Broncano, aunque ambos forman parte de esa larga cadena que aspira a reprogramar a la sociedad española y hacerle creer que todo aquello en lo que creía está desfasado, es aburrido o no tiene importancia: la degradación de los símbolos que ayudan a conformar un espacio compartido es necesaria para sustituirlos por otros nuevos.
Los dos cómicos, que parecen buena gente, son también algo tontos. O como alternativa, no les importa dejarse usar si es para algo en lo que también creen o se obligan a creer. La réplica no puede ser prohibirles o acusarles: basta con no verles, entender cuál es el juego del calamar en el que son eslabones y dejar de quitarle importancia al proceso de borrado de la historia y de la memoria de un país, y de un continente, que si olvida de dónde viene no sabrá dónde acabará.
El Debate