El regreso de Fernando VII
Por José Alberto Cepas Palanca.- Preliminares: Los liberales de Cádiz eran muy conscientes de los peligros de un ataque a la posición de la Iglesia en una asamblea en la que el clero constituía el grupo dominante y principal; veían que su mayoría menguaba de modo alarmante en cuanto se tocaba cuestiones eclesiásticas. Cualesquiera que fuesen sus convicciones íntimas, los liberales estaban dispuestos a mantener el catolicismo como religión única en España, considerar delito la herejía y a permitir la censura episcopal de las obras religiosas; se trataba de una “libertad coja” que sólo permitía discusiones políticas – según Mariano José de Larra. Fueron las exigencias extremistas de la derecha clerical las que determinaron el tono del debate, incompatibles con las exigencias mínimas del Estado Liberal, aun cuando se tratara de una continuación de la obra de la Monarquía. Los liberales confiaban, que la Inquisición y los monasteriosmuriesen por causas naturales, por obra y gracia de la legislación francesa; la publicación en 1811 del “Diccionario crítico burlesco” por el bibliotecario de la Universidad de Salamanca, Bartolomé José Gallardo, burdo espécimen de anticlericalismo volteriano, fue lo que impulsó a los eclesiásticos a exigir la restauración del Santo Oficio.
En noviembre de 1813, después de 17 sesiones se declaró inconstitucional la Inquisición, disputándose las antiguas leyes de las “Siete Partidas”, defensa suficiente contra cualquier herejía; según los constitucionalistas, la Inquisición “había suprimido las verdades de la filosofía, la física y la geología”, había esclavizado el espíritu español y rechazado el progreso. Los conservadores o tradicionalistas – también llamados serviles -afirmaban, apoyados por la Iglesia tradicional, que las declaraciones de los liberales en aras de la unidad de catolicismo, quedaban en nada sin los instrumentos para hacerlas efectivas, que la vida contemplativa del clero regular era esencial para un país católico, y que el liberalismo y el catolicismo eran incompatibles a pesar de los argumentos liberales en sentido opuesto.
El rasgo más extraño de los triunfos iniciales liberales gaditanos residía en la falta de una verdadera oposición conservadora a la aplicación de una filosofía política basada en el poder constituyente del pueblo soberano. La oposición conservadora se componía de los estamentos privilegiados e instituciones cuya posición había sido minada por la legislación liberal. Mientras existió el Consejo de Castilla, su oposición no se alteró: la Constitución y con ella los poderes del Consejo era inalterable, sin el consentimiento real. Las Audiencias Provinciales adoptaron una actitud similar. Los nobles protestaron contra la abolición de los señoríos, los Ayuntamientos antiguos contra sus sucesores constitucionales. La nueva legislación creó una caterva de burócratas desempleados, de funcionarios municipales y señoriales que practicaban lo que los liberales llamaban oposición “pasiva” a la Constitución; las autoridades locales se negaban a realizar y/o retrasar los cambios administrativos aplicando las leyes aprobadas por las Cortes. Esta oposición se agudizó en 1813 cuando las zonas liberadas, donde la legislación moderna sólo se conocía como una oposición francesa, pasaron a ser regidas por la nueva Constitución de 1812. Era una lucha a ver quién podía más. El futuro político de España dependía ahora de Fernando VII.
Con anterioridad al retorno a España del futuro Fernando VII, las tensiones entre liberales y conservadores o absolutistas, iban aumentando con el paso del tiempo. La incertidumbre era el denominador común de la época. La inestabilidad era debida a la quiebra económica, que siguió a la depresión motivada por la guerra contra el francés. Los defensores del Antiguo Régimen esperaban ansiosos a su rey, criticaban a la tercera Junta de Regencia, presidida por el cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga (cuñado de Godoy), acusándola de liberal, así como a las Cortes a las que no conseguían controlar, a pesar de que los liberales estaban en minoría, empleando todos los medios a su alcance para intentar volver a la situación anterior. Desde enero de 1814, los liberales, a los que se habían incorporado Francisco Martínez de la Rosa, José María Blanco White y José Cangas Argüelles, habían conseguido que se aprobase por amplia mayoría un decreto que negaba validez a un rey cautivo, recogido también en enero de 1811. También este documento recogía el acatamiento de las Cortes al rey, siempre y cuando, éste, jurase la nueva Constitución de 1812; por tanto hasta que no llegara ese momento, ni se le consideraría libre, ni se le prestaría obediencia. Pero el nuevo monarca nunca se había manifestado a favor ni en contra de esa problemática, pero pronto lo haría.
