La Monarquía, una institución inútil y un monarca convertido en jefe de la depredadora casta parasitaria
Enrique de Diego.- Dado el carácter antinatural de la antigualla monárquica –por la que una familia se transmite la jefatura del Estado- la propaganda cortesana se ha enroscado en destacar la supuesta utilidad de la monarquía. Las dinastías se sostienen cuando son útiles y caen cuando pierden tal condición. Los mismos miembros de la familia Borbón tienden a hacer referencias a tan melifluo criterio utilitarista, con la fatal petulancia de tenerse por útiles. Aunque el criterio utilitarista es, en apariencia, de difícil evaluación, en el caso español la inutilidad, y el perjuicio, son manifiestos.
El argumento en sí es una inhabilitación de la idea monárquica, puesto que niega virtualidad a cualquier criterio ideológico serio. La corona no se sustenta en criterio racional alguno. Ningún motivo existe para conceder la condición de hereditario y vitalicio al puesto de primer funcionario de la nación en monopolio a una familia. Todo se reduce a una supuesta ecuación de coste-beneficio entre el mantenimiento de tal privilegio y el de su derrocamiento.
Hace tiempo que la herencia de los puestos de mando fue erradicada. Tal criterio era sumamente irracional. Los hijos llevan siglos sin heredar, como si de una propiedad se tratara, la magistratura de sus padres. Nadie aceptaría, por ejemplo, que el hijo del presidente del Tribunal Supremo estuviera destinado desde el mismo momento de su concepción a presidir, a su vez, el Alto Tribunal. O que el vástago primogénito del Jefe del Alto Estado Mayor heredara, por el hecho de llevar su apellido, tal puesto. Mucho menos sentido tiene que la Jefatura del Estado pase de padres a hijos.
Puede entenderse con facilidad lo torticero de uno de los argumentos más caros y persistentes a la aduladora propaganda cortesana, según el cual la herencia del cargo permite formar para tan altos destinos –y para tan gozosos disfrutes- al heredero. Además de que lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta, resulta sencillo de entender que, según ese mendaz criterio, todos los puestos de relevancia deberían ser transmisibles. El hijo del presidente del Tribunal Supremo podría ser formado, desde su más tierna infancia, para seguir los pasos de su progenitor, con los correspondientes doctorados en Derecho y los subsiguientes másters.
Ningún incentivo tendría para el esfuerzo, pues todo le vendría dado, y resultaría normal -dada la condición humana- que conocida su preeminencia futura se le allanaran los obstáculos y se le minimizaran las dificultades para conseguir de él sus benignos profesores las correspondientes sinecuras y tratos de favor. Sería tal privilegio una grave injusticia frente a los que, mejor dotados o más esforzados, demostraran méritos más acordes a la responsabilidad.
Tales consideraciones, basadas en el estricto sentido común y en la persistente experiencia, no establecen excepción alguna respecto al puesto de jefe del Estado. La formación recibida adquiere el aspecto de una escenificación con cargo al contribuyente. Tras la elección de esposa por el actual príncipe, un columnista ironizó, con mejor o peor gusto, que tal decisión mostraba la deficiente formación recibida, frente a lo que tanto se había insistido. Inmediatamente se hicieron gestiones –fallidas- para pedir su cabeza, pues la monarquía casa muy mal con la libertad de expresión y sólo acepta la sumisión plebeya o la adulación cortesana.
De hecho, nada más contraproducente para una sana educación que la adquisición desde la cuna del status de funcionario. Ello alejará al educando del esfuerzo que tan vital es para la maduración, y más aún de la estricta realidad. Un amigo del actual príncipe –y es preciso hacer votos para que no pase de ahí- me indicaba que piensa que todos sus ‘súbditos’ son felices, puesto que, desde que se levanta, sólo ve a gente que le sonríe. Viven en una torre de marfil, con cargo al Presupuesto, acostumbrados a que sean atendidos sus caprichos de privilegiado. Ejemplo paralelo puede establecerse con familias pudientes pero, en este caso, no se trata de carga sobre el contribuyente. Dependerá de muchos factores que los herederos sean bien formados y utilicen bien lo que legítimamente ganaron sus padres, haciéndolo fructificar en beneficio de la sociedad, pero la condición de funcionario vitalicio desde la concepción y el nacimiento es el peor escenario posible para una educación sana.
Ocioso y contraproducente resulta plantearse cómo elegir a los mejores. Nos llevaría, por de pronto, a una discusión en espiral sobre qué criterios deberíamos seguir para definir qué entendemos por los mejores. Las cuestiones reales pasan por cuestiones del tipo de cómo elegir a los menos malos o, mejor aún, cómo limitar su poder, cómo evitar que abusen de él y cómo impedir males como el despilfarro o el nepotismo. Sin embargo, resulta difícil concebir una fórmula más adecuada que la monárquica para seleccionar a los peores y a los más mediocres. Nadie, en su sano juicio, defendería que la mezcla del carácter vitalicio y hereditario de un puesto pudiera asegurar un mínimo de competencia. Tal esquema del heredero forzoso llevaría al adocenamiento y a la falta de estímulo. Tan evidente es esa degeneración de la idoneidad que todas las naciones civilizadas ha tiempo abandonaron tal práctica, como la única excepción de la monarquía, en las pocas que mantienen tan absurdo modelo.
