En torno a la dignidad
La polémica que suscitó hace meses el 15 M, y las concentraciones y manifestaciones a que dieron origen, incitan a poner la atención sobre la dignidad y la indignidad, ya que, a mi modo de ver, hay indignados dignos e indignados que no lo son.
La primera pregunta que yo me he formulado a mí mismo es ésta: Si se habla, como lo hace la Declaración Conciliar Dignitatis Humanae, de la dignidad de la persona humana, dando la impresión de que esa dignidad, en todo caso, es inherente a ella, puede llegarse a la conclusión de que son igualmente dignos Francisco de Asís, el santo, y José Stalin, el genocida, pues ambos eran personas humanas, y hasta, incluso, que San Miguel, el arcángel, y Satanás, el rebelde, son igualmente dignos, pues son de la misma naturaleza.
Las cosas no son así y conviene, para evitar la confusión que se ha producido, distinguir entre naturaleza y persona; lo que se advierte en que, por ejemplo, hay muchos objetos que son de cristal, pero de tamaño y destino diferentes, y que, de igual modo, los naipes de una baraja son de cartulina, y los hay de oros, copas, espadas y bastos.
A nivel mucho más elevado, hay naturaleza angélica y ángeles, separados y distintos, por gracia y gloria, de coros diferentes, alcanzando el mayor rango los querubines y serafines. Pues bien, la naturaleza angélica, la de seres espirituales, la conservan los ángeles rebeldes, a pesar de haber sido expulsados de la Cívitas Dei y arrojados al infierno por toda la eternidad.
A nivel humano, el planteamiento conviene que lo hagamos a partir del texto de la citada Declaración Conciliar, que en su nº 2, dice: “el derecho a la libertad religiosa se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana, (y por lo tanto) no en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza”.
La utilización de las palabras naturaleza y dignidad da la impresión de que aquélla es siempre digna, y, por consiguiente, el fundamento de la más plena libertad religiosa, con la limitación del orden público, que se maneja como equivalente a la moral objetiva por el propio texto conciliar, que exige que la libertad religiosa debe ser reconocida como un derecho civil.
Es sorprendente y curioso que esta amplitud del derecho a la libertad religiosa, basado en la dignidad de la naturaleza humana, coincida prácticamente con el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, de 10 de diciembre de 1948, que dice:
“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión y de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
Señalada esta significativa coincidencia, parece lógico que, con respecto al binomio naturaleza y dignidad humanas, examinemos la cuestión a partir del Génesis. Este examen contempla la dignidad congénita, la dignidad de la naturaleza humana de Cristo y de María, y la dignidad del hombre después del pecado original. Dios -divino alfarero- “le modeló del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida”. Se trata de un Dios trinitario que se pronunció así: “hagamos -en plural- al hombre a nuestra imagen y semejanza… (y) varón y mujer los creo” (1; 26,27 y 2,7).
De estos versículos debemos partir para entender que la palabra hombre hace referencia a la naturaleza humana, y que ésta dió origen a dos seres diferentes, un varón y una mujer. La naturaleza humana se personifica en Adán y Eva. De ellos, y cumpliendo el mandato divino “sed fecundos y multiplicaos” (Gn.1, 28), procede la naturaleza de todo el género o linaje humano.
Ahora bien, siendo humana la naturaleza de cuantos nos integramos en dicho género humano, por ser distintos los genes de cada uno, la naturaleza no es igual en todos. De ahí, que haya varones y hembras, altos y bajos, blancos y negros, listos y tontos, etc.
En la civitas hominis, que fue el Paraíso terrenal, nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que “nuestros padres fueron creados buenos, constituidos en amistad con su Creador, en armonía consigo mismo, en estado de santidad y participación de la vida divina” (nos. 374 y 375); y de este modo se expresa, luego de proclamar “que por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona (y que) no es solamente algo, sino alguien” (nº 357), pero alguien con una naturaleza ab initio sobrenaturalizada.