Regreso
El 13 de marzo de 1814, Fernando VII dejaba Valençay (en el centro del país), su lugar de cautividad en Francia, dirección a la Península. El anuncio de su inminente llegada provocó manifestaciones de alegría en “algunas” ciudades como Zaragoza, Valencia y Sevilla, antes de que cruzase la frontera. El “Deseado” volvía a “su casa”. Para los liberales la noticia era el anuncio, temido por ellos, que no aceptase las nuevas reformas y por ende, la nueva Constitución, convirtiéndose en un rey no-constitucional, en cambio, para los absolutistas era la confirmación de todo lo contrario. Los que antes salieron a las calles a celebrar la Carta Constitucional se aprestaban ahora a recibir con idéntico entusiasmo, al que posteriormente se convertiría en su verdugo. Vivir para ver.
El día 24 entró en Cataluña, donde abundaron los signos de su rechazo a cualquier tipo de imposición por parte de los nuevos titulares de una corona, que sólo a él, consideraba, le correspondía. Fue el primer signo de lo que vendría después. Le recibió el Capitán General, Francisco Copons, entregándole la documentación del reino. El futuro rey estuvo distante, pues sólo le dio un “acuse de recibo”. Posteriormente, a sabiendas que la Regencia había determinado un itinerario, se dirigió a Zaragoza, en vez de Valencia, donde pasó la Semana Santa retando a unos liberales, incapaces de imponerse, mientras los absolutistas aumentaban sus “manejos”. La prensa liberal de la época se mostraba más realista y hacía enfervorizados llamamientos a la defensa de la Constitución. Ya en Valencia, mostraba una actitud distante frente a la voluntad de las Cortes. El general Francisco Javier Elío le recibió con un discurso de claras tendencias absolutistas, añadiendo el claro descontento del Ejército. El diputado Bernardo Mozo de Rosales,le entregó el llamado “Manifiesto de los Persas”. Frente a estos pronunciamientos serviles, era evidente la debilidad del presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, encargado de entregar al nuevo rey una copia de la Constitución. Tal Manifiesto fue un documento suscrito el 12 de abril de 1814 en Madrid por 69 diputados, a cuya cabeza se encontraba el citado parlamentario, por el que se solicitaba al rey el retorno al Antiguo Régimen y la abolición de la legislación de las Cortes de Cádiz.
El Manifiesto toma el nombre de una referencia que contiene, al principio,la costumbre de los antiguos persas de tener cinco días de anarquía tras la muerte del rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos, y otras desgracias, les obligasen a ser más fieles a su sucesor. El citado Manifiesto animó, si cabe, aún más, a proseguir al rey, con sus ya cada vez menos ocultas ideas absolutistas. La larga exposición concluía con la solicitud de una convocatoria a Cortes a la manera tradicional, y que se declarasen nulos la Constitución aprobada y los decretos de las Cortes de Cádiz. En el fondo era una invitación a un “golpe de Estado”. En cualquier caso, el “Manifiesto de los Persas” fue recibido con alegría por Fernando VII, y fue un argumento importante que junto con el apoyo decisivo de ciertos generales, y el recibimiento popular, le impulsó a seguir adelante con sus propósitos absolutistas. El Ejército tomó posiciones políticas: los generales Elío y Ramón de Eguía representaban al sector absolutista, mientras que los liberales contaban con el Capitán General de la Marina, Cayetano Valdés, en Cádiz o el general Pedro Villacampa, en Madrid. El general Elío se puso rápidamente al servicio del rey con 5.000 soldados, lo que ayudó al monarca a aclarar sus ideas, si es que no las tenía ya suficientemente claras.
El cinco de mayo salió la comitiva real con destino a Madrid, acompañado por los infantes Carlos María Isidro y Antonio Pascual de España (hijo de Carlos III), escoltado por las tropas de Elío. Su paso por las distintas poblaciones fue triunfal, siendo acompañadas de manifestaciones populares de apoyo al rey y en contra de la Constitución. Al llegar a su destino, se negó a recibir a una comisión enviada por las Cortes para recibirle. En la noche del diez al once fueron arrestados un buen número de defensores de la causa liberal. Siguieron, en los días siguientes las detenciones, lo que propició una fuga masiva de constitucionalistas (Alcalá Galiano, Lorenzo Villanueva, Jaime Villanueva, Canga Argüelles, Vicente Salvá, José Marchena, Antonio Puigblanch, Álvaro Flórez Estrada, Tomás Istúriz, el conde de Toreno,entre otros). Fernando VII, enseñó definitivamente sus cartas: disolvió las Cortes y encarceló a los progresistas que no pudieron huir.
