Elogio de una mesa
Artículo de calendario, obligado. Pero también deliberadamente anhelado año tras año, no en vano también este artículo vuelve a casa por Navidad. Cada vez que he escrito que me gustan estas fechas porque amo esa sólida red de sentimientos llamada familia, alguien me ha regalado la bromita al uso. Que si no soportan tanta ñoñería, que si la sopa con galets es fusilable, que si odian estas fiestas…
Existen todas las versiones. La versión pijo-qué hortera, que se mira con displicencia a aquellos que retornamos a la infancia en la mesa de Navidad. Están demasiado ocupados rezando con su gurú budista, como para caer en la vulgaridad de nuestras viejas celebraciones. También está la versión pijoprogre, derivada de la primera pero con carga social. Que si es un despilfarro, que si el hambre del mundo, que si el capitalismo consumista. Generalmente estos se van a llorar su letanía salvadora a su magnífica casa ecosostenible de la Cerdanya. Los hay incluso que hablan de la multiculturalidad , indignados por la maldad de mantener una tradición cristiana, cuando tendríamos que celebrar todos el Ramadán. Ya saben, aquello que he escrito alguna vez de que los hay que ven a un cura católico y tienen un sarpullido, pero ven a un imán y tienen un orgasmo. Finalmente, están los intelectuales, demasiado elevados como para permitirse las debilidades humanas. Esta última especie es, por lógica, la que más escribe, comenta y frecuenta los micrófonos del pasotismo navideño. Entre unos y otros, asegurar públicamente que la Navidad es un gran invento, resulta una pequeña tortura.
Sin embargo, y quizás porque la naturaleza del escorpión que late en mi interior no sabe huir de la pelea, tampoco rehúyo nunca la defensa apasionada de estas fechas. Elogio, pues, de la Navidad. Primero, porque sí, se trata de ella, de la tradición, y la tradición es algo profundo, que nos liga a la identidad de siglos y que, a través de la identidad colectiva, nos define individualmente. Somos, en parte, lo que siempre hemos sido. Reinventados, reelaborados, autocríticos, pero atados sólidamente al hilo rojo de nuestra propia historia. O eso, o somos una larga historia, o no somos nada.
Elogio también porque nos merecemos algún paréntesis en el frenesí cotidiano, un retorno a la profundidad de emociones que laten bajo la piel de los nuestros. Quizás para recordar que vivir es darse cuenta de que vivimos. Y sobre todo, elogio desmesurado, encantado, entusiasta de la familia, esa muleta para ir derecho por la vida, esa red que recoge nuestros rotos, ese espejo que nos retorna los sueños. La felicidad nunca radicó en el yo, sino en el nosotros. Y por eso, la mesa de Navidad, con sus quejíos y sus querencias, resulta ser algo parecido a la felicidad. Por lo que es y por lo que somos, gentes asustadas que perdemos el miedo cuando amamos y sabemos que nos aman.