Creo con toda sinceridad que la alusión a “algo” y “alguien”, hace luz sobre la no identificación de la naturaleza con la dignidad.
La dignidad en la naturaleza y en la persona alcanza el supremo grado en dos supuestos, el de Jesucristo y el de la Virgen María.
En Jesucristo contemplamos una naturaleza humana, pero asumida hipostáticamente por una persona divina. La naturaleza humana de Jesús es única, excepcional y sui generis. Fue concebida en el seno de María, sin concurso de varón, por obra y gracia del Espíritu Santo, y María no podía transmitir el pecado original, porque fue inmaculada en su propia concepción. La muerte de Jesús como hombre no fue la consecuencia del pecado. Fue para hacer posible la redención de los hombres.
A la naturaleza humana de Cristo se refiere San Pablo cuando dice que en ella “habita la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col. 2.9). Nunca pudo llegar tan alta la dignidad de una naturaleza humana.
En María esta dignidad alcanza a todo su ser como criatura a redimir, pero de una criatura que, destinada a ser la Madre de Dios, fue concebida sin pecado original de un modo irrepetible, a saber, por la anticipación de los méritos redentores de Jesús. De una orilla del río se pasa a la otra nadando y, por consiguiente, mojándose, pero también puede pasarse andando sobre un puente. A esto hay que añadir que la concepción en María (es decir, que la naturaleza humana que albergó su seno) fue virginal, sin concurso de varón y que su naturaleza (la de María) no dañada por el pecado, la podía transmitir intacta asumida por su Hijo.
En la persona de María, y con la capacidad máxima de una criatura, pero cualitativa, la naturaleza humana merece, como nos recuerda San Lucas, que el ángel Gabriel la llame “llena de gracia” (1.28).
Entiendo que es de sentido común centrar nuestra atención sobre la naturaleza humana, la nuestra, en la etapa histórica de libertad in status naturae lapse, que comienza con la expulsión del Paraíso, ya en pecado, y concluirá en la jornada de la Parusía y del Juicio Universal. Estaremos de acuerdo en que algo muy grave había afectado y sigue afectando a esa naturaleza. El pecado de quienes fueron origen de la humanidad no sólo fue un pecado personal, sino original y originante, que se trasmite en el momento de la concepción.
La naturaleza humana, in status naturae integrae, individualizada en Adán (el varón) y en Eva (la mujer), en dos personas, vincula al cuerpo y al alma, y en el estado de gracia del Paraíso, la inmortalidad de ésta, como espíritu, era compartida por aquél, en virtud de un don preternatural.
Es Santo Tomás el que nos enseña que “Dios creó al hombre en estado de perfección, con una ciencia completa sin sombra de error en su inteligencia; con justicia original y todas las virtudes en su alma y en su corazón; con el imperio absoluto del alma sobre el cuerpo y sobre toda criatura inferior al hombre” (9: 94, 95 y 96)
¿Cabe mayor desbarajuste de la primitiva naturaleza humana que su escisión, que la separación del alma del cuerpo, que, perdida su inmortalidad, vuelve a la tierra, pues como dijo Dios a Adán: “de la tierra fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás”. (Gn. 3, 19)?
Adán y Eva eran, pues, dos personas de naturaleza humana (cuerpo y espíritu) de altísima dignidad, auténticos iconos Dei, hijos de Dios, y templos del Espíritu Santo. La dignidad se atribuía tanto a la naturaleza como a la persona de cada uno de ellos. Esta doble dignidad estimo que no puede seguir atribuyéndose sin más explicaciones a la naturaleza y a la persona después del pecado original.
El pecado original produjo, según leemos en los números 399 y 400 del mencionado Catecismo, “la pérdida de la santidad, el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo (y) la muerte que hace su entrada en la historia de la humanidad”.