Es notorio el servilismo que impera en los protocolos monárquicos, con indignas inclinaciones de cabeza, en el caso de los varones, o de genuflexa reverencia, en el de las mujeres, y con obligación de dirigirse a las personas de la familia real mediante títulos como ‘señor’, ‘majestad’ o ‘alteza’, que representan una indignidad plebeya para quienes las pronuncian y que, si bien pudieron tener sentido en los tiempos medios, resultan hoy absurdas y periclitadas. Gravemente dañosas también para quien las recibe, pues se le hace considerar lógica y natural la más abyecta adulación. Incluso sus gestos de mala educación se les soportan y ensalzan como rupturas del protocolo y tonos campechanos. Lejos de la presentación de la formación de los vástagos regios como exigente, nadie osaría suspenderles. Su paso por las academias militares no deja de ser una comedia bufa, pues desde el principio conocen que alcanzarán los más altos grados, por encima de sus compañeros, sin esfuerzo alguno. La parafernalia monárquica no pasa de broma, continuamente exaltada por la propaganda cortesana, para ocultar la evidencia de que de sus vidas se ha eliminado el mínimo esfuerzo preciso para la maduración de la personalidad. Nada hay de ejemplar en toda esa ambientación y sí mucho de objetable.
Además, y no como cuestión menor, la condición mistérica y sacral que en el pasado tuvo la monarquía, y las leyes que exigían los matrimonios en un pequeño círculo cerrado de familias reales, costumbre altamente desaconsejable desde el punto de vista genético, ha tenido efectos pavorosos. Es, en la historia, el caso paradigmático de Carlos II.
Pretencioso y falso resulta pretender que la monarquía o sus personas simbolizan la unidad del Estado o de la nación, o que confieran a ambos estabilidad. Cuanto menos se trata de bisutería intelectual y de poesía barata. La soberanía, y por ende la unidad, reside en todos y cada uno de los ciudadanos, iguales ante la Ley. Ninguna fórmula produce más inestabilidad que la monárquica. La historia está llena de guerras por meras cuestiones dinásticas. Casi todas ellas no respondían a ningún conflicto social, sino a disputas por el poder dentro de la familia reinante. En las monarquías constitucionales, el carácter antinatural del puesto, que ha de conseguir algo tan absurdo como traspasar el puesto de funcionario número uno a sus herederos, junto con el sustancial recorte de poder, hace que la monarquía sea el reino de la obviedad y de la cesión. Es la instalación en la máxima del conde de Lampedusa: que algo cambie para que todo siga igual; es decir, para que ellos sigan, disfrutando de la vida plácida y sedentaria del Presupuesto. Lo que se genera es una falsa estabilidad, en donde se empantanan los problemas hasta que estallan todos a la vez. Ese es el peor de los escenarios y es consustancial a la monarquía. Además, ésta, casi por instinto y siempre por necesidad, ha de ceder en todo, tanto en lo fundamental como en lo accesorio, con tal de que no se cuestione el sumo status de privilegio. Y ha de buscar montar la más extensa posible red clientelar y comprar el mayor número posible de voluntades, en contra de lo que aducen habitualmente los monárquicos.
Es notorio que en la Europa actual, las naciones con más enconados conflictos secesionistas –Bélgica, España e Inglaterra- están bajo monarquías. Éstas lejos de simbolizar la unidad de la nación, representa un factor de disolución. En el caso de Inglaterra, la disgregación aparece más larvada y frenada por los efectos moderadores del sistema mayoritario. Bélgica puede ser considerada una ficción, casi ingobernable. Y en España, desde la instauración de la nueva monarquía borbónica –al margen de la legitimidad dinástica y en clara usurpación, desde la coherencia interna de la institución- el separatismo no ha hecho otra cosa que tomar alas y extenderse por zonas crecientes de la geografía nacional. Sin duda, hay otros factores que coadyuvan a ese encrespamiento de las fuerzas centrífugas en los tres casos (en España, la nefasta ley electoral y el modelo esperpéntico de las autonomías), pero los monarcas son incapaces de representar freno alguno. Lejos de ello, la falsa estabilidad que escenifican desactiva los resortes morales de la sociedad. Con frecuencia, se observan gestos muy explícitos de la familia real de contubernio y francachela con los poderes separatistas, como si nada pasara, y como si tal connivencia representara algún tipo de lazo nacional.
Por la lógica de toda institución humana, la monarquía tiende a preservarse ella y se muestra más proclive a mostrarse más cercana a cuantos pueden cuestionarla y poner en riesgo los puestos de trabajo de toda la familia, lo que, sin duda, representaría un descalabro económico. Ese instinto de supervivencia tiende a consagrar como la principal virtualidad el consenso, que, a la postre, sólo es referido respecto a la corona.