Primeras acciones del nuevo gobierno
Amparándose en la “perniciosa influencia de Godoy” y en la “perfidia de Napoleón”, se declaró como un gran defensor del pueblo español. Dijo lo mismo que el emperador francés había dicho al pueblo español cuando arremetía contra los dirigentes del Antiguo Régimen, antes de invadir su país vecino. Fernando se comprometió a una futura convocatoria de Cortes para “asegurar la libertad y seguridad real” como correspondía a un gobierno “moderado”; a respetar la libertad de imprenta “dentro de la sana razón”; el respeto a la religión; al gobierno y de unos con otros, y que pronto pasarían al olvido. Con el decreto del cuatro de mayo, quedaba sin traba alguna el camino al restablecimiento del Antiguo Régimen. La causa de esto fue que el rey recurrió al sistema de gobierno y al funcionamiento que conoció antes de ir a Francia. No conocía otro, además estaba influenciado por la ideas francesas y en vista de la gran inestabilidad que había en el reino, lo que impedía el desarrollo del liberalismo, al contrario que en el resto de las monarquías europeas restauradas, volvió al mismo sistema que los “persas” deseaban aborrecer y una de las consecuencias fue que volvió a admitir a los jesuitas.
Se reinstauró el régimen de Consejos que había. Volvió a funcionar la Junta Suprema de Estado, creada en 1787. Se restablecieron los Ayuntamientos, Corregimientos y Alcaldes tal y como estaban en 1808. Los Capitanes Generales recuperaron el poder territorial del que habían disfrutado los dirigentes políticos. Se restablecieron las Audiencias y Chancillerías. El papel del monarca volvió ser el centro de todo. El rey se rodeó de una camarilla con personajes ya conocidos: Juan de Escóiquiz, el canónico Ostoloza, el nuncio Gravina, el duque de Alagón, el embajador ruso Tasticheff, Pedro Chamorro (aguador de la fuente del Berro de Madrid, que con sus bromas hacía reír al rey), Ugarte (antiguo esportillero), etc. Según Manuel de Lardizábal, coetáneo del rey:
“A poco de llegar S.M. a Madrid le hicieron desconfiar de sus ministros y no hacer caso de los tribunales, ni de ningún hombre de fundamento de los que pueden y deben aconsejarle. Da audiencia ordinariamente y en ella le habla quien quiere, sin excepción de personas. Esto es público; pero lo peor es que por la noche, en secreto, da entrada y escucha a la gente de peor nota y más malignas, que desacreditan y ponen más negros que la pez, en concepto de S.M. a los que han sido y le son leales y a los que mejor le han servido, y de aquí resulta que dando crédito a tales sujetos, S.M. sin más consejo, pone de su propio puño decretos y pone providencias, no sólo sin contar con sus ministros, sino contra lo que ellos le informan. Esto me sucedió a mí muchas veces y a los demás ministros de mi tiempo, y así ha habido tantas mutaciones de ministros, lo cual no se hace sin perjuicio de los negocios y del buen gobierno. Ministro ha habido de 20 días o poco más, y dos hubo de 48 horas; ¡Pero qué ministros!”
Se devolvió la situación de privilegio a los afectados por las normas gaditanas; se restableció el Santo Oficio y la devolución al clero regular de sus conventos y propiedades vendidos por el anterior régimen;el regreso de los jesuitas; el restablecimiento del voto de Santiago; la supresión de la contribución directa; la vuelta de los gremios; la reintegración de la percepción de todas las rentas, frutos, emolumentos, prestaciones y derechos de su señorío territorial y solariego que hubiesen existido antes del seis de agosto de 1811. A las dificultades generadas por la Guerra de la Independencia se sumaron la repercusión en la Península de los acontecimientos que se estaban produciendo en las colonias de América, las tensiones derivadas de las luchas entre liberales y afrancesados, y los problemas que hallaba España a raíz del Congreso de Viena en 1814 –1815, encuentro internacional celebrado en esa ciudad austríaca, convocado con el objetivo de restablecer las fronteras de Europa tras la derrota de Napoleón, y reorganizar la forma de las ideologías políticas del Antiguo Régimen.