Ante ese estado de desequilibrio interno, y de desarmonía exterior, hay tres respuestas contradictorias. Según una, el pecado de origen no se trasmite por generación, porque fue un pecado personal, y que si se peca es por imitación o contagio. Según otra, diametralmente opuesta, el pecado primero corrompió la naturaleza humana, de tal modo, que no puede borrarse, sino tan sólo cubrirse, con los méritos de Cristo. Según la tercera, basta con las obras buenas para borrar el pecado, sin necesidad de recurrir a ayudas sobrenaturales.
Pues bien; como se aclaró en el Concilio de Trento, la corrupción de la naturaleza humana no fue total. La naturaleza humana, como consecuencia del pecado, quedó maltrecha, debilitada, enferma por dentro y herida por fuera. Así sucede con el hombre, que estando en peligro de morir sigue siendo hombre y puede, con una terapia correcta, recobrar la salud. A las heridas del alma alude también Santo Tomás y enumera como tales “la ignorancia, la malicia, la flaqueza y la concupiscencia” (9:85, a 3)
En el mismo sentido se pronuncia la Constitución Gaudium et Spes, del Vaticano II, que en su número 22 dice que “la semejanza divina del hombre fue deformada por el pecado, que al producir un desequilibrio fundamental en el corazón hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo”.
Es cierto que, como señala la Declaración Dignitatis Humanae, los “principios del orden moral fluyen de la misma naturaleza humana (nº 14), y que “todos los hombres son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, teniendo la obligación moral de buscarla” (nº 2); pero también es cierto que la libertad humana herida por el pecado (Gaudium et Spes, nº 17) la esclaviza; y de tal modo, que el propio Concilio Vaticano II reconoce que “con mucha frecuencia los hombres engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasmas y trocaron la verdad de Dios en mentira, (Lumen Gentium Nº 16).
Es San Pablo el que pone de manifiesto la situación actual de la naturaleza humana, cuando escribe refiriéndose a sí mismo: “según el hombre interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom. 7.24).
Prácticamente, el texto paulino se reproduce por la ya citada Constitución Gaudium et Spes en su número 13, del siguiente modo. “El hombre cuando examina su corazón, comprende su inclinación al mal. Es esto lo que explica la decisión del hombre. Toda la vida humana… se presenta como lucha y por cierto entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas”, es decir, entre la civilización del amor y la cultura del odio, entre el misterio de la gracia y el misterio de la iniquidad.
No parece lógico, por todo ello, que el derecho a la libertad religiosa tenga como fundamento una naturaleza humana herida en desequilibrio íntimo y en combate permanente. No son lo mismo, como base, la arena movediza que la roca firme.
Quedaría incompleta la exposición que acabamos de hacer si no la completásemos con aquello que nos enseña la Revelación. La misma pone de relieve que Dios, justo y misericordioso, no podía comportarse de modo igual con los ángeles que con los hombres. Aquéllos (miríadas) son seres puramente espirituales, que estaban en la Cívitas Dei, mientras que los hombres, con otra naturaleza (cuerpo y alma), Adán y Eva, eran los únicos ciudadanos de la civitas hominis del Paraíso terrenal. Ellos fueron tentados y engañados por un ser de naturaleza superior a la suya.
Los ángeles no fueron víctimas de una tentación ajena, sino de una tentación de soberbia y rebeldía, procedente de ellos mismos.
El castigo que merecieron los ángeles rebeldes y los hombres, en justicia, no podía ser el mismo. A los primeros se les arrojó al infierno por toda la eternidad, mientras que los segundos (Adán y Eva, y con ellos su descendencia) se les expulsó al Valle de lágrimas, y aunque perdieron la inmortalidad del cuerpo, se les prometió que resucitarían, y la vuelta, no al Paraíso perdido, como lo califica John Milton, sino el ingreso en el Paraíso celestial.
El hombre, después del pecado original, se ve acosado por tres enemigos del alma, que son el mundo, el demonio y la carne; y los tres tan poderosos que su naturaleza, debilitada por la inclinación al mal por las tres concupiscencias, de la carne, de los ojos y la soberbia de la vida (por el fomes peccati), consigue que el hombre peque y se haga indigno de la gracia.
