Teatro de farsa
Establecía recientemente la semejanza existente entre los anfiteatros de la antigüedad clásica y el Congreso de los Diputados.
Al igual que cada año se pone en escena La pasión cuando llega la Semana Santa, en el anfiteatro de la Calle San Jerónimo de Madrid, habitualmente se representa en el primer semestre del año esa farsa a la que conocemos como “El debate sobre el estado de la Nación”, cuyo tema debería girar sobre la vida real del común de los españoles, pero que como en el Don Juan de Zorrilla, aunque cambien los actores, los personajes son siempre los mismos y de antemano conocemos el desenlace de la obra.
Los buenos, son malísimos y los infames resultan ser los salvadores de una historia de enredo, en la que al final, las medias verdades, el equívoco, la ocultación, el disimulo, el fingimiento, la demagogia y la mentira se erigen en la tramoya sobre la que se articula la farsa, a la que nosotros, que aparentemente somos el objeto de la misma, acudimos como mudos espectadores.
Con estupefacción y perplejidad contemplamos como el causante de nuestras desdichas y miserias, acusa a su antagonista de todos nuestros males y se erige el ángel salvador de tan nefasta forma de actuar.
Pero se da una paradoja y es que como no existiría el bien de no prevalecer el mal, ni la noche sin el día, resulta que cuanto más malo es el aparentemente bueno, más bueno hace al presuntamente malo, de tal forma que el mudo y confundido espectador termina siempre por no saber quién es quién y con la sospecha de que está siendo una marioneta en manos de los antagonistas.
No sé si la representación es un sainete, una bufonada o un drama en el que el primero en aparecer en escena es el protagonista, después está previsto que haga su presentación el antagonista, más tarde los personajes secundarios y en el gallinero los palmeros o abucheadores según el caso. Todos ellos en conjunto, ficticiamente constituyen dos fuerzas que se contraponen y entran en colisión; que según sus mutuas recriminaciones, supuestamente persiguen objetivos absolutamente enfrentados. Pero solo supuestamente. En el fondo solo persiguen permanecer el mayor tiempo posible en el centro del escenario bajo el círculo que dibuja el foco luminoso de la tramoya, dejando en sombra a todos los demás.
Los personajes que mayor notoriedad adquieren en el transcurso de sus distintas representaciones, son aquellos que encarnan a los protagonistas y antagonistas. Son quienes condensan el conflicto; quienes lo llevan hasta sus últimas, y a menudo, dramáticas consecuencias. Consecuencias que soportamos sufridamente aquellos que, como el soldado que se presenta voluntario forzoso para una misión suicida, además, pagamos la entrada para contemplar tan descorazonador espectáculo.
Lo sorprendente, es que casi todos los actores coinciden en las grandes perspectivas de permanecer bajo los focos del escenario que suelen tener los malos, los villanos de la obra. Por ello buscan denodadamente alcanzar sus metas más allá de toda lógica; retrasan la solución del conflicto, aunque los destinatarios de la obra, generalmente no estén de su lado, ni quieran que triunfen. Son inescrupulosos, actúan por fuera de la ley, de la moral o de los valores de cada libreto. A fin de cuentas, son los infames, los traidores y desleales, quienes a la postre, cuanto más creíbles son sus maldades, cuanto más odio y bronca generan, son recordados por el público.
Lo cierto es que este no es el tiempo de los malos, sino el de los peores, pero como pretexto para alzar el telón del gran teatro del mundo, los actores utilizarán la eterna lucha entre el bien y el mal.
A la postre, como dijo el príncipe de los ingenios,
No olvides que es comedia nuestra vida
y teatro de farsa el mundo todo
que muda el aparato por instantes
y que todos en él somos farsantes;
acuérdate que Dios, de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso,
es autor que la hizo y la compuso.
Al que dio papel breve,
solo le tocó hacerle como debe;
y al que se le dio largo,
solo el hacerle bien dejó a su cargo.
Si te mandó que hicieses
la persona de un pobre o un esclavo,
de un rey o de un tullido,
haz el papel que Dios te ha repartido;
pues solo está a tu cuenta
hacer con perfección el personaje,
en obras, en acciones, en lenguaje;
que al repartir los dichos y papeles,
la representación o mucha o poca
solo al autor de la comedia toca.
El tema fundamental que articula este auto de Calderón es el de la vida humana como un teatro donde cada persona representa un papel.
Los mismos se eligen a partir de una sucesión de características que definen a cada uno en una posición. Así se desprende entonces el protagonista, el antagonista, los personajes secundarios y colectivos. Se entiende a los mismos como las fuerzas que se contraponen y entran en conflicto.
Los personajes que más visibilidad adquieren a lo largo del tiempo son los famosos protagonistas y antagonistas por ser quienes condensan el conflicto, quienes lo llevan hasta sus últimas consecuencias. Quizás parezca extraño, pero muchas veces son los antagonistas aquellos personajes que desean realizar todos los actores. Las razones son muchas y de la más variadas. Sin embargo, todos coinciden en la cantidad de posibilidades de interpretación que suelen tener los malos, los villanos de las obras de teatro. Estos buscan alcanzar sus metas más allá de todo, retrasan la solución del conflicto, y los lectores y espectadores destinatarios de la obra, generalmente no están de su lado, no quieren que triunfe. Son inescrupulosos, actúan por fuera de la ley, de la moral o de los valores de cada obra (teniendo en cuenta el contexto en el que fueron escritas y son representadas).
Los villanos son recordados por el público cuanto más creíbles son sus maldades, cuanto más odio y bronca generan. Es en ese punto que críticos y artistas coinciden que se trata de una buena representación.
Si nos remontamos al siglo V a.d en el antiguo teatro griego y romano existían estas fuerzas contrapuestas y los personajes malvados llevaban a cabo toda clase de accionares para evitar que se cumpla el fin del héroe. En el siglo de Oro Español, el personaje del villano cobró real importancia; sobre todo a partir de las obras de teatro escritas por el dramaturgo español, Pedro Calderón de la Barca. En este caso, el villano o labrador rico es el representante de una clase social popular acomodada, a la que también le corresponde mantener su honor frente a los abusos nobiliarios. Aparece representado de dos modos: el bobo y el cómico. El primero estorba, retrasa la resolución del conflicto por inocente o incapaz. El segundo, es el que cobra más importancia y es el que aparece con mayor exaltación en las comedias. Una de las características esenciales es la afición al vino que le da una nota cómica pero que contribuye al malentendido que suele expresar respecto de todos los temas, aunque en realidad es parte de una estrategia para ocultar las malas intensiones. Otro rasgo tradicional del villano cómico es su simpleza. Y lo que hace del villano un bobo es generalmente su incapacidad de entender lo que se dice o lo que se hace. La simpleza se traduce en particular por las confusiones verbales que animan determinadas escenas en que se confrontan el mundo culto de las antigüedades mitológicas o bíblicas y el mundo inculto del campesino limitado a su basto entorno.
La recreación de dicho personaje será retomada por otros géneros dramáticos a lo largo de la historia.
Sin lugar a dudas, es imposible imaginar una escena en la que no aparezca construido el personaje del malvado, del que se enfrenta. Sin este, la historia pareciera no avanzar, no dirigirse hacia ningún lado y la riqueza del enfrentamiento entre la maldad y la bondad, entre los buenos y los malos no tendría lugar haciendo de la obra un texto pobre, con poco para contar.
Como siempre, estupendo artículo. ¿Ha quedado algo de nuestras ilusiones en el tiempo de la UCD?
Nunca mejor descrito el parlamento español y el debate del estado de la nacion.
Muy bueno, gracias