Restauración del absolutismo (1814-1820). Sexenio absolutista
Muchos de los historiadores califican a Fernando VII como un déspota. El noveno hijo de Carlos IV, padeció de gota, era sencillo, querido por sus servidores y fue un contemporizador por naturaleza, pero desprovisto de la firmeza de carácter que tenía su hermano Carlos María Isidro. Aunque era un rígido absolutista en sus principios políticos, “cedía a las exigencias del momento”. El rey en seguida se dio cuenta que las ideas liberales eran impopulares entre las masas y que trataban a las clases altas con mucha familiaridad. Sin embargo, hacia el final de su reinado, ya se presentaba como un déspota ilustrado cortejando a sus súbditos instruidos.Fernando VII sólo tomó de los “persas” su ataque a la Constitución de 1812; el proyecto de unas Cortes se “perdió” en los debates académicos del Consejo de Castilla.
Se constituyeron los primeros gabinetes cuyos miembros eran de la más absoluta confianza real. En cuanto a sus ministros, el rey vivía al día, teniendo, a veces, hasta dos ministros de Asuntos Exteriores. Los ministros eran directamente responsables ante el monarca, podían ser destituidos y cesados repentinamente, manteniéndolos en una ignorancia supina de lo que hacían o no hacían sus colegas de gabinete. Entre 1814 y 1820 un ministro solía conservar su cartera un promedio de seis meses. El despotismo ministerial no podía funcionar adecuadamente en manos de eclesiásticos radicales; no sabían nada de finanzas. Los funcionarios capaces dieron lugar a intentos intermitentes de aprovechar lo utilizable de la tradición reformista, conciliando a los elementos que habían pervivido a la purga del liberalismo.
La consecuencia más grave de la Guerra de la Independencia, conflicto que arruinó al país, fue sin duda alguna el hundimiento del Imperio colonial de América; la pérdida de estos mercados arrastró a una grave crisis a la burguesía industrial, especialmente la catalana, pero también a amplios sectores campesinos que vendían a las Indias vinos, aguardientes, aceites y harinas. Las colonias fueron uno de los pilares de sustentación de la Real Hacienda, la cual percibía los impuestos pagados por las minas de México y de Perú y principalmente, los derechos de aduana abonados en los puertos de la Península, sobre todo las mercancías en tránsito hacia Europa. La ruptura entre la metrópoli y sus posesiones americanas hundía a España en un caos financiero. Con esta máquina inestable y los limitados recursos de la España de la posguerra, el rey confiaba en recuperar el Imperio americano; pensaba que sólo la plata americana podía salvar de la bancarrota al país porque – creía y con razón – que sólo un Estado solvente podía reconquistar América. Era vital para el éxito, el restaurado despotismo. Lo malo era que pocos estadistas de la época eran capaces de reconocer que las colonias se habían perdido para siempre; sólo a partir de 1820, algunos liberales empezaron a hablar de lo inevitable; nada se podía hacer.
La Monarquía envió a las colonias unos 10.000 hombres a las órdenes del general Pablo Morillo, persona de gran valor y capacidad. Gracias a él se pudo pacificar Venezuela y reconquistar Cartagena de Indias (Colombia), pero entre Hidalgo, Morelos, Bolívar, Boyes, Páez, Sucre, San Martín y algunos otros, las ideas de Fernando VII se estrellaron; se negó a ver la realidad y seguía insistiendo con terquedad que América “tenía”(con razón o sin ella) que permanecer sujeta a la tradicional obediencia a la Corona. Siempre había sido así – pensaba. Se opuso rotundamente a conceder cierta autonomía local – que defendía Blanco White – y cierto abandono del antiguo sistema comercial; lo más a lo que accedió fue a conceder (pero en un período corto) la entrada de criollos en la antigua Administración. Se negaba a reconocer que no podía hacerse nada en América sin Inglaterra, que era la primera potencia naval. El duque de Wellington decía que España actuaba “como si Europa estuviera a sus pies”. En 1818, Fernando VII reunió un ejército en Andalucía en ayuda del general Morillo; fue otro fracaso del monarca, pues aparte que la fuerza expedicionaria no consiguió sus objetivos, indirectamente derrotó a la propia monarquía; varios de sus oficiales se pronunciaron a favor de la Constitución de 1812.
Política interior
En diciembre de 1813, Napoleón firmó un tratado con Fernando VII: los franceses abandonaban España y Fernando podía coronarse rey con todos los honores. Las sucesivas Juntas de Regencia – verdadero gobierno de España durante la invasión – habían trabajado intensamente y habían logrado sacar adelante una de las normativas más avanzadas de la época; la Constitución de 1812. Fernando, cuya idea política era un absolutismo radical, la decretó derogada. Todos los trabajos constitucionales se considerarían “como si no hubiesen pasado jamás”. A continuación comenzó una persecución brutal contra los liberales y constitucionalistas; muchos fueron encarcelados, otros se vieron obligados a huir. Fernando ordenó un “gobierno de hombres temerosos”, en su mayoría pertenecientes a la camarilla personal del monarca cuyo denominador común era la perfecta incompetencia política. Hablamos de San Carlos, Escóiquiz, Lardizábal, Martín de Garay y bastantes más. Se restableció la Inquisición con la única misión de perseguir liberales.