Si a esto hay que añadir la rebelión del Cosmos contra los que habían sido rebeldes, se explica la situación dramática y angustiosa del hombre. Si Dios dijo a Adán y Eva “someter la tierra” (no destruirla) la tierra protestó y sigue protestando contra los que no se sometieron al mandato divino al comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Así lo demuestran las sequías y las inundaciones, las erupciones volcánicas y los terremotos.
¡Qué elocuentes las palabras de San Pablo, al hacer referencia a esta rebelación cósmica que produjo el pecado: “(la creación fue) sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, gimiendo y sufriendo los dolores del parto (aunque tenga) la esperanza de ser liberada de la corrupción” (Rom. 8.18)
Por otra parte, el pecado -el originante, y los personales-, inciden en la sociedad porque el hombre no puede suprimir su apellido social. La corrupción, detectada históricamente, y que hoy nos arrolla, acelerada y generalizada, hasta convertir la ciudad del hombre en una societas diaboli, tiene -con sus consecuencias catastróficas- los ejemplos de la que quiso construir la torre de Babel, la del tiempo que precedió al diluvio universal y los de Sodoma y Gomorra.
Ante esta realidad, el Dios justo y misericordioso aplicó la terapia que la justicia y la misericordia le pedían, y he aquí la terapia reparadora de la naturaleza humana ofrecida a cada persona; y que cada persona libremente acepta o rechaza.
Veamos:
Dice la Constitución Gaudium et Spes, que “el hombre se nota incapaz de domeñar con eficiencia, por sí solo, los ataques del mal, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas” (nº 13), y que “la semejanza divina del hombre fue deformada por el pecado” (nº 22).
Dios, que tiene constancia de que el hombre no puede, con su libertad debilitada por el pecado, mantener la dignidad original, “vino en persona”, la del Hijo, a liberar y vigorizar al hombre, renovando interiormente y expulsando al príncipe de este mundo que le retiene en la esclavitud del pecado impidiéndole alcanzar su plenitud” (Gaudium et Spes, nº 13). Esta plenitud se alcanza, cuando la naturaleza humana se dignifica en el hombre concreto, es decir en la persona que tiene un comportamiento digno, combatiendo victoriosamente “las inclinaciones depravadas de su cuerpo” (Gaudium et Spes, nº 13).
El Señor -además- ofrece al hombre los méritos de su Pasión y su Cruz, su Palabra, la Iglesia, los sacramentos, su presencia personal en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos, los ángeles custodios y su Madre. Cada persona puede aceptar este múltiple y eficacísimo ofrecimiento, mantenerse en la dignidad de su naturaleza bautizada, o recuperarla por la Confesión o la Santa Unción, pero también puede rechazarlos, en cuyo supuesto no desaparece su indignidad. La dignidad no se recobra ontológicamente por la naturaleza humana, por sí misma, sino por la voluntaria asunción de la gracia. Para recobrar esa dignidad, que por sí solo no logra (porque es una naturaleza caída en íntimo debate), el Señor ofrece al hombre su gracia, por obra del Espíritu Santo y dador de la vida divina, en la concepción bautismal en el seno de la Madre Iglesia. Se trata de la concepción del “hombre nuevo”, de que habla San Pablo. No es, por lo tanto, la dignidad un antecedente de la libertad, sino el resultado concreto en cada persona de la oferta e invitación que Dios le hace. Son los actos dignos los que dignifican la naturaleza, y los indignos lo que mantienen la indignidad; y actos dignos son aquellos con los que se busca o sirve a la Verdad, así como aquellos otros con los que se hace el bien.
“Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad” (I, Tim. 2) y Cristo dijo: “Yo soy la verdad” y he derramado mi sangre para que podáis recobrar la imagen y semejanza divinas y seáis hijos de Dios. Esa sangre derramada y ofrecida a todos, pro omnibus, sólo aprovechará, sin embargo, a muchos, pro multis (Mat. 10.45), de igual modo que sólo apagan la sed los que beben el agua de un manantial que nunca se agota.
