El señorito del Palace
Bien es sabido, como decía magistralmente George Orwell, que ningún nacionalista piensa, habla o escribe sobre otra cosa que en lo relativo a la supuesta superioridad de su patria. Por tanto, resulta difícil, sino imposible, para cualquier nacionalista esconder su lealtad sin tropezar con esa mirada ciega y montaraz que le caracteriza. Así que sólo cabe esperar de ellos su declaración de preponderancia no sólo en términos políticos, lo cual es cuestionable, sino también en el arte, la literatura o, incluso, de la belleza física de sus habitantes. Asunto ciertamente repugnante.
Así que abstraídos en su belleza sin igual, helos ahí, este ademán de señoritos de buena familia, secuaces por omisión del asalto con corbata al Palau, adalides de financiaciones ilegales y responsables de desfalcos y quiebras en extinguidas bancas catalanas. Son los oligarcas que se mofan del acento de los andaluces y señalan que no se les entiende. Por el contrario, a los oligarcas del señoritismo, muy a su pesar, se les entiende todo. Porque son los mismos que se atreven a calificar de chonis a aquellos que no pertenecen a su tribu privilegiada y déspota. Son los mismos que se pasean por los graneros de votos del extrarradio barcelonés bailando sevillanas si fuera preciso, jugando al folclore, con objeto de ganar diez votos y medio. Pero ya es sabido que cuando se juguetea con el folclore se acaba folclórica. Por eso no es de extrañar que Duran i Lleida, enarbolando su bata de cola alcampelina –con los colores de la senyera, huelga decir-, se haya despachado a gusto afirmando que los andaluces se gastan el PER en el bar del pueblo. A semejante grosería que merecería la más vil de las condenas, respondieron con aplausos y algarabía los acólitos displicentes del mitin de turno, esa horda irreal y absurda, paradigma de la pleitesía acrítica. Pero no me extraña. Resulta curioso cómo los nacionalistas se escudan en razones ancestrales para menospreciar todo lo que orilla más allá de su frontera.
Sin embargo, hay que ver qué chulería y clasismo el del señorito que lleva casi treinta años viviendo de la sopa boba del erario público, gracias a lo cual puede presumir de vivir en el Hotel Palace de Madrid. No en vano, este aprendiz de oligarca no sabría vivir sin una suite de lujo, sin la costumbre de vestir trajes y corbatas de las mejores firmas, sin los sinsabores de la haute cuisine y sin las bondades de tener un sequito tras sus espaldas. ¡Pero qué lujosos nos han salido algunos democristianos! Ya sabemos del apego por la suntuosidad de la oligarquía del establishment. No obstante, qué poco le importan a este señor los subsidiados del PER andaluz. Ni mucho menos los seis millones de parados -sin el tradicional maquillaje gubernamental-. Lo único que le importa al sempiterno ministrable, cuya soberbia sólo es comparable a su sectarismo ideológico, es mantener el estatus de monarca sin trono. Pero haría bien el nacionalista de Huesca en mirar allende los cristales de su hotel para darse cuenta de la miseria en la que viven muchos españoles y de la hipocresía que destilan sus palabras.
Y es que dice la criatura del Pujolismo, niño mimado del Molt Honorable, que está en contra de la subvención. No podría estar más de acuerdo con él. De hecho, habría que acabar con todas las subvenciones y enterrar esta cultura tan dañina para el alma de una sociedad libre. Y por ejemplo, empezaría criticando los 5.000 millones de euros que el Gobierno dio el año pasado al sector del automóvil, al más estilo Keynes. El problema es que Cataluña se benefició más que ninguna otra región española y claro eso no interesa que se divulgue. Luego, resulta de vital importancia ayudar al ínclito Duran a hacer memoria.
Tal vez habría que dejar de subvencionar sine die a la televisión pública catalana, que nos cuesta a los catalanes casi 2.000 millones de euros al año. O dejar de derrochar la módica cifra de 1,4 millones de euros para el doblaje de 25 películas al catalán. Todo para que sólo una ínfima parte de la tribu del dogma patriótico esté contenta y construir simbólicamente esa nación artificiosa cuyos caprichos nos están llevando a la ruina. O no subvencionar a Òmnium Cultural, que tan sólo ha recibido 7,6 millones de euros entre los años 2004 y 2008. Todo es poco, por lo visto, para contribuir a la causa del menosprecio al estado opresor y a fer país. O acaso le sugeriría al ilustre Duran que no se subvencione a los medios en catalán, y que este año nos costará la friolera de 6,8 millones de euros. Brillante medida para convertir a los medios en entes concertados y de servicio a la causa. O acabar con las subvenciones a asociaciones pro Païssos Catalans. O los 10,5 millones de euros en subvenciones a Spanair. O el dinero de auxilio a las selecciones deportivas catalanas. O cerrar esos organismos inservibles como el CAC –un auténtico órgano liberticida. Pero me temo que el señorito del Palace no está por la labor. Porque, parafraseando a José Saramago, los nacionalistas no se quedan ciegos. Ya están ciegos, ciegos que ven o ciegos que, viendo no ven.
Qué ironía. Saramago no lo sabía, pero al escribir esta frase para su Ensayo sobre la Ceguera estaba pensando en el nacionalismo catalán. Y no se equivocó.