El Papa, sobre la corrupción: «No es sólo un pecado más»
Cada vez que cruzo la puerta de una cárcel para una celebración o para una visita, me viene siempre a la cabeza este pensamiento: «¿Por qué ellos y no yo? Yo tendría que estar aquí, merecería estar aquí. Sus caídas hubieran podido ser las mías, no me siento mejor que quien tengo delante». Y es así como me encuentro repitiendo y rezando: «¿Por qué él y no yo?». Esto puede escandalizar, pero me consuelo con Pedro: había renegado de Jesús y, a pesar de ello, fue elegido.
¿Por qué somos pecadores?
Porque existe el pecado original. Un dato que se puede constatar. Nuestra humanidad está herida, sabemos reconocer el bien y el mal, sabemos qué es el mal, intentamos seguir el camino del bien, pero a menudo caemos por causa de nuestra debilidad y escogemos el mal. Es la consecuencia del pecado original, del cual tenemos plena consciencia gracias a la revelación. El relato del pecado de Adán y Eva, la rebelión contra Dios que leemos en el Libro del Génesis, se sirve de un lenguaje imaginativo para exponer algo que realmente ha sucedido en los orígenes de la humanidad.
El Padre ha sacrificado a su Hijo, Jesús se ha rebajado, ha aceptado dejarse torturar, crucificar y aniquilar para redimirnos del pecado, para curar aquella herida. Así, aquella culpa de nuestros progenitores es celebrada como «felix culpa» en el canto del «Exultet», que la Iglesia eleva durante la celebración más importante del año, la de la noche de Pascua: culpa «feliz», porque ha merecido dicha redención.
(…) La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos. Jesús les dice a sus discípulos: si un hermano tuyo te ofende siete veces al día y siete veces al día vuelve a ti a pedirte perdón, perdónalo.
El pecador arrepentido, que después cae y recae en el pecado a causa de su debilidad, halla nuevamente perdón si se reconoce necesitado de misericordia. El corrupto, en cambio, es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su doble vida escandaliza. El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida.
En 1991 le dediqué a este tema un largo artículo, publicado como un pequeño libro, «Corrupción y pecado». No hay que aceptar el estado de corrupción como si fuera solamente un pecado más: aunque a menudo se identifica la corrupción con el pecado, en realidad se trata de dos realidades distintas, aunque relacionadas entre sí.
El pecado, sobre todo si es reiterado, puede llevar a la corrupción, pero no cuantitativamente —en el sentido de que un cierto número de pecados hacen un corrupto—, sino más bien cualitativamente: se generan costumbres que limitan la capacidad de amar y llevan a la autosuficiencia.
El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más. Uno no se transforma de golpe en corrupto, hay una cuesta pronunciada por la que se resbala y que no se identifica simplemente con una serie de pecados. Uno puede ser un gran pecador y, a pesar de ello, puede no haber caído en la corrupción.
Mirando el Evangelio, pienso por ejemplo en las figuras de Zaqueo, de Mateo, de la samaritana, de Nicodemo y del buen ladrón: en su corazón pecador todos tenían algo que los salvaba de la corrupción. Estaban abiertos al perdón, su corazón advertía su propia debilidad y ésta ha sido la grieta que ha permitido que entrara la fuerza de Dios. El pecador, al reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o se adhiere, es falso. El corrupto, en cambio, oculta lo que considera su auténtico tesoro, lo que le hace esclavo, y enmascara su vicio con la buena educación, logrando siempre salvar las apariencias.