Un silencio al que nunca podremos acostumbrarnos
ISMAEL MEDINA, nuestro patriarca, amigo y compañero, nos acaba de dejar. La firma más comprometida y valiente de todos los que formamos parte de esta gran familia de plumíferos que lloramos los males de España porque la amamos demasiado. El fue el incansable paladín en esa lucha terca y esperanzada por una España mejor, grande y libre, que no ha podido disfrutar, aunque sé y espero que allá arriba, más allá de las estrellas, donde descansan el sueño eterno las almas nobles y generosas, seguirá infundiéndonos sus inigualables lecciones de españolismo y dignidad que él más que ninguno supo exteriorizar y hacérnoslas sentir. Porque los grandes hombres, los limpios de corazón, los privilegiados del destino, nunca mueren, ni enmudecen, ya que sus vivencias, recuerdos y magistrales lecciones, nos acompañarán más allá de su existencia.
Me figuro y así lo quiero creer que estará ya junto a su inolvidable y amada Conchita, cuya ausencia nunca logró superar. Fue su amantísima compañera y esposa en vida y su musa y constante obsesión desde el mismo instante en que le dejó para recibir el premio eterno a su bondad. No he conocido a un hombre más enamorado del recuerdo a una mujer que debió ser excepcional. Ni a una persona tan íntegra y enemigo de adulaciones, aunque las mereciera con creces y se las dedicáramos de corazón. Yo tuve la oportunidad de dedicarle una Contraportada en estas páginas, el día 21 de octubre del pasado año, “Elogio de un gran español y entrañable amigo: Ismael Medina”, cuando ya estaba bastante enfermo y muy fastidiado, según me contaba en sus frecuentes correos, aunque en ningún momento mostró la contrariedad y el reproche ante tantas desgracias y graves males físicos padecidos. Su profunda fe cristiana le infundía el valor necesario para enfrentarse a tan dura situación con una serenidad que a mí me causaba admiración y hasta cierta envidia. He sido siempre su más ferviente admirador y me enorgullecía contarme entre sus amigos.
Quise y así lo exponía en mi citado artículo, homenajear en vida al amigo, maestro y compañero, ya que estimo que los elogios y homenajes han de hacerse en vida del interesado, para que pueda conocer la huella y el ejemplo que nos causa a los que tenemos la suerte de tratarle y conocerle. Los elogios póstumos son más bien un lenitivo y consuelo al dolor que sufren los que le pierden, pero carecen de valor para el que ya está más allá de las fronteras vitales.
Hemos perdido a un gran amigo, irreemplazable e inolvidable y España a uno de sus hijos más empecinado y entrañable en la defensa de sus valores e ideales por los que mantenía, sin el menor desaliento, una constante batalla literaria, en la que se advertía la sinceridad de su noble y sincero sentimiento. Un Quijote sin casco ni adarga, que utilizando como lanza su afilada y siempre acertada pluma, se dedicó a la defensa de esa Dulcinea, su otro gran amor, llamada España.
Descanse en paz el querido y admirado compañero y amigo y desde estas páginas quiero transmitir a su familia el sentimiento de mi más sincero dolor, elevando una oración por su eterno descanso, que es lo único que podemos hacer los que le quisimos, respetamos y nunca olvidaremos. Mi querido Ismael, hasta siempre.