De hecho, la monarquía es, en teoría, directamente antidemocrática. No hay principio más fundamental al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo que la igualdad de todos ante la Ley; el sostenimiento de la creencia, como hace la Constitución de los Estados Unidos, de que todos los hombres han sido creados por Dios, iguales en derechos. La monarquía es el sistema por el que todos los hombres han sido creados iguales en derechos, menos los de la familia real. Se sitúa, por su origen, a unos pocos sobre los demás; sus hijos pasan a estar por encima de los del resto de familias. Monárquico es quien asume e interioriza su inferioridad. Monárquico es sinónimo de servil.
No sólo los miembros de la familia real pasan a estar dentro del Presupuesto por el hecho de nacer en la familia gobernante, ni sólo se exige referirse a ellos con gestos indignos de deferencia por ese mero hecho, además reciben un trato jurídico de exclusión. El monarca español es irresponsable ante la Ley, se sitúa al margen del imperio de la Ley. En hipótesis, puede cometer cualquier delito sin que le sea exigible responsabilidad alguna ante los tribunales de Justicia. Ese ignominioso privilegio es corolario de la absurda condición vitalicia del puesto.
Los insufribles discursos regios son una banal colección de lugares comunes. Ridículo resulta presentar a las personas regias como ejemplares y aún menos como laboriosas. Incluso sus largas etapas vacacionales, con su clamorosa ociosidad, son presentadas, contra la evidencia, como dedicación a las cuestiones de Estado. En los últimos años, desde Zarzuela se emiten notas de prensa con balances de actividades, para generar la especie de que se ganan el sueldo con el sudor de su frente, en las que se incluyen cuestiones tan esforzadas como su presencia en los palcos de los eventos deportivos.
Hemos visto suficientes aspectos para describir a la monarquía como básicamente inútil: tiende a la mediocridad eliminando toda competencia; genera una falsa estabilidad que suele anquilosar a las sociedades, primero, para llevarlas después al desastre, favorece los elementos disgregadores de la unidad nacional, al tender por instinto a la cesión, con tal de que no se cuestione su status de privilegio, y tiende a eliminar el auténtico debate, sustituyendo el espíritu crítico por la adulación, y a falsear la representatividad mediante el cajón de sastre del consenso. Las monarquías no se justifican por su utilidad, pues todas ellas –las autocráticas y las democráticas- son perfectamente inútiles.
Tampoco es sostenible que la monarquía sea una fórmula barata. Si las reflexiones anteriores no sirvieran para mostrar que son altamente gravosas, bastaría con pensar que la mera supresión de la monarquía, con la salida de todos su familiares de los presupuestos públicos, ajenos a todo control, representaría de por sí un ahorro. Sencillamente, la más alta magistratura del Estado pasaría a ser la presidencia del Gobierno. De inmediato, se suele intentar desactivar el argumento mostrando al presidente en ejercicio para promover la repulsa de cuantos se muestran contrarios a su gestión, pero al tal existe la fórmula de desbancarlo en tiempo pasado, mientras que el monarca tiene blindado su puesto con la onerosa condición vitalicia.
Además de inútil, la monarquía es, en realidad, muy cara. Para sostenerse, siempre ha precisado generar una aristocracia que participara de su estabilidad en el puesto y de sus privilegios, de forma que la aristocracia estuviera muy interesada en el mantenimiento de la monarquía.
La actual reinante en España, a través de la propaganda cortesana, ha insistido en que tal aristocracia no existe en la actualidad, y que no se ha producido nada parecido a una corte, salvo en niveles muy limitados. Esto es notoriamente falso. La instaurada monarquía borbónica, sin duda, ha marginado a la residual aristocracia de la sangre, pero ha generado la aristocracia más extensa de la historia de España, sin precedentes en sus dimensiones. El monarca no ha sido otra cosa que el jefe de la depredadora casta parasitaria.
Don Enrique. Por fin vuelve. Alabado sea el señor. Ya sabemos que es republicano. ¿va a volver a ad como comentarista de la gran entronación de Felipe VI el preparado?. Espero volverle a escucharle pronto. La cuestión clave es la clase media española, la poca que queda, los únicos pastores que pueden tirar del rebaño. Y vd es de los únicos que descifran los malevolos mecanismos de los parasitos con maravillosa precisión linguistica. Jefe le ordeno que vuelva a las filas a dar la batalla junto a sus fieles.
Mi padre, qepd, que fue pelayo en su niñez, me educó como un republicano desde que yo tengo uso de razón, pero no para ver, provocar o vivir otra vez la fantochada amarga y sanguinolenta de aquella II Republica de 1.936, que aunque fue recibida con mucha ilusión por muchos españoles…acabó como todos sabemos: en desmanes contra los pequeños y medianos terratenientes, quema de iglesias y colegios religiosos, ataques personales muy selectos contra militares, religiosos y personas de derechas o del entorno patriótico, robos…insultos…amenazas en el Parlamento con total impunidad…etc., etc, y todo esto, a su vez, como un tobogán,… Leer más »