En enero de 1820 tuvo lugar el pronunciamiento de Cabezas de San Juan, con Rafael del Riego al frente. Fernando, siempre temeroso en los reveses y violento en el triunfo, se ve obligado a las exigencias constitucionales: acata la denostada Constitución, proscribe la Inquisición, convoca Cortes, etc. Una prueba de su talante fue la llamada “crisis de la coletilla”, en 1821(en su discurso de apertura de las Cortes,el rey Fernando VII, criticaba a los componentes del gobierno; al presentarse el ejecutivo ante el rey para anunciar su dimisión, el rey ya los había destituido, entonces se constituyó un gobierno de tipo radical presidido por Evaristo San Miguel, que sustituía al moderado de Martínez de la Rosa) y en la que el rey negaba claramente que pudiera jamás someterse al constitucionalismo liberal.
Este periodo conocido como Trienio Liberal (1820-1823), estuvo trufado por trifulcas políticas, intrigas palaciegas y desavenencias por los distintos grupos liberales. El resultado de todo este maremágnum fue el regreso del absolutismo monárquico: los realistas (tradicionalistas o serviles) consiguieron que la Santa Alianza (tratado de carácter personal firmado por los monarcas de Austria, Rusia y Prusia en 1815 en París, tras las guerras napoleónicas); los tres monarcas, invocando los principios cristianos, prometen mantener en sus relaciones políticas los “preceptos de justicia, de caridad y de paz”, lo que suponía basar las relaciones internacionales en el Cristianismo y se declaraba abierta a quien aceptara esos principios, dejando fuera de forma deliberada a las potencias no cristianas, como el Imperio Otomano. La citada Alianzaenvió a 60.000 soldados – los Cien Mil Hijos de San Luis(*) – al mando de Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, mediante los cuales se restableció a Fernando VII en todos sus antiguos poderes.
Así, en 1823, comienza la Década Ominosa que durará hasta 1833 en la que se derogaron la práctica totalidad de las normativas liberales, se procedió a las “purificaciones”; una violentísima caza de brujas que exiló a muchos políticos e intelectuales. Los mismos serviles admitían tales actuaciones; en su manifiesto de1826, los moderados advirtieron que Fernando VII era un “monstruo de crueldad, el más innoble de todos los seres y una calamidad para nuestra desventurada patria”. Los ajusticiamientos y represiones políticas se suceden por doquier en toda España (claro ejemplo fue el de Mariana Pineda, en Granada y del general Torrijos, en Málaga). En su tiempo, ya se consideró a l rey como uno de los personajes más nefastos y abyectos de la historia de la política española. Se desentendió de todas la posesiones de ultramar y a su muerte, sólo seguían perteneciendo a la Corona española, Cuba, Puerto Rico, las Islas Filipinas y algunas islas aisladas en el Pacífico.
Ya se ha comentado que la situación de la economía española tras los seis años de guerra contra los franceses, era prácticamente desesperada. Incluso para solucionar los problemas básicos, los ministros nombrados eran totalmente incapaces de resolverlos. La agricultura, la ganadería y las manufacturas estaban gravemente afectadas por las destrucciones, saqueos, confiscaciones, y los impuestos extraordinarios. El comercio se vio convulsionado por la situación de las colonias. Las finanzas se encontraban al límite. La deuda era inmensa y la Real Hacienda en profunda crisis. No había ni ideas claras, ni programas realistas.
Fernando VII, sus ministros y colaboradores querían volver a instaurar y mantener el Antiguo Régimen, sus instituciones e estructuras. El golpe de Estado del cuatro de mayo de 1814, en el que Fernando VII promulgó un decreto, redactado por Juan Pérez Villamil y Miguel de Lardizábal, que restablecía la Monarquía absoluta y declaraba nula y sin efectos toda la obra de las Cortes de Cádiz, había supuesto el triunfo de los enemigos de cualquier iniciativa que pudiese recordar los cambios. Durante los primeros seis años de gobierno del rey felón hubo 28 ministros para tan solo cinco carteras. Ningún ministro de los tres que el rey nombró para dirigir la Real Hacienda logró conseguir nada positivo, que seguía sumida en el desorden y el caos. El monarca continuó en su delirante búsqueda de alguien que llenara las vacías arcas reales, mientras los gastos aumentaban y la llegada de metales preciosos procedentes de América había prácticamente cesado.
