Semana de nostálgicos recuerdos
A. Arbolí.- La Semana Santa, por lo visto aún la sigue llamando así, nuestros políticos desaparecen del panorama. No digo descansan pues esto lo hacen durante todo el año. Solo cuando sienten el remordimiento de su bien pagada ociosidad se dedican a “trastear” en nuestras economías y descargarnos del cada vez más exiguo recurso monetario. Estos días suponen un bienvenido paréntesis a nuestros sobresaltos y pesadillas un día sí y el otro también. Al menos, sabemos que hasta el lunes de Pascua, no nos van a hacer la “ídem” con sus subidas de impuestos, recortes y otras lindezas.
Es el tiempo de las caras nuevas en los programas televisivos y locales cerrados, (aunque esto sea ya habitual en nuestros barrios en cualquier día del año), y para los que nos quedamos en casa, una ocasión idónea para ponernos al día en la lectura de todos esos libros que se hallaban aparcados momentáneamente; pasear si el tiempo nos lo permite, ver la película de la que tanto nos han hablado o sentarse tranquilamente en un banco o terraza para vivir unos momentos de calma algo que ya nos parece imposible ante tanta manifestación o protesta generalizada y no quiero decir injustificada. Unos días muy a propósito para templar ánimos, desconectarse de la política o no encabritarse con las noticias de la “tele”, pues son días en que sus señorías y esa cohorte de privilegiados que viven a costa de nuestros votos, descansan en sus feudos de lujo y no “trajinean” la fórmula de hacernos pasar calamidades a costa de armar la marimorena, (dicho coloquialmente), en sus sesiones parlamentarias.
En estas fechas tan especiales me acuerdo mucho del ambiente que se vive en mi tierra sureña. Madrid, vive sus fiestas casi en el anonimato. Es tan enorme que cualquier festejo que se celebre pasa inadvertido fuera del ámbito concreto donde tiene lugar y en ocasiones señaladas en sus proximidades y barrios colindantes. Ni siquiera la popular y entrañable Verbena de San Isidro, que es su Patrón, se extralimita mucho más allá de la calle del General Ricardos y la calle del Paseo Quince de Mayo, en cuya explanada final se halla la Ermita del Santo y se celebra la popular romería y fiesta. Llevo más de cincuenta años en Madrid y solo he visto sus procesiones en una Semana Santa que hice un reportaje para “Pueblo”. No he vuelto a presenciarla ningún otro año, aunque sí las he visto alguna que otra vez en la televisión. Cuando vivía en Cádiz y San Fernando, no me perdía ninguna y estaba al tanto de sus salidas y recorridos. Incluso fui de penitente en algunas hermandades. Aquí no te enteras nunca de nada, como no dispongas de televisión. No conoces ni sabes quién es y cómo se llama tu vecino. Te cruzas con él en la escalera nos saludamos cortésmente y fin de la película.
Siento en estas fechas morriña de mi tierra andaluza y echo mucho de menos su ambiente festivo y religioso, aunque para algunos sea un evento turístico y lucrativo simplemente. Para la mayoría, diría yo, viendo el rumbo que han tomado nuestras ancestrales tradiciones y creencias. UN año más ausente de esa tierra a la que llamaban de “María Santísima” –hoy me temo que esa coletilla habrá quedado obsoleta, como tantas otras cosas- y que tanto añoramos todos cuantos nos encontramos fuera de su entorno. Me refiero a la lejanía física, que no la emocional y sentimental pues ésta me acompañará doliente y firme hasta el final de mi vida. Llevo más de cincuenta años residiendo en Madrid, casado felizmente con una madrileña castiza, (nacida en Embajadores y criada en Arganzuela) y tres hijos y tres nietos de idéntico origen y sigo siendo y considerándome andaluz hasta la médula. Ni los cincuenta y tres años de matrimonio han podido “castellanizarme” , pues conservo intacto ese andaluz cerrado e inconfundible, sin las “eses” y otras letras inusuales en el habla de los de mi tierra, aunque si las tengamos presentes en nuestros escritos. Nada extraño, ya que nunca he pretendido desprenderme de esa peculiaridad que me identificaba con mis orígenes.
