La «ley Begoña» contra el Estado de Derecho
Francisco Marhuenda. +- La democracia se puede debilitar o incluso destruir utilizando las leyes. La Historia nos muestra casos en los que se vivió este tipo de procesos que condujeron a regímenes autoritarios. Uno de los más fascinantes es la República Romana. Fue un régimen ejemplar en muchos aspectos, que sentó las bases de la civilización occidental y entre las muchas aportaciones que nos legó está el Derecho Romano, el latín y la propia idea de una Europa unida. Su nacimiento estuvo marcado por la lucha contra la tiranía de Tarquino el Soberbio y el levantamiento aristocrático que acabó con la monarquía. Al margen de algunas exageraciones propias de la construcción patriótica de la República que nacía, la falta de testimonios certeros de esa época e incluso las similitudes de algunos acontecimientos con los recogidos en otros territorios, existió desde el primer momento una obsesión por limitar el poder e impedir la tiranía.
La evolución de las instituciones haría que pudieran dar respuesta a las tensiones sociales y al crecimiento de una pequeña ciudad que se convertiría en el mayor imperio de la Antigüedad. El Mediterráneo fue un lago romano.
El ideal republicano inspiró a Locke, Montesquieu, los padres fundadores de los Estados Unidos, a los revolucionarios franceses y a una infinidad de pensadores y políticos desde entonces hasta nuestros días. Roma sigue fascinando, merecidamente, en todos sus aspectos.
Cuando estudiamos las leyes romanas encontramos que, muchas veces, van acompañadas por el nombre de aquellos que las impulsaron. Unas en su aspecto positivo, como las Leges Liciniae Sextiae, propuestas por los tribunos de la plebe Cayo Licinio Stolo y Lucio Sextio, que favorecieron a los plebeyos en su igualación de derechos con los patricios.
La lista es enorme, pero, también, encontramos las que se hicieron en sentido negativo en contra de la República. En este sentido, el declive final e irreversible comenzó con la guerra civil entre Sila y Mario. El primero consiguió imponerse y fue nombrado dictador. Era una magistratura excepcional, porque no tenía colega, como sucedía con el resto, y otorgaba poderes temporales extraordinarios para defender la República, en la mayor parte de los casos, contra enemigos externos. No tenía el carácter negativo que a partir de ese momento adquiriría.
Por medio de la lex Valeria se evitó el proceso tradicional para designarle dictador y se ratificaron las acciones previas ilegales que había cometido, como las proscripciones, así como poder realizar reformas a gran escala. Sila aprobó un conjunto de leyes conocidas como Leges Cornealiae para centralizar el poder en manos de la aristocracia senatorial, impedir futuros desafíos al orden oligárquico, acabar con sus enemigos y controlar todas las instituciones. Por tanto, utilizando las leyes sentó las bases que conducirían a la desaparición de la República con la creación posteriormente de los dos triunviratos y las guerras civiles. Tras la victoria de Octavio sobre Marco Antonio se dio paso al Principado.
Esta decadencia de la democracia romana la podemos trasladar, con todos los matices que se quiera, a nuestros días con la ofensiva de Sánchez contra sus adversarios, su obsesión por acabar con las voces discrepantes y laminar el sistema de separación de poderes que empezó a vislumbrarse en Roma. Por supuesto, no estamos en tiempos en los que pueda asumir la condición de dictador legis scribundis et rei publicae constituendae, aunque se comporta como si las instituciones del Estado estuvieran a su servicio.
Una de las que nos legaron los romanos y que ha estudiado con gran precisión el catedrático y académico Antonio Fernández Buján, es la acción popular que tiene su origen en la Atenas clásica y que se desarrolla plenamente en Roma.
La actio popularis romana se ejercitaba en defensa de los intereses públicos o generales, pro populo, como señala Buján en un interesante artículo publicado en Aranzadi. Es el antecedente y el fundamento de la acción popular que encontramos en la Constitución de 1978, así como en numerosos textos constitucionales en el mundo. Por tanto, la actuación de Sánchez presentando una proposición de ley orgánica de garantía y protección de los derechos fundamentales frente al acoso derivado de acciones judiciales abusivas es un ataque brutal y frontal al sistema judicial español.
No tiene que sorprender a nadie que se la conozca ya como la «ley Begoña», porque su principal objetivo es consagrar la impunidad y proteger a su esposa que está incursa en un proceso judicial. No es una iniciativa que se promueva buscando el consenso, sino que se presenta unilateralmente y con un total descaro queda claro que tendrá un perverso efecto retroactivo para acabar con los problemas que afectan a su mujer y a su hermano. Hasta este momento me había limitado a referirme a la familia presidencial, pero en esta ocasión ha atravesado una línea roja que eclipsa los disparates que hemos vivido. No contento con atropellar el ordenamiento constitucional y sus leyes de desarrollo, ahora quiere acabar con la acusación popular estableciendo unas limitaciones que la vaciarán de contenido. Una vez más, no hay que sorprenderse ante la reacción de las asociaciones de jueces y el mundo académico ante un despropósito increíble.
Este uso autoritario del poder es impropio en una democracia, como lo es, también, utilizar las instituciones al servicio de los intereses personales o partidistas. La acción popular es una garantía del Estado de Derecho y en mayor medida, todavía, teniendo en cuenta el control de la Fiscalía por el Gobierno. No es una institución ociosa, sino todo lo contrario, como lo demuestran las condenas que han sido posibles gracias a su existencia. Nadie debería aceptar este ataque contra la Constitución y los que apoyen la «ley Begoña» serán cómplices del autoritarismo sanchista. Es un texto legal que persigue, como la amnistía, consagrar la impunidad y los privilegios procesales para una casta dirigente.