La oposición liberal: los pronunciamientos
La mayoría de los afrancesados, conscientes del odio que generaban entre las clases populares, habían salido de la Península siguiendo a las tropas de José Bonaparte, pensando que las previsiones referidos a ellos en el artículo noveno del Tratado de Valençay especificando que “todos los españoles adictos al rey José que le han servido en los empleos civiles y militares y que le han seguido, volverán a los honores, derechos y prerrogativas de que gozaban; todos los bienes de que han sido privados les serán restituidos”, y en las declaraciones efectuadas por Fernando VII, en Toulouse, cuando regresaba a España, a los afrancesados que residían en esa ciudad, su propósito de permitirles el retorno a la Patria “sin mirar a partidos ni opiniones pasados”, se cumplirían, por lo que llegaron a pensar en una futura amnistía. No fue ése el caso, porque después de comprobar al llegar el rey a España, la hostilidad y repulsa que producían los que hubiesen colaborado con el rey intruso, a través de un decreto firmado el 30 de mayo de 1814, desterraba a aquellos que habían ocupado cargos en el gobierno del rey francés. Unas 12.000 personas vieron así cercenada su vuelta a España viviendo con un presupuesto francés de subsistencia que cada vez menguaba más, al no ser el gobierno francés muy proclive a hacerse cargo de ellos, además, los bienes de éstos estaban confiscados en España. Las detenciones de los más destacados liberales que no tuvieron tiempo de huir fueron inmediatas, y los juicios se ralentizaron en demasía, bien por la lentitud de la justicia o que los jueces no encontraban materia que juzgar, por lo que el rey Fernando VII, deseando “ver terminadas las causas”cuanto antes, acabó dictando él mismo directa y personalmente las sentencias.
Nadie estaba contento; la nobleza que solo vio una reinstauración parcial de régimen señorial, limitando su jurisdicción en beneficio de la Corona; los campesinos, que no deseaban volver a la situación anterior en lo referente a rentas y tributos; el restablecimiento del Concejo de la Mesta dio lugar a numerosos incidentes entre nobles y campesinos. Hubo intentos de diálogos con el monarca; el guerrillero Juan Martín Díaz, “el Empecinado”, y el político y economista Álvaro Flores Estrada, solicitaron al rey moderación en la represión y la convocatoria de las prometidas Cortes, petición en la que coincidían algunos “fernandinos”. No se consiguió nada. El descontento se canalizó, entonces, a través de un organismo que tuvo mucho poder y preponderancia a lo largo de todo el siglo XIX: el Ejército.
En el siglo XVIII, en Europa, en los ejércitos se reservaban los puestos de oficiales para miembros de la pequeña nobleza, y los más altos, eran ocupados por personajes muy cercanos al monarca. En España, para ser oficial de Artillería, de Ingenieros o profesional de la Marina era necesario acreditar la condición de hidalgo, y su acceso no fue acompañado de una apertura a los hijos de burgueses y campesinos; el ejército siguió siendo un mundo ajeno y muy cerrado para gran parte de la sociedad. Junto a los militares que ocupaban un grado intermedio y vivían de su sueldo, encontramos a los concentraban en sus manos un poder enorme: los Capitanes Generales. La Guerra de la Independencia cambió considerablemente la situación del Ejército. El Ejército borbónico terminó aceptando la autoridad de las Juntas que proclamaron un reclutamiento sin exclusiones. Las Cortes de Cádiz establecieron el “servicio militar obligatorio”, aunque se preveía la posibilidad de “evitarlo mediante un pago en metálico”. Se limitaron los requisitos para ser oficial, se establecieron las Milicias Nacionales y se restringió el poder de los altos mandos militaresdestinados en provincias. Esto no facilitó las relaciones entre militares del Antiguo Régimen y los de “nuevo cuño”. Además de este ejército nuevo y dividido, se generó una nueva fuerza armada: “la guerrilla”, que había desarrollado una actividad muy efectiva contra el francés, y que utilizaría sus métodos en las futuras Guerras Carlistas.
