El Supremo no puede quedarse en el fiscal: hay que procesar al Señor X que le dio la orden
Antonio R. Naranjo.- La mera presencia de un fiscal general del Estado en un tribunal para declarar como imputado de cualquier delito, sin excepción alguna, es suficiente razón para dimitir o ser destituido sin contemplaciones: quienes ocupan cargos públicos no se deben solo al Código Penal ni su futuro está únicamente vinculado al desenlace de un pleito.
También atienden a otros factores, como la probidad, la apariencia, la autoridad y eso tan difícil de encontrar, pero tan fácil de definir que es la responsabilidad y el respeto a la ciudadanía.
No basta con no ser culpable aún, ni tampoco con ser inocente al final, para anticipar un precio político cuando se conculca el principio ético y estético que comporta gestionar un bien público y se quiebra la confianza que los administrados han de tener en la preservación y funcionamiento de las instituciones.
En un país como España, que ha visto el insólito destierro de un Rey o la espuria defenestración de un presidente sin ningún fallo judicial en su contra, no debería hacer falta explicarlo. Y mucho menos a quienes apelaron a esa regla no escrita para convertir sus derrotas electorales en éxitos parlamentarios, alcanzando el poder en nombre de una supuesta urgencia regeneradora que exigía la inmediata restitución de la ejemplaridad.
Que García Ortiz esté imputado por revelación de secretos de un ciudadano para derribar a un adversario político de quien le nombró es suficiente razón, sin esperar al desenlace judicial, para marcharse con oprobio, sin torpes excusas de mal pagador que no resisten la prueba del algodón pericial, por mucho humo que se levante para tapar un fuego ya inextinguible.
Pero es que además, en este caso, la huella de las andanzas del Fiscal y de su concertación con la Moncloa es sorprendentemente amplia e irrebatible, por la torpeza de los protagonistas de una burda campaña sin paragón en una democracia occidental, la pericia de la UCO y la decencia o el temor de algunos testigos de la campaña que se negaron a participar, como la fiscal de Madrid o el secretario general del PSOE madrileño, a más inri defenestrado y sustituido por otro partícipe en el montaje, elevado a ministro quizá para dotarle de aforamiento.
Ortiz, convertido en esbirro, reclamó el dossier de un justiciable, pidió que se lo enviaran «para cerrar el círculo» a una dirección de correo ajena a su cargo, destrozó las garantías judiciales que debía proteger más que nadie, permitió que desde su institución le llegara copia de todo a la Moncloa y con probabilidad a medios de comunicación afines a Pedro Sánchez, destruyó mensajes comprometedores y cambió de teléfono en plena investigación e impulsó, permitió o no evitó, en el mejor de los casos, que se urdiera una bochornosa operación en la que lo importante no era perseguir un delito ni desmontar un bulo, algo que puede hacerse sin cargarse al Estado de derecho como un infiltrado de la Mafia, sino acabar con Ayuso, tal y como su jefe en el PSOE lleva años intentando hacer por tierra, mar y aire pero sin votos.
La falta de idoneidad para el cargo de sheriff del principal sospechoso de encabezar a los forajidos no es discutible, a poco que se aspire a aprobar la asignatura de primero de decencia. Y la apuesta por una condena tampoco parece ya un ejercicio de riesgo temerario: dos y dos son cuatro, por mucho que en el universo sanchista predomine el discurso terraplanista sobre la justicia, la prensa y la democracia, visible también en ese decreto que no se podía trocear y se ha troceado, con sobreprecio, al dictado de un huido al extranjero que ahora pasará otra impúdica factura.
Todo está tan claro, ya que, en realidad, el interés no está en el futuro del torpe lacayo con toga que ha actuado como tantos otros de su condición en regímenes autoritarios, como el que necesita recrear Sánchez para lograr impunidad para él y su corte, sino en el próximo paso que pueda dar el Tribunal Supremo para cerrar el círculo de esta pavorosa guerra sucia desde las cloacas del Gobierno.
Y no se entendería bien que lo próximo no fuera intentar identificar al «Señor X» de la trama y sentarlo en el banquillo. Tampoco hace falta ser un descendiente de Sherlock Holmes para adivinarlo: su nombre de pila empieza por P, su primer apellido por S y tiene otros casos abiertos en su partido que también reclaman a voces su procesamiento futuro. El Supremo tiene dónde elegir para poner al malandrín en el único puesto que realmente se ha ganado a pulso.
Un artículo muy certero, a la vez que bastante esclarecedor. Que el humo de la hoguera, no cierre los ojos de la Justicia.