Por Enrique de Diego.- Un hombre que entró en el escenario traicionando a su padre y, de inmediato, sorteando e incumpliendo sus compromisos y juramento el título que merece es Su Bajeza Real. Nada se edifica sobre la traición. Todos los males de la Patria pivotan en torno a Juan Carlos y todas las culpas se concentran en él.

El pacto de la transición pivota sobre la cesión ante la izquierda y los separatistas a la búsqueda de una nueva legitimidad y a la compra de voluntades de esos sectores mediante la generación de un extenso, e insostenible, botín electoral, una clase política, que ha degenerado casta parasitaria. La izquierda entregó su republicanismo a cambio de esa auténtica piñata abierta en los ayuntamientos, las diputaciones, parlamentarizados, y ese engendro demencial de las autonomías, la creación exnihilo de diecisiete estados. Cuatro niveles administrativos. Esto fue siempre una timocracia, devenida en cleptocracia.

La monarquía ha sido un lastre que ha llevado a la Patria al peor de los atolladeros. Juan Carlos jugó desde el principio con una extraordinaria irresponsabilidad. Su tándem con Adolfo Suárez es el de dos aventureros y oportunistas. Durante décadas se ha impuesto la valoración positiva, encomiástica, cortesana, lacaya, de un proceso que fue un error, un inmenso error desde el principio.

Juan Carlos se dedicó a asegurar su puesto de trabajo y los privilegios de su familia generando la nueva aristocracia de los políticos profesionales, una auténtica peste que ha hecho presa sobre el cuerpo social de la nación llevándole a la anemia y, por esta senda, al hambre generalizada. Desde el principio, se jugó con frivolidad con la unidad de España, esta vieja y entrañable nación a la que siempre hubiera amado pero que, en estos tiempos de tantas ofensas y decadencia, tiendo a amarla con pasión. La Constitución de 1978 es el más grave ataque a la unidad nacional perpetrado desde dentro y desde arriba.

En el artículo 2 se introdujo el confuso término nacionalidades, se abrió la espita autonómica con el Título VIII que quedó permanentemente abierta con el absurdo artículo 150.2. La España autonómica es insostenible pero, además, es un ataque en toda regla y en todos los frentes, que sitúa a Juan Carlos como un traidor a la Patria. Traición rima con Borbón. A estas alturas, si no fuera por la sensatez paciente del pueblo español, hasta Murcia sería una nación independiente, porque cuando en un mismo ámbito se generan dos instituciones la lógica es a la competencia y a vaciar de contenido a la competidora. De esa manera, se han multiplicado por diecisiete cada una de las instituciones, hundiendo la economía nacional y llevando a España a la ruina, Juan Carlos es culpable, es el principal culpable de los males de la Patria mía.

Esa nueva aristocracia ha imitado a la monarquía convirtiendo sus puestos en vitalicios y hereditarios. Los hijos de los políticos –las Pajín, las Aído, las Fabra- heredan los puestos o se colocan a los 32 años como asesores del Ministerio de Economía, como el hijo de Esperanza Aguirre. Familias enteras están colocadas en los reinos de taifas. La monarquía se ha extendido como una hiedra corruptora. Porque, como en los peces, la corrupción empieza en las sociedades por la cabeza. El mismo día que era entronizado en las Cortes tenía lugar una reunión de una veintena de patricios monárquicos –Jaime Carvajal, los Urquijo, Joaquín Satrústegui, Manuel Prado y Colón de Carvajal…- en el despacho de José María de Areilza, en la Plaza de Lealtad 2, en la que decidieron dotar al monarca de una considerable fortuna para su tranquilidad personal. No con una derrama, sino mediante la transferencia de un pico de cada barril de petróleo importado por España. La corrupción de Juan Carlos es tempranera y no ha conocido límites. El jefe de gabinete del sha de Persia publicó la carta en la que Juan Carlos le pedía 10 millones de dólares. La he reproducido en mi libro “La monarquía inútil” (Editorial Rambla).

Cartas similares fueron remitidas a las petromonarquías integristas suníes. El pico del crudo representa un millón de dólares por petrolero. Los españoles han pagado más cara la gasolina para hacer más rico al monarca. Roberto Centeno ha contado como cuando siendo consejero delegado de Campsa hizo una negociación con Kuwait y Francisco Fernández Ordóñez y Fernando Abril Martorell le indicaron que desatara lo acordado porque esa era materia que caía en oscuro monopolio bajo la responsabilidad de Manuel Prado y Colón de Carvajal, el hombre del maletín del Borbón.