Ser andaluz ha sido para mí primordial a lo largo de mi ya extensa vida. Es como el talento, el arte y otras facultades que distinguen al ser humano y que no se aprende en centros escolares y universidades, sino que nacen con la persona y depende de ella conservarla y practicarla o por el contrario, olvidarla y sustituirla. Yo jamás he querido renunciar a ese legado verbal de mi añorada tierra y heredado de mis mayores, del que me siento orgulloso aunque a más de uno le resulte grotesco y extraño en el corazón de Castilla. Y mi andalucismo se extiende a otros muchos aspectos de mi vida. A mi forma de pensar, sentir y amar, aunque a algunos, hablando de manera coloquial y figurada, le pueda parecer que aún no me he desprendido de los llamados “pelos de la dehesa”. Sigo anclado en mi pasado en tierras sureñas, a pesar de los dos tercios de mi vida transcurridos en tierras castellanas.
Asimismo en lo relacionado con mis creencias, que en Andalucía y en aquellos “ tiempos del cuplé”, estaban muy afianzadas. Hoy ya no lo puedo asegurar, pues mis visitas son cortas y muy espaciadas. A estas alturas, ignoro si este sentimiento religioso sigue siendo allí generalizado o forma parte ya de mis peculiaridades. .
Soy fiel a mis creencias, por mucho que me cuenten los que gustan sembrar las cizañas de la duda y por encima incluso de lo que yo pueda ver en determinadas personas y ocasiones. Que todo es posible en la viña del Señor. No soy persona de devociones y liturgias obligadas, sino de dar salida en el momento que lo siento y necesito a mis impulsos de establecer contacto con Dios y recabar su atención. Cuando voy a la iglesia, me gusta aislarme de todo cuanto me rodea y dirigirme íntimamente a Él. Le hablo, le ruego, le doy gracias e incluso hasta le reprocho como cualquier hijo a su padre, con mesura y más dolor que resentimiento, lo que yo erróneamente interpreto como un descuido de su parte. Quisiera tener esa fe que dicen mueve montañas, pero la mía no es capaz de mover las dunas del desierto, Creo que la fe no es un uniforme que te hace diferente al resto, ni una excusa para poder criticar y minimizar al que por uno u otro motivo no sea capaz de sentirla de igual manera y bajo las mismas normas.
Mi fe es el convencimiento de la existencia de Dios y de otra vida en la que nuestras metas terrenales no tienen cabida. Es el intento y esfuerzo por cumplir una serie de normas y posturas que me ayuden a ser mejor y vivir pensando en los demás, atendiendo a todo aquél que me necesite, de acuerdo con mis posibilidades y sintiendo la inmensa satisfacción de hacer brotar la sonrisa donde antes había dolor. Que a mí me parece un premio valiosísimo. La facultad de perdonar las ofensas que haya podido recibir, sin sentir revanchismo o menosprecio, dándole oción a la tolerancia y la generosidad. Este es otro legado y muy importante andaluz y familiar. No soy un bendito, ni un “capillita”, ni siquiera un católico ejemplar, pero hay algo muy dentro de mí que me indica que lo “mamado” en esa tierra de mis mayores y las enseñanzas recibidas en mi infancia en el terreno fa miliar y educativo son materias que han de permanecer inalterables hasta el fin de mis días.
El ambiente de estos días tan especiales me ha hecho dedicar unos instantes de mi tiempo a estas reflexiones muy oportunas para todo católico en estas fechas penitenciales. Hay muchas horas cada día para poder dedicarlas a una gran variedad de temas y actividades. Mañana será mejor ocasión para “encender la pólvora” en otros senderos más complicados como ya es lo habitual. .