Y Puigdemont impuso «su opinión» sobre el ómnibus
Quien manda, manda. Una vez más ha quedado claro –por si alguien todavía lo dudaba– que Sánchez está en manos de Puigdemont, quien desde su residencia en Waterloo –como huido de la Justicia– decide hasta cuándo le conviene que siga residiendo en La Moncloa. Ayer le hizo asumir un nuevo «cambio de opinión» respecto a lo que había estado pregonando desde que el Congreso le negó la pasada semana la convalidación del RDL aprobado por el Consejo de ministros conocido como «ómnibus» por su extensión y contenido. Sánchez y sus corifeos habituales para la ocasión –Montero, Bolaños, Alegría, López…– venían insistiendo en que el «escudo social» integrado en el ómnibus no se iba a «trocear», quitando de él algunas cuestiones que no tenían más objeto que «colar» su convalidación amparándose en la revalorización de las pensiones y otras medidas sociales. (Como el palacete de París regalado al PNV, por ejemplo).
Ahora el ómnibus ha pasado de casi un centenar de medidas a 29, y lo más significativo es que entre ellas está incluida la tramitación por el Congreso de la iniciativa que exige Puigdemont sobre una «cuestión de confianza». Es un episodio más de la lamentable situación en que se encuentra España con un «Gobierno» que está literalmente en manos de un dirigente político que como presidente de la Generalitat lideró un auténtico golpe de Estado para romper la Unidad Nacional que el artículo 2 de la Constitución proclama como su «fundamento». Y que a diferencia de algunos, –justo es reconocerlo, como Junqueras y otros, que no huyeron– no dio la cara ante la Justicia sino que huyó escondido en el maletero de un automóvil hasta Waterloo. Donde reside en otro palacete a la espera de que su amnistía «a la carta» sea asumida por la Justicia. Entre tanto, le conviene que Sánchez siga donde está, haciéndole bailar al ritmo que él marca. Son esos continuos y continuados «cambios de opinión» de Sánchez en favor de la opinión de Puigdemont la cual es evidente que no es compatible con el interés general de España y el bien común de los españoles que para él –y no se recata en afirmarlo– le traen literalmente sin cuidado.
Haber pertenecido al colectivo de los políticos sanchistas no va a ser un timbre de honor cuando su líder supremo desaparezca del escenario, lo que es extrapolable a las siglas que le cobijan, diga lo que diga la memoria «histérica».
En cuanto a su permanente exposición de la insignia de la Agenda ordenada por la élite económica mundial, quizás le convenga pensar en retirársela. Incluso puede colocarse la de Puigdemont en su lugar.