Cristo ha venido, dice San Pablo, a liberarnos de la ley del pecado y de la muerte (eterna), pero esta liberación exige actuar de acuerdo con el Espíritu (V. Rom. 7.14 y 8.2/4), llevando “una vida digna de Dios” (I Tes. 2.12) “tranquila y sosegada” (I. Tim. 2.2).
El hijo pródigo perdió su dignidad “dejando la casa del padre, marchándose a tierra extraña, derrochando su fortuna y viviendo perdidamente” (Lc. 15.13). Se hizo indigno; y así lo confiesa al arrepentirse y regresar a la casa del padre exclamando: “He pecado contra el Cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo; y al padre se le conmovieron las entrañas, y echando a correr, se le echó al cuello y le cubrió de besos. El hijo que le tenía por muerto ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc. 15, 20:24).
La dignidad de hijo no la recobra hasta que reconoce su indignidad. La indignidad no da como fruto la dignidad, sino que la da el acto digno, el arrepentimiento, la vuelta a casa del Padre, y su humilde confesión.
La dignidad se tiene y se recobra por lo que podríamos llamar la Teología del “Si”, manifestado por el “hágase tu voluntad y no la mía”. La Teología del “No” es evidente cuando se rechaza con desprecio y soberbia el generoso ofrecimiento de Dios.
El problema suscitado por el texto de la declaración Dignitatis Humanae se debe, a mi parecer, al manejo, sin la claridad suficiente, de las palabras “naturaleza” y “dignidad”, por una parte, y en confundir “dignidad” con superioridad.
Yo entiendo que un arzobispo, un general, un ministro, un embajador son superiores, por su cargo, a quienes son sus subordinados; tienen una investidura de dignatarios, y ello a pesar de ser indignos en su comportamiento. De modo semejante, el genocida o el corruptor de menores, no obstante sus actos indignos, siguen siendo superiores, en cuanto a su naturaleza humana, a los animales.
En resumen, la naturaleza humana en la época histórica que nos ha tocado vivir no lleva consigo su dignidad. La naturaleza humana se hace digna por los actos dignos de la persona.
A esto hay que añadir que si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios Trino, el hombre, en virtud de esta imagen y semejanza, es un ser social, un animal político, como dice Juan Antonio Widow. La civitas hominis del Paraíso lo fue a imagen y semejanza de la Civitas Dei. Por eso, la expulsión de este Paraíso temporal y terrenal al Valle de lágrimas después del pecado de origen, es comprensible como lo es la expulsión del Paraíso Celestial y eterno de los ángeles rebeldes.
Viene a cuento este recordatorio, porque comer del fruto prohibido, no sólo afectó gravemente a la naturaleza humana individualizada en cada persona, sino a la sociedad en la que los hombres vivimos.
Reflexionando sobre el tema, y repasando el Génesis, me detuve meditando sobre el primer homicidio de la historia, sobre el pecado de Caín que mató a su hermano Abel, y que ahondó la indignidad que había heredado de sus padres. A la pregunta del Señor “¿Dónde está tu hermano?”, respondió Caín: “No sé, ¿soy yo el guardián de mi hermano?” (4.8/9).
Claro que era el guardián, como debemos serlo nosotros, como debe serlo la sociedad a la que pertenecemos y deben serlo los Estados. Ya sé que profundizar en el tema nos llevaría muy lejos, pero sin pretenderlo no renuncio a declarar que de acuerdo con los versículos del Génesis se halla la doctrina tradicional católica sobre las relaciones Iglesia-Estado, y en concreto sobre el debatido problema de la libertad religiosa.
Según el magisterio tradicional, es preciso distinguir entre el error y el que yerra y entre tolerancia y libertad.
