Legitimidades muy caras
La Constitución de 1812 imponía a los españoles la obligación de ser “justos y benéficos”. El muy decimonónico enunciado tiene, visto hoy, un componente de belleza innegable, por mucho que su valor real no pase de lo meramente enunciativo. Nuestra Constitución actual contiene también algún que otro artículo meramente declarativo, sin efectividad real, como el que habla del derecho de todos los españoles a una vivienda digna, o del derecho y deber de trabajar de todos los ciudadanos.
En otro ridículo brindis al sol se ha quedado la reciente modificación constitucional que impone un techo de gasto, una mera declaración con escaso crédito. Si lo que se pretendía era calmar a los llamados “mercados”, no se ha conseguido (a los datos me remito). Es lógico, no puede tener credibilidad alguna un país que reforma su Ley Fundamental cuando, unos días más tarde, uno de sus gobiernos regionales (el catalán) declara abiertamente su disposición a incumplir la Ley y a no acatar sentencias firmes de los Tribunales de Justicia. ¿Quién puede creer en el compromiso de una nación que tiene insumisos legales entre sus propios dirigentes?
El problema es que las declaraciones de intenciones son eso, declaraciones, y los hechos vienen desmintiéndolas desde hace demasiado tiempo. No hace falta escribir lo que se va a hacer, hay que hacerlo. No hay que poner un techo de gasto, sino gastar menos.
El gasto en España es ingente; si fuésemos capaces de adecuar muchas partidas desorbitadas y suprimir otras tantas innecesarias, nuestro llamado Estado del Bienestar dejaría en mantillas al sueco.
¿De dónde procede todo este gasto? ¿Cuál es el mecanismo que nos ha llevado a este agujero? A mi modo de ver la creación, imposición y blindaje de ciertas legitimidades. Unas legitimidades muy caras.
La Transición se fundamentó en la construcción de una España que pudiese acoger a todos; con esta intención se cedieron parcelas de poder, legitimadas por presuntos hechos nacionales, que se basaban en cesiones de autogobierno y autogestión a cambio de lealtad.
No voy a descubrir nada si digo que aquellos llamados a devolver lealtad en pago a la entrega de poder y presupuesto comenzaron a traicionar el pacto al día siguiente. Los nacionalismos catalán y vasco jamás se han bajado de su idea de desmembrar España, pero sí han exigido que se cumpla un mecanismo que sólo ha servido para aumentar y encastillar sus atribuciones, y de paso, su capacidad de gasto y endeudamiento. ¿Su legitimidad? La defensa de los derechos históricos de los pueblos catalán y vasco. Una legitimidad aceptada por todos cuya factura, sólo para mantenerse en pie, es tremendamente onerosa. A rueda de éstos han ido colocándose un total de 17 comunidades autónomas que hacen del agujero una sima. ¿Legitimidad? El derecho al autogobierno, la abolición del centralismo…
La cosa no acaba ahí. Al calor del consenso de 1975 se arrimaron un montón de instituciones que reclamaban fondos públicos abrigados por legitimidades que hundían sus raíces en atribuciones que la Dictadura les había denegado. Ejemplo palmario de esto son los sindicatos UGT y CCOO, cuya legitimidad recaudatoria (hasta ahora no practicada “de facto” en lo que llevamos de democracia) es la defensa de los derechos de los trabajadores. Da igual que estos sindicatos no hagan absolutamente nada por defender a los trabajadores y se hayan constituido en una agencia de generación de liberados sindicales que cobran sin trabajar. Como nadie discute ni su legitimidad, ni la exclusiva titularidad de la misma, el chorreo de dinero público (escandaloso y preocupantemente creciente) está plenamente justificado.
La lista de “legitimados” es tan extensa que daría para un libro, pero a fin de cuentas, España se ha convertido en un lugar en el que un montón de gente anda buscando cómo colocarse una etiqueta legitimadora que le faculte a meter su jarra (cuanto más grande mejor) en el aljibe común. Algunos vienen con modestas vasijas, otros no se cortan y traen camiones cisterna.
El caso es poder decir que se esquilma en nombre de la defensa de la cultura, de la propiedad intelectual, del deporte, de la necesidad de asesorar al poder público, de la correcta administración del patrimonio lingüístico o de la necesaria subvención a la liberación sexual de la mujer o del estudio de la lenteja persa… sólo hay que buscarse una legitimidad, conseguir que sea aceptada…y a ordeñar.
A final, el desposeído no es otro que el ciudadano de clase media que no ha podido buscarse más legitimidad que su trabajo, su esfuerzo y su nómina, convertido en pagano de todos aquellos que sí han sido capaces de colgarse el cartel de legitimados.
De nada vale poner retóricos techos de gasto aunque estén grabados en bronce, si quienes los ponen forman parte del sistema de carísimas legitimidades que nos arruinan. Y de nada valdrá tanta indignación si no va dirigida contra quienes se han legitimado para indignarnos día tras día… con nuestro dinero.
Pedazo de articulo. Quedaria fenomenal impreso y clavado en el pecho de algun corrupto con una daga florentina, ahi en el quinto espacio intercostal, para que no haga esquirlas de hueso, que estorban en las autopsias.
¡¡¡Magnifico!!!