Hay una corrupción que me indigna sobremanera. No tengan miedo los lectores que todo esto lo tengo ya publicado en “La monarquía inútil” y el único problema es que el monarca goza de impunidad constitucional y en España no hay Justicia. Retomo: me refiero al caso Kio, a la estafa o timo, que Manuel Prado y Juan Carlos perpetraron a los kuwaitíes en la primera guerra del golfo. Según Javier de la Rosa, el hombre de los kuwaitíes en España, fueron 160 millones de dólares; Manuel Prado reconoció ante la Justicia 100 millones de dólares en calidad de asesoramiento. Se vendió a la familia real de Kuwait, en el exilio, que esa impresionante mordida era necesaria para que Juan Carlos permitiera aterrizar a los aviones norteamericanos en las bases españolas. Cuando, tras la guerra, los kuwaitíes reclamaron lo estafado, Manuel Prado se puso a hablar con ellos en estado de excitación y esas conversaciones fueron grabadas: seis horas.

En ellas, Manuel Prado indica que el dinero es para Juan Carlos, al que denomina mon patron, y facilita las cuentas con los códigos del monarca en Liechtenstein. Me indigna porque, mientras tanto, estaban luchando y muriendo valientes soldados; y mientras tanto, sobre su sangre y su muerte, Juan Carlos y Manuel Prado hacían negocio. Esto es todo ello de extraordinaria gravedad pues implica que Juan Carlos está a sueldo de potencias extranjeras y lo está precisamente de las que aspiran a revertir lo conseguido, con tanto sacrificio, por nuestros antepasados en Las Navas de Tolosa para que vuelva Muza.

En un acto de indignidad nacional, de lacayismo, Juan Carlos inauguró la Mezquita de la M-30 madrileña, el centro de expansión del wahabismo y de los sueños de los Saud por retornar a los tiempos de Muza. Eso es un delito de lesa Patria, una traición en toda regla. Y es una indignidad añadida que en los últimos tiempos Corinna haya sido la interlocutora, como si fuera la primera dama de esta vieja nación llamada España, ante los saudíes. La islamización de España está propiciada desde Zarzuela. En estas cuatro décadas de juancarlismo, el cuerpo social se ha corrompido, de forma que la honradez ha llegado a parecer un caso extremo de estupidez. La lealtad y el honor han desaparecido.

El patriotismo ha sido perseguido y execrado y a nuestros jóvenes ni tan siquiera se les permite jurar orgullosos la bandera de la Patria. La monarquía no ha hecho otra cosa que ceder. Se vendió la falaz idea de que al no depender de ningún grupo, el monarca podía atender al interés general. Pero el monarca si tiene un interés personal claro: mantener su puesto de trabajo y los privilegios de su familia. Y a cambio de eso ha cedido en todo lo fundamental. Cesión ante el separatismo y ante el multiculturalismo, ante los secesionistas vascos y catalanes y ante el sátrapa de Marruecos, su primo, que no es tan primo como el de Zarzuela.

Las monarquías entrañan el instinto de la cesión. Tres europeas tienen graves problemas secesionistas: la belga, la inglesa y la española. Las nórdicas naufragan en el multiculturalismo buenista. Si se nos vendió que el último resto de legitimidad monárquica era la ejemplaridad, nada menos ejemplar que la emparentada con Iñaki Urdangarín, cuya foto de familia es una mentira tras otra, con episodios tan de sainete delirante como la caída en Botswana cazando elefantes con la querida. España avergonzada, doliente, humillada desde la cabeza. Del rey abajo no queda nadie honrado. Los partidos son grupos organizados para el delito y el enriquecimiento ilícito de sus dirigentes, como lo son los sindicatos y las patronales. El patio de Monipodio empieza en Zarzuela y se extiende por el solar patrio como si una plaga de garrapatas se hubiera enseñoreado de la piel de toro, carcomiéndola, y extendiendo, con esta avaricia oscura y alocada, el sufrimiento. Juan Carlos es culpable. La monarquía es culpable. La monarquía borbónica juancarlista ha convertido España en una cloaca donde el paro se cobra víctimas crecientes, donde la palabra hambre ha vuelto al diccionario.

La monarquía borbónica juancarlista es culpable y ha de desaparecer y desaparecerá. Expreso desde aquí mi convicción republicana, de que la solución pasa por una República presidencialista, votada en circunscripción nacional, que por ello no dependa de minorías regionales y menos de separatistas, con completa división de poderes, con pocos políticos y bajos impuestos, que implique la vuelta a los valores de trabajo, esfuerzo y sacrificio, iniciativa y responsabilidad, en la que el patriotismo sea la virtud cívica por excelencia.