Pío IX, en su Encíclica Quanta Cura, de 8 de diciembre de 1864 decía: “La libertad religiosa en el fuero externo es contraria a la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres y que el Estado (católico) tiene la obligación de reprimir con sanciones penales a los violadores de la religión católica”.
León XIII, en su Libertas, de 20 de junio de 1888, nos enseña que “El derecho es una facultad moral; y que es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza”.
Y Pío XII, en su Alocución a los juristas italianos, de 6 de diciembre de 1953, afirmó: “Lo que no corresponde a la verdad y a la norma moral, no tiene objetivamente derecho alguno, ni a la acción, ni a la existencia, ni a la propaganda. Sobre este punto no ha existido nunca y no existirá para la Iglesia ninguna vacilación, ningún pacto, ni en la teoría ni en la práctica. Su postura no ha cambiado en el curso de la Historia, ni puede cambiar”.
Conforme a esta doctrina no hay un derecho al error, sino tan sólo una tolerancia, fruto, no de la indiferencia o del mal menor, sino de la caridad con respecto al que estando obligado a la búsqueda de la verdad no la encuentra, con respecto al que no ha llegado la predicción del Evangelio, con respecto al que resulta poco menos que imposible salir de una sociedad en la que el error ha sido heredado y persiste a través de siglos.
A la tolerancia caritativa alude la Declaración Dignitatis Humanae en los siguientes términos: “La caridad de Cristo acucia (que) se trate con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe” (nº 14).
Caritas in veritate, titula Benedicto XVI su Encíclica de 29 de junio de 2009. Pues bien, si hemos de vivir “la verdad en la caridad”, como dice San Pablo en la Epístola a los Efesios (4,15) y reitera la Constitución Lumen Gentium, en su nº 7, también la caridad exige que no se oculte la verdad o se falsee. Es la verdad la que nos hace libres (Jn. 8.32), por lo que es una contradicción que en nombre de la libertad, que ha sido concebida por Dios al hombre, se trate con igualdad a la comunidad religiosa católica, fiel a Cristo, que es la Verdad (Jn.14,5), que a aquellas que la rechazan.
Siguiendo esta línea, el cardenal Ottaviani, en una conferencia, el 2 de marzo de 1953, pidió al Estado no sólo “la inspiración cristiana de la legislación y la defensa del patrimonio religioso contra todo asalto de los que quieren arrancar al pueblo del tesoro de su fe”, sino que se opuso a que un Estado católico convirtiera este tipo de libertad religiosa en un derecho civil, como exige la Declaración Dignitatis Humanae, la cual, para mayor abundancia, luego de referirse a la inmunidad de coacción externa, reitera que “esa inmunidad permanece (con respecto a los) que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella, y no puede impedírseles su ejercicio con tal de que se respete el orden público” (nº 2). Por ello, a la libertad para el culto privado, propio de la tolerancia, el documento conciliar añade que a las comunidades religiosas (y por tanto a las no católicas) “se les reconozca (lógicamente por los Estados confesionalmente católicos, que ya, por desgracia han desaparecido), el (mismo) derecho de inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público, para ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sostenerla mediante la doctrina, así como para promover instituciones en las que sus seguidores colaboren con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos (no debiendo) ser impedida en la enseñanza y en la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe pudiéndose reunir libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas (y) sociales” (nº4).
No hay que hacer ningún esfuerzo para darse cuenta de que esta pastoral política está en abierta contradicción con el Magisterio Pontificio precedente.
Así, San Pío X en su Encíclica Quas Primas, de 11 de diciembre de 1925, luego de calificar al laicismo como “peste de nuestro tiempo”, escribe que, bajo su influencia, la Religión Cristiana (ha sido) igualada a las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de éstas”. (nº 23).
En síntesis, aunque sea doloroso recordarlo: “Según la doctrina tradicional la autoridad civil tiene la obligación de impedir que el error se difunda, pero según la doctrina conciliar la autoridad civil tiene la obligación de reconocer y permitir el ejercicio, como un derecho natural, de la difusión de ese mismo error”.
