Sevilla saborea por fin el toreo grande, de la mano de Morante de la Puebla
Y el gran toreó llegó. Y fue, por fin, con el último de los ocho toros que Morante mató en una feria que, hasta entonces, se le iba de entre los dedos sin poder haber mostrado su reconocida capacidad artística en toda su dimensión.
Incluso con el primero de la tarde, al que durmió en los vuelos del capote en varias verónicas ligadas al ritmo con que se acuna a los niños, al torero de la Puebla se le notó un tanto acelerado cuando el toro llegó sin celo a su muleta, como mascando la ansiedad de dejarse ir de vacío la feria de “su” Sevilla.
Pero ese primer asalto debió servirle para soltar los nervios, porque con el cuarto de los “cuvillos” Morante mantuvo firme el pulso para cuidar desde el primer momento sus escasas energías, incluso dosificando las dos bellas chicuelinas con las que bailó con él por sevillanas en el quite.
Ese fue el medido preludio de la faena grande, la de la feria, la que puso a todo el mundo de acuerdo, que fue abierta, sostenida y cerrada con la ingente memoria histórica de Morante, toda ella envuelta con la torerísima solera de su extensa cultura taurina.
Porque la abrió con el pase cambiado a muleta plegada de Antonio Bienvenida, la continuó con hondos ayudados por alto, al estilo del Niño de la Palma, y la alargó en el tiempo y en el espacio con el latido lento de los maestros gitanos de Triana.
Desde el primer al último muletazo, Morante meció al noble toro en su muleta, que remontó a cada caricia su escaso fondo. Y así lo condujo a ralentí, guiándole con tersura hasta el final de cada viaje, con todo el pecho ofrecido, la cintura a compás y las muñecas dulces.
Vibró Sevilla con el toreo que más entiende, y también con los adornos salteados de gracia y donaire de Morante, incluida una improvisada e insólita media verónica con la muleta, recién recogido el engaño del suelo cuando el toro le desarmó y le partió el estaquillador.
Durante toda la obra, la plaza fue un clamor de olés roncos y palmas ritmadas, y toda una locura desatada cuando Morante mató a “Dudosito” de una soberbia estocada en toda la yema. Y al presidente no le quedó más que asomar al tiempo los dos pañuelos blancos por la balaustrada.
Después de esta cima artística de la feria, El Juli hizo un soberano esfuerzo con el quinto. Después de no lograr sacar partido de su desrazado primero con su toreo de seco autoritatismo, el madrileño intentó seguir la rueda de Morante con el segundo de su lote, al que le costaba emplearse y rematar cada arrancada.
Con paciencia y tesón fue sacándole y alargándole embestidas más allá de la escasa voluntad del animal, que, de tanto asfixiante acoso, no tuvo más remedio que tropezar y derribar al matador, infiriéndole una cornada que, aun así, no impidió que Juli volviera a la pelea para finalmente hacer que todo se fuera al traste por su heterodoxa manera de entrar a matar.