Los ministros de la Guerra “fernandinos” no lo tenían fácil; tenían que manejar un ejército grande en número, caro, innecesario en la Península, pero del que no se podía prescindir teniendo en cuenta la situación de las colonias americanas. La reducción de sueldos, la discriminación en destinos y ascensos, atendiendo a criterios antiguos o políticos, contribuyeron a crear un campo de cultivo en el que sobresalía cualquier intento de oposición al régimen actual. Empezaron los pronunciamientos. Fue una forma de dar un “golpe de Estado” militar contra el poder para introducir en él, reformas políticas. En los primeros años de reinado de Fernando VII (Sexenio 1814-1820), los pronunciamientos tuvieron especial trascendencia, pues se trataba de la supervivencia o la supresión del Antiguo Régimen. Relevantes, aunque prácticamente todos fracasados, destacados fueron los de Francisco Espoz y Mina en Navarra en1814; el de Juan Díaz Porlier en Galicia en 1815; Luis de Lacy en Barcelona, Milans del Bosch en Gerona, los dos en 1817;el de Vicente Richart, también llamada del triángulo en 1816; Joaquín Vidal en 1819 al igual que el de Enrique O’Donell en El Palmar del Puerto. Pero la de más calado fue la asonada protagonizada por Rafael de Riego – que a la larga no fracasó – en Las Cabezas de San Juan, Sevilla, el uno de enero de 1820. Según el historiador jesuita, Ferrer Benimelli, la masonería tuvo bastante que ver en aquellos pronunciamientos y muchos militares se hicieron masones.
Los liberales vieron ya en 1814 como se derrumbaba el edificio levantado por ellos en Cádiz. A partir de entonces no cejarían hasta conseguir ver nuevamente triunfante la Constitución de 1812, y a las personas perseguidas, en los puestos más altos. Quienes apoyaron al rey, confiando en las reformas prometidas el cuatro de mayo, tuvieron forzosamente que comprobar que habían sido burlados, pues en seis años no se habían cumplido sus expectativas defendidas por el nuevo rey borbón.
Las noticias que se recibían de América en lo referente al trato que daban los rebeldes americanos a los prisioneros y las condiciones de vida en aquellos territorios, hacían repugnante a muchos oficiales embarcarse, ante la idea que ya se estaba propagando de enviar un contingente militar para combatir a los ya sublevados; parte de la oficialidad y de la tropa pensaban que si no imposible, sí muy improbable un éxito definitivo en las colonias. Este ambiente era fomentado y explotado por la masonería, que veía en el ejército expedicionario un instrumento ideal para protagonizar un levantamiento con probabilidades de éxito. Alcalá Galiano cuenta cómo a partir de 1818, las sociedades secretas de Andalucía, y especialmente las de Cádiz, se dedicaron a organizar la sublevación formando “una sociedad en cada regimiento”, ideando los planes y buscando un mando superior para dirigirlos.
El Ejército, en torno a los 15.000 hombres, estaba compuesto en su mayoría por veteranos de la Guerra de la Independencia, reacios a embarcarse rumbo a América para luchar en una nueva guerra sobre la que sabían poco y nada bueno. Acantonados en lugares dispersos de la Baja Andalucía por problemas logísticos, los soldados se vieron sacudidos por una epidemia de fiebre amarilla. Esto no desanimó a los organizadores del futuro complot. Fue a esta tropa a la que se dirigió, como ya se ha comentado, el uno de enero de 1820, el asturiano y entonces comandante Rafael de Riego proclamando la Constitución de 1812, en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan. “Mirando por el bien de la Patria y de las tropas – arengó Riego a las tropas a punto de embarcarse para América – para impedir que se verifique el embarque proyectado y establecer en nuestra España un gobierno justo y benéfico que asegure la felicidad de los pueblos y de los soldados, los militares del ejército expedicionario deben estar convencidos de los peligros que corren si se embarcan en buques medio podridos, aún no desapestados, con víveres corrompidos, sin más esperanza para los pocos que lleguen, que morir víctimas del clima, aun cuando sean vencedores, entretanto que en España reine la tiranía que ahora la oprime, no hay que esperar remedio a males tan enormes y que solo podrán ser felices bajo un gobierno moderado y paternal, amparados por una Constitución que asegure los derechos de todos los ciudadanos”.