Lo cierto es que al amparo de esta pastoral política la unidad católica de España, tan elogiada por Juan XXIII, Pablo VI e incluso el cardenal Tarancón, se ha roto; porque en una nación, como la nuestra, sólo abriendo paso libre al error, podían captar sus fieles las comunidades religiosas no católicas. Esa misma pastoral, que ha renunciado al Estado católico, y abre sus puertas a organizaciones y manifestaciones ateas y antiteas, no creo que sea la más apropiada para que “todos se salven (llegando) al conocimiento de la Verdad” (I.Tim.nº4).
Concluyo este trabajo advirtiendo al lector que, sin duda, por la intervención en los debates conciliares de quienes mantuvieron la doctrina tradicional, se encuentran en los documentos definitivos expresiones a través de las cuales se pone de manifiesto que “el hombre no puede adherirse a Dios -a menos que atraído por el Padre rinda a Dios el obsequio racional y libre de su fe” (Dignitatis Humanae nº 14). Lo que es así, porque esa libertad primigenia no es un don que justifique la libertad moral de la conciencia, tanto para delinquir, como para pecar; sobre todo cuando, con independencia de la invitación divina, “el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad del hombre” (Gaudium et Spes nº 16) “Lo grandioso de esa dignidad se produce cuando, liberado totalmente de la cautividad de sus pasiones, tiende a su fin de libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado” (Gaudium et Spes, 16 y 17).
Aquí se halla, a mi juicio, el porqué la dignidad del hombre radica en esa obediencia, libremente aceptada por la persona que individualiza la naturaleza, ya que el ser humano tiene un código genético, un ADN singular y hasta una huella dactilar identificante. Por eso, las lesiones que por el pecado se produjeron en la naturaleza y que afectan al recto uso de su libertad, pueden superarse conjugando la gracia con ella, como lo define el Concilio de Trento: libertas cooperando cum gratia. Son los actos dignos los que permiten atribuir la dignidad a la persona que hace la voluntad de Dios, y no la rechaza.
La dignidad, pues, de la persona, en el largo capítulo de la historia humana que comenzó al cierre del Paraíso terrenal, y que finalizará con la Parusía, no es un antecedente natural que justifique la libertad religiosa que presenta la Declaración Dignitatis Humanae, sino el resultado de un comportamiento personal, que exige solamente la tolerancia.
La transformación del hombre en una nueva criatura, a la que hace referencia la conversación de Jesús con Nicodemo (Jn. 3; 4: y 9), en un hombre nuevo, dice San Pablo (Ef. 4.24), explica que la reconquista de la dignidad perdida sea un deseo, una aspiración, que los textos sagrados nos revelan, como éstos:
“Señor, no soy digno de que entres en mi pecho” (Mt. 8.8).
“El que no carga con su Cruz y me sigue, no es digno de mi” (Mt. 10.38).
“No me creo digno de venir a tí personalmente”(Luc. 7.6).
“Que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo” (así rezamos en la Salve).
“Viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias” (Luc. 3.16).
No cabe duda de que la Teología liberal, que tanto influyó en el Concilio Vaticano II, entendió que la amplia libertad religiosa tenía que justificarse con argumentos teológicos que encubrieran el deseo de que esa libertad permitiera a la Iglesia católica ser respetada de derecho y de hecho donde no lo era. A cambio, las comunidades no católicas gozarían de un derecho civil pleno en los países de tradición cristiana, incluso en aquellos, como España, cuyos Estados eran confesionalmente católicos.
Los resultados de esta pastoral política no han podido ser peores. Mientras las comunidades religiosas, especialmente las islámicas, se han instalado sin dificultad en lo que fue la Cristiandad, los cristianos, en los países de mayoría mahometana, e incluso con Estados laicos, es decir, no confesionales, son perseguidos, asesinados y empujados al exilio, a la vez que se destruyen o queman sus templos.
MUY BUENA LECCION