Los planes para conquistar Cádiz fracasaron, aunque el ejército estaba mucho más motivado que en las intentonas pasadas, quedando parte de las tropas bloqueadas en la Isla de León, así como las tropas enviados por el gobierno en auxilio de la ciudad. Riego, acompañado por una escasa parte de sus hombres (unos 1.500), inició, alentando a proclamar la Constitución, un duro viaje por Andalucía: San Fernando, Arcos, Vejer, Cañete, Grazalema, Algeciras, Málaga, Antequera(donde le entregaron 1.000 pares de zapatos, aunque el pueblo no se sumó a la revolución), Morón y Córdoba donde llegó con sólo 300 hombres. No todos lo apoyaron, aunque sí, una gran mayoría. A la sublevación de Riego, sin éste saberlo, se sumaron La Coruña, El Ferrol, Vigo, Santiago de Compostela, Pontevedra, Orense, Pamplona, Oviedo, Murcia, Zaragoza, Pamplona, Barcelona, Cartagena, Tarragona, Gerona, Mataró… Se trataba de militares que volvían a instaurar las Juntas (tales como las de Galicia, Sevilla, Cartagena, Madrid, Barcelona) cada una de ellas con un modelo de Gobierno diferente, con Gobiernos independientes que se reconocían mutuamente la soberanía, y que sólo tenían en común su programa de abolir los impuestos. Pero el rey no supo si debía mostrarse riguroso o complaciente y, otra vez más, con su sempiterna indecisión, dejó que las cosas evolucionaran por sí mismas.
Como no podía ser de otra manera, para acrecentar la importancia de la rebelión, se inventó su himno, conocido posteriormente como el Himno de Riego (**), y que fue adoptado como himno oficial por la Segunda República Española. Las protestas se extendieron a donde se defendía la vuelta de la Constitución de 1812, antes de que el rey la jurase. En Ocaña (Toledo), se formó un ejército que defendía la Constitución, y la Guardia Real aunque no estuvo a favor, no hizo nada por combatir a los insurrectos. La expedición militar no fue a América.
Riego (*) fue el único que verdaderamente fue líder, poniendo en serios aprietos a la maltrecha Monarquía. Las alarmantes noticias indujeron a Fernando VII a frenar las protestas con la promesa, a la manera tradicional, de una convocatoria de Cortes. Abandonado por la Guardia Real, presionado por algunos de sus consejeros,viendo en peligro la Corona y su propia vida al recordar los sucesos de la Revolución Francesa, el rey, al fin, cedió. Se puso en libertad a los detenidos políticos y se creó una Junta Provisional Consultiva, equivalente a las Juntas Provinciales que se habían establecido en las localidades donde la revolución había triunfado.
El nueve de marzo de 1820, Fernando VII juró la Constitución de 1812 y al día siguiente, se publicó el manifiesto que contenía la famosa frase lapidaria: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El régimen absolutista se empezaba a hundir y comenzaba el Trienio Liberal.
(*) La llegada de los “Cien Mil hijos de San Luis” aparte de recomponer el maltrecho absolutismo de la Monarquía española, afianzando a Fernando VII en el trono, también se llevó por delante al ya general, Rafael de Riego, que acabó sus días de mala manera. El 7 de noviembre de 1823, Riego, fue arrastrado en un serón hacia el patíbulo situado en la Plaza de la Cebada en Madrid y ejecutadopor ahorcamiento y posteriormente decapitado,entre los insultos de la misma población madrileña que poco antes le había aclamado.Pervivió, sin embargo, en la memoria popular como un héroe mítico de la lucha por la libertad; la marcha que tocaban sus tropas durante los hechos de 1820 siguió sonando como himno revolucionario a lo largo del siglo XIX.
(**) Curiosamente, en siglo XX, y aunque el himno oficial de España era la Marcha Real (salvo en la Segunda República), se interpretó el Himno de Riego, equivocadamente, se supone, en los siguientes eventos internacionales:
En Alemania, en el aeropuerto de Berlín-Tempelhof, en 1941, la banda militar alemana lo interpretó para rendir honores militares a la Primera Escuadrilla Azul de Caza española, que formaba parte del escuadrón aéreo expedicionario español para combatir a los rusos.
En Cuzco (Perú) en 1951, los religiosos de la ciudad decidieron que una orquesta tocara el Himno de Riego para agradecer al general Franco la subvención para reconstruir el templo de Santo Domingo, dañado por un desastre natural.
En la Eurocopa de futbol, el 1 de octubre de 1967, en la ronda preliminar del campeonato, se enfrentaron Checoslovaquia y España, en Praga. Cuando sonaron los himnos, el español fue el de Riego. Para más inri, España perdió el partido por 1-0.
El 28 de noviembre de 2002, el Himno de Riego sonó por error como himno oficial de España durante la inauguración de la final de la Copa Davis de Tenis en Melbourne (Australia), antes de un partido que debían disputar los equipos español y australiano.
El 8 de noviembre de 2007 el Himno de Riego sonó en Chile durante una visita oficial del entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero.