El gran cisma de Occidente. Lecciones que podemos extraer de él
Cayetano S.I.- No vamos a tratar de forma exhaustiva este periodo de la historia de la Iglesia 1, pero lo recapitularemos con miras a extraer una lección para nosotros, que vivimos un tiempo de crisis eclesiástica análogo al del Gran Cisma de Occidente.
La «cautividad» aviñonesa del Papado (1309-1377)
A la muerte del papa Gregorio XI (27 de marzo de 1378) la sede pontificia había regresado, después de siete décadas, de Aviñón a Roma hacía apenas un año. La situación de la Iglesia era preocupante debido a que se había debilitado la autoridad papal.
De hecho, tras el encuentro de Bonifacio VIII con Felipe el Hermoso de Francia en 1305, había sido elegido al solio pontificio con el nombre de Clemente V el francés Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos. Era un hombre débil y a la merced de la prepotencia del monarca francés, el cual maniobró para que la sede pontificia se trasladase de Roma a Aviñón, dando inicio al triste periodo conocido como la Cautividad de Aviñón (contra el cual combatieron Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena), y que duró hasta 1377. Durante este tiempo la Iglesia pareció privada (parcialmente y por un tiempo) de su nota de catolicidad o universalidad al parecer sometida a una nación con marcadas veleidades universalistas y chovinistas 2.
No sólo hubo problemas de disciplina y gobierno en la Iglesia, sino también algunas desviaciones doctrinales que pudieron excepcionalmente deslizarse en el magisterio no infalible de los papas sin afectar al dogma de la infalibilidad pontificia ni al primado del Papa 3.
De hecho, Clemente V anuló la bula de Bonifacio VIII Clericis laicos y algunas partes de la Unam Sanctam del mismo Bonifacio VIII, y además canonizó, en polémica con Bonifacio, a Celestino V, al cual algunos consideraban el Papa verdadero al que se había obligado a abdicar, en tanto que Bonifacio habría sido un usurpador (del mismo modo que algunos sostienen hoy que el verdadero Papa es Benedicto XVI, que fue obligado a abdicar, y que Francisco I es un impostor).
El sucesor de Clemente V fue Juan XXII (1316-1334), que como doctor privado sostenía la tesis teológicamente errónea según la cual las almas de los justos no gozan de la Visión Beatífica después de la muerte, sino sólo después del juicio universal, tesis que defendía también el cardenal Jacques Fournier, que sin embargo llegó a ser su sucesor (1334-1342) con el nombre de Benedicto XII 4, la condenó mediante la costitución dogmática Benedictus Deus (1336, D. 530).
La ortodoxia teológica de los papas de Aviñón (que están considerados por la Iglesia papas verdaderos) ciertamente no era nada del otro mundo, pero ello no es motivo para negar el primado del Papa ni su infalibilidad según las condiciones definidas por el Concilio Vaticano I, así como tampoco la indefectibilidad del Papado. Es más, el Concilio Vaticano I definió (DB 1839) que si el Papa en cuanto pontífice («ex cathedra Petri»), y no como doctor privado, define como divinamente revelada una doctrina relativa a la Fe o la Moral, y obliga a creerla como imprescindible para la salvación, es infalible.
Preámbulos del cisma
A fin de resolver el problema de la relación entre el Rey y el Papa, Jean de Jandun y Marsilio de Padua compilaron el Defensor pacis, en el que sostenían la superioridad del emperador (además del Concilio) sobre el Papa (galicanismo político), y Guillermo de Occam radicalizó y extendió su tesis a la Iglesia Católica, teorizando la superioridad del Concilio sobre el Papa (conciliarismo teológico).
Desgraciadamente, la teoría conciliarista fue adoptada, en diciembre de 1352, por el cardenal aviñonés Étienne Aubert durante el cónclave que lo eligió Papa con el nombre de Inocencio VI (1352-1362), declarándola, no obstante, nula cuando no habían pasado más de seis meses de su elección. En este caso tampoco se puede negar cierta deficiencia de pureza doctrinal en los papas de aquella época 5.
Pretexto del cisma
A la muerte de Gregorio XI el cónclave se reunió por fin finalmente en Roma en 1378. Ahora bien, dado que la mayoría de los cardenales eran franceses (11 de un total de 16) se esperaba y temía que resultase elegido otro papa francés, en tanto que el pueblo romano reclamaba un papa romano o al menos italiano.
Los cardenales reunidos en cónclave, presionados por la masa exaltada del pueblo romano, eligieron Papa el 8 de abril de 1378 (de una manera no exenta del todo de temor, y por tanto no del todo canónicamente regular e irreprochable) al arzobispo de Bari Bartolomeo Prignano, natural de Nápoles, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389).
Su elección no se había anunciado todavía, cuando irrumpió una multitud en la sala del cónclave temiendo que se hubiese escogido a un francés; los cardenales se dieron a la fuga, pero los romanos se tranquilizaron, porque habían elegido a un italiano, aunque no hubiera nacido en Roma. También en este caso se observa fácilmente que el desarrollo del cónclave no fue tan rigurosamente canónico y legal como hubiera podido ser, pero su aceptación convalidó o sanó de raíz toda duda en cuanto a su posible ilegalidad (cfr. nota n. 13).
Al día siguiente (9 de abril), Urbano VI fue entronizado, coronandose el 18 de abril.
Los purpurados asistieron a la ceremonia de coronación y participaron en las actividades pastorales del nuevo pontífice. Por lo tanto, es evidente que los cardenales lo habían reconocido Papa: también la elección celebrada el 8 de abril se había hecho con temor al pueblo de Roma, por lo que en sí tampco estuvo exenta de presiones externas violentas 6. Con todo, la actitud del cardenal en lo sucesivo, la reconocía, convalidaba, sanaba 7 e interpretaba prácticamente como siendo canónicamente válida.
Del mismo modo, si la elección canónica de Alejandro VI (simoníaco que no deseaba el bien de la Iglesia, sino el mero provecho material de su familia) o de Pablo VI (filomodernista) tuvieron sus impedimentos (voluntad objetiva de no ocuparse en el bien de la Iglesia), el reconocimiento de Alejandro VI y Pablo VI como pontífices por parte de la Iglesia hizo que pasaran de ser papas dudosos a papas indudables.
Es más, en caso de duda en cuanto a la elección de un papa o de que sea verdaderamente papa porque no sea ortodoxo, o no haya sido correcta y legítimamente elegido, la solución que da la sana teología es que la aceptación indiscutible del pontífice por parte de toda la Iglesia es es señal y efecto infalible de que le elección y el pontificado son válidos” 8.
Desgraciadamente, Urbano VI procedió con un rigor tan excesivo 9 para acabar con los abusos que asolaban en su tiempo a la Iglesia que los cardenales franceses (entre los cuales se había introducido sobre todo el espíritu del conciliarismo galicano, y a los que Santa Catalina llamaba «demonios encarnados») huyeron a Nápoles, donde excomulgaron al Papa, declarándolo inválido 10. Así dio inicio una serie de desaciertos que a partir de un error teológico (superioridad del Concilio sobre el Papa) condujeron a una situación catastrófica para la Iglesia (tres papas simultáneos, cada uno de los cuales afirmaba ser el verdadero y único Vicario de Cristo).
Posteriormente, los cardenales franceses reunidos en Fondi convocaron un cónclave ilícito (tan ilícito como la destitución del Papa, que no tiene superiores en este mundo ni por nadie puede ser depuesto, ni siquiera por un concilio, que es inferior al pontífice del mismo modo que el cuerpo es inferior a la cabeza y la grey al pastor), y eligieron un antipapa, que tomó el nombre de Clemente VII 11, alegando como pretexto que la elección de Urbano VI había sido forzada por el pueblo romano y era por tanto inválida, cuando desde el primer momento la habían aceptado tranquilamente, con lo que en todo caso había sido convalidada o sanada en su raíz (cfr. nota n. 17).
Clemente VII fijó su residencia en Aviñón y creó una nueva curia formada por 13 cardenales franceses. De ese modo la Cristiandad se dividió en dos: la romana o urbaniana y la aviñonense o clementina, que a pesar de ser ilegítima obtuvo gran seguimiento político: Francia, el reino de Nápoles, Savoya, España, Sicilia, Escocia y algunos territorios de la Alemania meridional.
Urbano VI respondió excomulgando al antipapa Clemente VII.
Nacía así el Gran Cisma de Occidente, que duró casi 40 años (1378-1417).
Seis cardenales del pontífice romano Urbano VI propusieron al rey Carlos III de Nápoles que lo tomara prisionero y pusiera bajo custodia, porque no estaba en su sano juicio, pero el Papa lo sabía y mandó ajusticiar a esos cardenales (K. Bihlmeyer – H. Tuechle, Storia della Chiesa, vol. 3, L’epoca delle riforme, Brescia, Morcelliana, VII ed., 1983, p. 65).
El conciliarismo se afianza
La doctrina del primado pontificio y de la constitución monárquica de la Iglesia se tambaleaba cada vez más, y el conciliarismo se convirtió en una doctrina casi común en aquellos tristísimos tiempos. De hecho, la teología se dedicó al restablecimiento de la unidad eclesiástica. La Universidad de París, que había asumido las competencias del magisterio ordinario» (H. Jedin, Storia della Chiesa., Milano, Jaca Book, 1977 ss., vol. V/2, p. 199), nel 1381, con los profesores alemanes Enrique de Langestein y Conrado de Gelnhausen, aconsejó convocar un concilio general, que según ellos era superior al Papa, a fin de dirimir la situación, aunque la complicó más todavía.
A la muerte del Papa romano se esperaba que los purpurados que le eran fieles hubieran reconocido mediante convalidación o sanatio in radice 12, como papa legítimo al antipapa aviñonés, y viceversa: se esperaba que al morir el antipapa de Aviñón los cardenales reconocieran al pontífice romano y la situación hubiera quedado convalidada en la práctica (cfr. nota n. 17). Pero no fue así y la situación se prolongó con el pontificado de otros tres papas romanos (Bonifacio IX, 1389-1404; Innocenzo VII, 1404-1406; Gregorio XII, 1406-1415) y otro antipapa aviñonés (Benedicto XIII, 1394-1423).
El Conciliábulo de Pisa
A Gregorio XII lo habían elegido más que nada porque quería la unidad, pero defraudó por varias razones las expectativas de sus electores, de modo que la mayoría de los cardenales romanos abandonaron en 1408 la obediencia al papa de Roma (Gregorio XII) mientras los purpurados aviñonistas abandonaban la obediencia al antipapa Benedicto XIII. Los 13 cardenales romanos y la curia aviñonesa se reunieron en Livorno en junio de 1408 y decidieron, como si la Santa Sede estuviera vacante y dependiera de ellos el gobierno de la Iglesia, convocar un concilio universal en Pisa para el 25 de marzo de 1409.
Lógicamente, en el conciliábulo (porque se celebró en ausencia del Papa) de Pisa, dominó la tesis conciliarista, y basándose en la teórica hipótesis (del todo improbable y en modo alguno cierta) del papa herético 13, depuso tanto al Papa (Gregorio XII) como al antipapa (Benedicto XIII) calificándolos de notorios herejes y cismáticos el 5 de junio de 1409 y eligió un nuevo antipapa el 26 del mismo mes, el cual tomó el nombre de Adriano V (1409-1410). Había por tanto tres pontífices, dos de ellos antipapas y uno legítimo.
«La tentativa de restablecer la unidad de la Iglesia mediante un Concilio terminó sin éxito» (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 101). En realidad, empeoró notablemente la situación.
El Concilio de Constanza
A la muerte del antipapa de Pisa Adriano V (1410) fue elegido otro antipapa igualmente pisano, con el nombre de Juan XXIII (simultáneamente, estaban el verdadero papa romano, Gregorio XII y el otro antipapa aviñonés Benedicto XIII).
Entretanto, el rey Segismundo de Hungría, elegido rey de los alemanes en 1411 y a quien le interesaba el fin del cisma para poder ser coronado emperador en Roma, tuvo una intervención de peso como defensor del Papado en la cuestión del cisma, con la buena intención de resolver la crisis que atravesaban la Iglesia y toda Europa 14: «La política determinó el desarrollo de los asuntos de la Iglesia» (H. Jedin, Storia della Chiesa., Milano, Jaca Book, 1977 ss., vol. V/2, p. 196).
Segismundo instó al antipapa pisano Juan XXIII a convocar un concilio ecuménico en Costanza para el 1° de noviembre de 1414. El propio Juan fue a Costanza con la intención de presidir un concilio, convocado materialmente por un antipapa y formalmente anunciado por un monarca.
En el curso del concilio, sin embargo, se intentó obligar a dimitir a los tres pontífices, (el verdadero papa romano y los dos antipapas, el de Aviñón y el de Pisa) sin plantearse tampoco esta vez, como ya había sucedido en Pisa, el problema de que uno de los tres debía ser el papa legítimo.
El 3 de marzo de 1414 Juan XXIII había prometido abdicar, pero en la noche del 20 de marzo, asustado por la hostilidad de los participantes en el concilio y temiendo la violencia del rey alemán, huyó de Constanza disfrazado. Habría preferido disolver el Concilio, pero Segismundo consiguió encarcelarlo e incoar un proceso para su destitución. En este caso, el propio rey ocupa el puesto del Concilio y se considera superior a un presunto papa, hasta el punto de que es depuesto –atención– por incumplir su labor de pontífice y no por antipapa.
El concilio sin el «Papa» (que había huido) si creció y, con la ayuda del rey, y continuó en ausencia del Papa (mejor dicho, del antipapa) con vistas a restablecer la unidad de la Iglesia por medio de esta motivación: «El Concilio recibe su potestad directamente de Cristo. Por tanto, el Papa también debe obediencia a la potestas concilii. De ahí que todo fiel, aunque sea el Papa, que se oponga a una decisión conciliar debe ser castigado» (G. Alberigo, Storia dei Concili Ecumenici, Brescia, Queriniana, 1990, p. 226).
Como se ve, el Concilio de Constanza se apoyó en la falsa doctrina del conciliarismo mitigado (recuperada y edulcorada posteriormente con la colegialidad por el Vaticano II).
El 29 de mayo, el Concilio depuso al Papa, o mejor dicho antipapa pisano Juan XXIII, que tuvo que dar su brazo a torcer y aceptar la decisión jurídica conciliar bajo presión de Segismundo, y pasó el resto de su vida en Florencia con el título de cardenal, sometiéndose más tarde a Martín V.
Por otra parte, el Concilio prohibió en la sesión XIIª toda elección de Papa que no tuviera el consenso del Concilio (Conciliorum Oecomenicorum Decreta 416, Istituto Scienze Religiose, Bologna, III ed, 1973).
El verdadero Papa, Gregorio XII, no opuso resistencia a su destitución, pero «no podía asistir a un concilio convocado por Juan XXIII; era necesario que él mismo lo convocase, y este derecho le fue reconocido por el Concilio 15. Y así, el 4 de julio su cardenal Giovanni Dominici convocó el Concilio e inmediatamente después anunció que el propio Papa se retiraba» (H. Jedin, Storia della Chiesa, Milano, Jaca Book, 1977 ss., vol. V/2, p. 202) en la XIV sesión, el 4 de julio de 1415 (COD 421, Istituto Scienze Religiose, Bologna, III ed, 1973). Implícitamente, el Concilio reconocía que el Papa retirado era el verdadero, y que toda la serie de pontífices romanos que habían sucedido a Urbano V era legítima.
El Concilio de Constanza (1414-1418) no quería abolir el Papado, como han escrito algunos, pero desde luego tampoco quería limitar y disminuir su prestigio, ni siquiera el primado; lo mismo sucederá en el Concilio de Basilea de 1431 (cfr. G. Alberigo, Storia dei Concili Ecumenici, Brescia, Queriniana, 1990, p. 228).
El antipapa aviñonés Benedicto XIII fue depuesto por hereje en la sesión XXXVII del Concilio de Constanza, celebrada el 26 de julio de 1417 (COD 437), pero el pontífice no aceptó la decisión conciliar y, sin seguidores, se retiró a ejercer de papa privado en Peñíscola, cerca de Valencia, donde falleció como antipapa impenitente en 1423.
El 18 de octubre de 1417 falleció el verdadero papa, Gregorio XII, a quien el Concilio había nombrado legatus a latere de las Marcas de Ancona, y la Sede Apostólica quedó vacante hasta que 11 de noviembre de 1417 se eligió en Constanza un único papa “por el colegio cardenalicio y por seis representantes de las cinco naciones allí presentes” (H. Jedin, Storia della Chiesa, Milano, Jaca Book, 1977 ss., vol. V/2, p. 203): el cardenal Oddo Colonna, que tomó el nombre de Martín V.
Así terminó el Gran Cisma, más que nada por la injerencia del poder político en los asuntos eclesiásticos, lo cual en sí no es correcto desde el punto de vista jurídico y teológico, pero sí de facto y per accidens resolvió, convalidó y corrigió una crisis (cfr. nota n. 19), por lo que la Iglesia reconoció la validez de estos actos aunque en sí no se ajustasen perfectamente a la norma legal canónica ni a la doctrina dogmática. La Iglesia es también una sociedad jurídica compuesta de hombres. De ahí que, con un poco de sentido común y espíritu histórico y jurídico, sepa aceptar una situación de hecho que surja en su historia.
El Concilio Ecuménico de Basilea
A partir de la tendencia conciliarista, reconocida por el Concilio Ecuménico de Constanza, se inauguró el XVIII Concilio Ecuménico de Basilea (1431-1437), en el cual «el conflicto entre el primado del Papa y el conciliarismo era inevitable» (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 113). Como no se hallaba presente ningún obispo sino apenas sus representantes y doctores en teología y derecho canónico, el papa Eugenio IV (1431-1447), sucesor de Martín V, disolvió el Concilio el 18 de diciembre de 1431, pero el Concilio, empapado de teorías conciliaristas, se negó a obedecerle; es más, se volvió a reunir prescindiendo del Pontífice, al cual intimó a anular la disolución, y lo emplazó para que rindiese cuentas del supuesto abuso. El conflicto entre el Papa y el Concilio duró dos años (1431-1433), pero al final el Pontífice, presionado por graves problemas en Roma y otras partes de Italia, cedió.
El 15 de diciembre de 1433 Eugenio IV abrogó el decreto de disolución y declaró al Concilio de Basilea legítimo como XVII concilio ecuménico de la Iglesia.
Entre tanto, el Concilio había comenzado a poner en práctica la teoría de la superioridad del concilio sobre el pontífice y se había erigido como poder supremo de la Iglesia por encima de Eugenio IV.
El de Basilea fue ante todo un concilio de teólogos y canonistas. Los obispos constituyeron menos de la décima parte de los participantes, y el Papa estaba considerado algo totalmente accidental en la vida del concilio y de la Iglesia.
En 1436 tuvo lugar una segunda ruptura, esta vez definitiva, entre el Pontífice y el Concilio en cuanto a dónde debía proseguir el concilio iniciado en Basilea. Presionados por el monarca galo, el purpurado francés Luis d’Aleman y sus secuaces, el concilio y los conciliaristas pretendían continuarlo en Basilea o Aviñón, mientras que Eugenio IV, recordando la cautividad de Aviñón, optaba por Ferrara, de la que eran más partidarios los griegos que habían solicitado conversaciones con miras a la unión.
Tras largos retrasos, el 18 de septiembre de 1438 el Papa trasladó el Concilio a Ferrara, pero la mayoría de los teólogos y obispos se quedó en Basilea. Allí los conciliaristas «declararon la superioridad del concilio sobre el pontífice, y el 25 de junio de 1439 depusieron por hereje a Eugenio IV y eligieron otro papa [antipapa], que tomó el nombre de Félix V. El mismo conciliarismo que había contribuido en Constanza a sanar el gran cisma provocó otro en Basilea» (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 117).
El XVII Concilio ecuménico continúa en Ferrara y Florencia (1438-1445)
Mientras tanto, la postura de Eugenio IV quedaba reforzada porque los cismáticos griegos habían aceptado participar en el Concilio di Ferrara (9 de abril de 1438 – 15 de enero de 1439) para restablecer la unidad con la Iglesia bajo la autoridad del Papa. Por necesidad de subvenciones económicas, y tomando por excusa la peste, el Sumo Pontífice trasladó el concilio a Florencia el 16 de enero de 1439.
En el Concilio de Florencia (16 de enero de 1439 – 24 de abril de 1442) se habló del primado del Papa y se reiteró que “como sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo, el Sumo Pontífice es cabeza de toda la Iglesia y del concilio ecuménico” (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 118).
Gracias a esta declaración y al encuentro entre cismáticos y griegos llamados ortodoxos y el Papa, Eugenio IV recuperó autoridad sobre el Concilio de Basilea (que se había quedado allí incluso después de la convocatoria del de Ferrara-Florencia), pero todavía no había superado el error conciliarista. De hecho, Francia y Alemania apoyaban la teoría concilarista del de Basilea, que se convirtió en conciliábulo el 9 de abril de 1438 cuando decidió no reconocer el Concilio convocado por el Papa y si autoconvocó una vez más en dicha ciudad suiza sin el Papa. El conciliábulo de Basilea reiteraba y confirmaba el error de la superioridad del concilio sobre el Pontífice (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 120).
El cardenal Juan de Torquemada reafirmó el primado papal en su Summa de Ecclesia, pero la teoría conciliarista no había recibido aún el golpe de gracia. Por este motivo, no eran suficientes los teólogos; era necesario que el Papa, además de reafirmar la doctrina del primado petrino llevase a cabo una reforma de la Iglesia, que se había resentido enormemente con todos estos sucesos, que tenían su origen en el papado de Aviñon unos dos siglos antes.
Por desgracia, la situación no permitía adoptar “la única vía realmente adecuada para debilitar el conciliarismo de palabra y de hecho era emprender en serio la verdadera reforma de la Iglesia (como haría más tarde el Concilio de Trento)” (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 122). Eugenio IV, sin embargo, primero en Florencia y luego en Roma inició la reforma de las órdenes religiosas y del clero.
XVIII Concilio Ecuménico de Letrán (Roma 1512-1517)
El 19 de abril de 1512, Julio II convocó el XVIII concilio ecuménico de la Iglesia (tras el cual sólo se han celebrado el de Trento, entre 1545 y 1563, el Vaticano I entre 1869 y 1870 y el Vaticano II entre 1962 y 1965) llamado V de Letrán.
Este se celebró en Roma para distanciarse de los concilios conciliaristas (valga la redundancia) de Constanza y Basilea. De hecho, no sólo se celebró en Roma, sino también bajo la presidencia del Sumo Pontífice, y asistieron casi exclusivamente prelados (en vez de teólogos y canonistas). El Papa estableció el programa, y él mismo escogió a los funcionarios. Los decretos tuvieron forma de bula papal en lugar de documentos conciliares (o conciliaristas)” (H. Jedin, Breve storia dei concili, Brescia, Morcelliana, 1983, VI ed., p. 123).
Sin embargo, faltaba la buena voluntad de poner por obra los decretos del Concilio. León X, que sucedió a Julio II, no era un papa reformador como lo fueron los de Trento y Pío IX en el Vaticano I. Por eso, cuando se clausuró el V Concilio Lateranense (16 de marzo de 1517) la situación de la Iglesia seguía igual y el terreno estaba abonado para la pseudoreforma de Lutero, que el 31 de octubre de 1517 fijaba sus 95 tesis protestantes en la puerta de la iglesia de Wittemberg. Será necesario esperar al periodo comprendido entre 1545 y 1563, cuando el XIX Concilio Ecuménico celebrado en Trento no sólo ratificará la verdad, sino que la vivirá de modo coherente, como hizo Jesús, que comenzó a obrar y enseñar.
La lección del gran cisma de Occidente
El estudio de la cautividad pontificia de Aviñón y del gran cisma de Occidente que tuvo como consecuencia puede resultarnos muy útil a nosotros, que vivimos un periodo de honda crisis eclesiástica.
Más que ninguno de los papas anteriores, conciliares o postconciliares, el pontificado de Francisco I está arrojando la conciencia de los católicos fieles a una situación de duda, confusión y sospecha. Es innegable que a algunos los conduce a soluciones extremas.
En concreto, parece que quisiera poner plenamente en acción la colegialidad episcopal propuesta pastoralmente por el Concilio Vaticano II (v. Lumen Gentium 22), que es una forma más sutil de conciliarismo que enseñó y puso por obra el Concilio de Constanza/Basilea), si bien de modo no infalible).
No debemos cometer los mismos errores que se cometieron entonces, en particular:
1°) El error de quien, aun siendo inferior al Papa, como el Concilio, y no teniendo poder alguno sobre él, lo juzga o depone declarando que no es un pontífice legítimo; 2°) y por el contrario, la adulación y el servilismo de quien obedece órdenes malas o ilícitas, aunque las dé la autoridad eclesiástica 16, como ha sucedido a veces en la historia.
Para evitar el primer error es suficiente recordar la siguiente verdad de fe:
-Jesús quiere que su Iglesia esté gobernada por Pedro y sus sucesores, «todos los días hasta el fin del mundo», mediante una cadena apostólica jamás interrumpida (sucesión apostólica o apostolicidad de la Iglesia). Ahora bien, si Cristo ha querido establecer de ese modo la estructura de su Iglesia (Una, Santa, Católica y Apostólica), no se entiende cómo pueda querer gobernarla desde hace medio siglo prescindiendo de los papas, reemplazando al papado porque desde hace más de cincuenta años ya no serían papas. ¿Ahora resulta que la voluntad de Cristo se ha frustrado? ¿Han prevalecido las puertas del infierno? ¿Ha perdido la Iglesia que el Él fundó su divina institución y constitución (monárquica, petrina y apostólica)?
Es inegable que la actitud de los que declaran nulos a los papas del Concilio Vaticano II se parece a los de quienes destituían pontífices durante el gran cisma y mientras celebraban el Concilio de Constanza/Basilea.
Que la colegialidad episcopal tienda, al igual que el conciliarismo, a la negación del primado papal lo demuestra el hecho de que en 1964, mientras se conmemoraban en Constanza los 550 años del mencionado concilio, el cardenal König intentó contraponer desde la perspectiva de una síntesis hegeliana el conciliarismo de Constanza-Basilea al primado petrino del Concilio Vaticano I.
Para König, los concilios de Constanza/Basilea y Vaticano I son posturas extremas (tesis-antítesis) que empobrecen a la Iglesia, que en el Concilio Vaticano II declaró la doctrina de la colegialidad episcopal, no de una manera tan radical como en Constanza, pero tampoco declaró el primado de San Pedro y sus sucesores de un modo tan estricto como el Concilio Vaticano I. El Concilio Vaticano II sería una especie de coincidentia oppositorum o de síntesis que traería un equilibrio hegeliano entre Constanza/ Basilea (tesis) y el Vaticano I (antítesis), a fin dar dar lugar a la afortunada síntesis del Concilio Vaticano II 17.
A fin de evitar el segundo error (obediencia indebida), basta recordar que en tiempos de crisis el católico debe limitarse a creer lo que la Iglesia siempre ha hecho y enseñado (San Vicente de Lerins, Commonitorium, III, 5), y que no le es lícito adherirse a novedades 18 contradictorias que puedan de modo excepcional infiltarse en las enseñanzas de la jerarquía eclesiástica, incluso en el vértice mismo cuando este no se pronuncia de un modo infalible.
Veamos un ejemplo diáfano para todos: cuando Francisco I dijo que no es pecado no ir a misa los domingos, pero sí lo es levantar muros que nos separen de los que no son como nosotros, se puede responder lo que se explica a todos los niños que estudian el Catecimo para niños de San Pío X: el cuarto mandamiento (que está ordenado directamente al prójimo) nos manda obedecer a nuestros padres, pero si nuestro padre nos dice que no vayamos a misa el domingo e incumplamos así el tercer mandamiento (que está ordenado al propio Dios), en ese caso hay que obedecer a Dios y no a los hombres. Eso no quiere decir que haya que deponer a Francisco I considerando que no es papa, pero tampoco hay que obedecerle por servilismo considerando que no es papa ni tampoco que haya que obedecerlo por servilismo y adulación.
Una maestra a la que no se ha hecho caso
Es necesario reconocer que la situación actual es tan oscura que cuesta ver con claridad, del mismo modo que durante el cisma de Occidente tampoco vio claro un gran teólogo y santo dominico como San Vicente Ferrer, que estaba de parte de uno de los antipapas, y eso que era teólogo tomista de mucho talento y por tanto partidario del primado del Papa sobre el Concilio cuya «prima Sede a nemine judicatur» (cfr. S. Tommaso d’Aquino, Summa contra Gentiles, lib. IV, cap. 76). No hay que extrañarse, pues, si al librar la buena batalla contra el neomodernismo alguno emplea armas no convencionales o reacciona de manera exagerada. De todos modos, tener esto claro no quita que se deba exponer la doctrina católica (tranquilamente y sin insultar a nadie) tal como la enseñan los Padres, los doctores escolásticos y el Magisterio eclesiástico, sin tomar por un lugar teológico a un teólogo o a un destacado profeta, y hasta «más que un profeta» o a un obispo integérrimo que jamás tuvo intención de erigirse en lugar teológico.
La Iglesia de la nueva y eterna alianza la fundo Jesús directamente sobre San Pedro y sus sucesores, no sobre teólogos, profetas ni siquiera obispos, que sin el Papa carecen totalmente de autoridad.
Los lugares teológicos a los que se debe acudir para resolver un problema tan delicado este de hoy son: 1°) la Sagrada Escritura, 2°) la Tradición apostólica, 3°) las decisiones o el Magisterio de la Iglesia, los concilios y los papas, 4°) la enseñanza moralmente unánime de los Padres, los Doctores escolásticos, 5°) la sana razón, la filosofía perenne y la historia (Melchor Cano, Libri XII de locis theologicis, Roma, ed. T. Cucchi, 1900, 3 voll.)
Estos lugares teológicos nos dicen que no se debe obedecer en lo malo ni adular a prelados malvados19, y que los papas conciliares, a pesar de haber hecho mal uso de su suma potestad, la han conservado y la conservan. Por consiguiente, no se debe pretender que el espiscopado colegial, un eminente teólogo, un profeta o la sola Tradición separada del Magisterio viviente puedan poner orden en la Iglesia en lugar del Papa.
Cada vez que en tiempos de caos eclesial se ha caído, incluso con las mejores intenciones, en esta tentación, el remedio ha sido peor que la enfermedad, porque con el objeto de restablecer la Iglesia se ha atentado contra su divina constitución. Jesús he querido que sea una monarquía fundada sobre uno solo (San Pedro y sus sucesores hasta el fin del mundo), y en lugar de eso los hombres convierten al Papa en un rey constitucional al que puede juzgar, corregir y deponer el episcopado (reunido en un concilio o disperso por el mundo). Episcopado que sería superior al Papa del mismo modo que el todo es superior a una sola parte. Esto querría decir que el Papa estaría sometido al Concilio o estaría colegialmente equiparado a éste.
Esta es la lección más importante que podemos extraer del cisma de Occidente y del conciliarismo que se contagió incluso a los hombres más talentosos de aquel tiempo. Pero ya sabemos que la historia es maestra de vida, y es una maestra a la que no prestamos atención.
NOTAS
1 Quien desee profundizar en el tema puede estudiar L. Von Pastor, Storia dei Papi dalla fine del medioevo, 16 voll., Roma, 1910-1934; A. Fliche – V. Martin, Storia della Chiesa, Torino, Siaie, 1942 ss. ; H. Jedin, Storia della Chiesa, 13 voll., Milano, Jaca Book, 1977 ss.
2 Cfr. I Papi e gli antipapi, Milano, Tea, 1993, entrada sobre Clemente V, por Massimo Montanari, p. 90.
3 Cfr. A. X. Da Silveira, Qual è l’autorità dottrinale dei documenti pontifici e conciliari?, Cristianità, n. 9, 1975; Id., È lecita la resistenza a decisioni dell’ Autorità ecclesiastica?, Cristianità, n. 10, 1975; Id., Può esservi l’errore nei documenti del Magistero ecclesiastico?, Cristianità, n. 13, 1975.
4 Cfr. I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, voce Benedetto XII, por Bruno Andreoli, p. 92.
5 Tampoco los papas romanos fueron inmunes al error conciliarista que había llegado a ser una moda teológica en aquel tiempo.
6 En teología moral se estudia que ciertos actos jurídicos (por ejemplo, en nuestro caso, una elección) resultan inválidos cuando son impuestos bajo la presión de un gran temor, o bien pueden rescindirse a pedido de aquel a quien se ha inculcado dicho temor (por esempio, los cardenales reunidos en cónclave, cuyo temor, sin embargo, no está históricamente comprobado determinado). Cfr. E. Jone, Compendio di teologia Morale, Torino, Marietti, 1964, VI ed., p. 9-10; S. Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q. 6, a. 5.
7 Cfr. nota n. 14 sobre la convalidación o sanatio in radice.
8 F. X. Wernz – P. Vidal, Jus canonicum, Roma, Gregoriana, 3 voll. 1923-1938, tomo II, p. 437, nota 170; cfr. F. Suárez, De Fide, disp. X. Sez., V, n. 8, p. 315.
9 “Santa Catalina de Siena no dejó de amonestar al Papa en este sentido”(K. Bihlmeyer – H. Tuechle, Storia della Chiesa, vol. 3, L’epoca delle riforme, Brescia, Morcelliana, VII ed., 1983, p. 61).
10 S. San Vicente Ferrer tomó partido con mucho celo y ardor por Benedicto XIII, que en realidad era antipapa, y decía que el papa de Roma Urbano VI, sucesor de Clemente VII, que era el verdadero pontífice, era un hereje engañado por el demonio (K. Bihlmeyer – H. Tuechle, Storia della Chiesa, vol. 3, L’epoca delle riforme, Brescia, Morcelliana, VII ed., 1983, p. 62). De noche todos los gatos son pardos.
11 Cfr. I Papi e gli antipapi, Milán, Tea, 1993, entrada Urbano VI, por Antonio Maria Bozzone, p. 95.
12 La convalidación se refiere a un hecho sucesivo (aceptación por parte de los cardenales o de la Iglesia docente y discente) de un acto jurídico anulable (la elección de un Papa), por el cual este último acto jurídico pierde su carácter de anulable y resulta de hecho perfecto (Papa en acto reconocido como tal) o sanado in radice. En general, la convalidación se da automáticamente al prolongarse la situación en el tiempo, es decir con la aceptación por parte de la Iglesia en las cuestiones espirituales o por parte del Estado en las civiles. La convalidación se llama también sanatione in radice y se aplica en sentido estricto al contrato matrimonial y lo convalida si al principio no era válido. Esto exige 1°) fin del impedimento que hacía inválido en contrato; 2°) dispensa de renovar el consentimiento; 3°) retrodatación automática al pasado sin obligación de repetir todas las etapas. Así pues, una vez eliminado el obstáculo, el consentimiento o el contrato se vuelven eficaces y no deben renovarse. Cfr. A. Gennaro, Sanazione in radice, in Perfice munus, 1932, p. 349 ss.; P. Palazzini, De sanatione in radice, Roma, 1954; F. Carnelutti, Teoria generale del diritto, Roma, 1940; R. Danieli, in Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano, 1950, vol. IV, coll. 480-481, entrada Convalidazione; F. Roberti – P. Palazzini, Dizionario di Teologia Morale, Roma, Studium, IV ed., 1968, vol. I, p. 425, entrada Convalidazione.
13I Doctores de la Iglesia han debatido como mera posibilidad teórica e hipotética (“admitiendo y no concediendo que el Papa pueda incurrir en herejía…”). Sin llegar a un acuerdo unánime, y nunca a una posibilidad y menos aún a una certeza, cada uno ha expresado su hipótesis como máximo posible, poco probable o muy improbable, pero jamás como tesis cierta. Con respecto a la posibilidad de que el Papa caiga en herejía, hay básicamente cuatro soluciones, resumidas por A. X. da Silveira, que nos tomamos la libertad de compendiar. La primera hipótesis (San Roberto Bellarmino, De Romano pontifice, libro II, capítulo 30; Francisco Suárez, De fide, disputa X, sección VI, n.° 11, p. 319; cardenal Louis Billot, De Ecclesia Christi, tomo I, pp. 609-610) sostiene que un Papa no puede caer en herejía después de ser elegido, pero analiza también la hipótesis puramente teórica (considerada sólo posible) de un papa que pueda incurrir en herejía. Como se ve, esta hipótesis no la dan por cierta ni Bellarmino ni Billot, sino sólo como especulativamente posible. La segunda hipótesis (que Bellarmino califica de posible pero muy improbable, ibid., p. 418) sostiene que el Papa puede incurrir en herejía notoria sin perder el pontificado; esta sólo la sostiene el canonista francés D. Bouix (†1870, Tractatus de Papa, tomo II, pp. 670-671) entre más de 130 autores. La tercera sostiene, admitiendo como posible y sin concederlo que si el Papa cae en herejía no pierde el cargo hasta que los cardenales u obispos hablan declarado su herejía (Cajetanus, De auctoritate Papae et concilii, capitolo XX-XXI): el Papa hereje no es depuesto ipso facto, pero deber ser depuesto (deponendus) por Cristo una vez que los cardenales hayan declarado su herejía manifiesta y obstinada. Por último, la cuarta hipótesis sostiene que el Papa, si incurre en herejía eresia manifiesta, pierde automáticamente el pontificado (depositus). Esta la sostienen Bellarmino (ut supra, p. 420) y Billot (ídem, pp. 608-609) sólo como posible y menos probable que la primera, pero más probable que la tercera. Como se ve, se trata de puras hipótesis, de posibilidades teóricas, ni siquiera de probabilidades, y desde luego no de certezas teológicas (Cfr. A. X. da Silveira, La Messe de Paul VI: Qu’en penser?, Chiré-en-Montreuil, DPF,1975, Hypotèse théologique d’un Pape hérétique, pp. 213-281; V. Mondello, La dottrina del Gaetano sul Romano Pontefice, Messina, Arti Grafiche di Sicilia, 1965, cap. V, Il Papa eretico e il Concilio, pp. 163-194).
14 Cfr. G. Alberigo, Storia dei Concili Ecumenici, Brescia, Queriniana, 1990, p. 224 ss.
15 Como si el concilio fuera superior al Papa.
16 Arnaldo X. Da Silveira, Può esservi l’errore nei documenti del Magistero ecclesiastico?, Cristianità, n. 13, 1975. El autor cita a los mejores teólogos, que, en lo referente al tema en cuestión, se basan en la Tradición Apostólica y las Sagradas Escrituras entendidas a la luz del Magisterio de la Iglesia. Por eso me permito citarlos sin hacer de ello una tesis que pretenda ser la única especificación de un acto de fe sin el cual sea imposible la salvación del alma.
17 F. König, Der Pendelschlag von Konstanz, en Die Furche, 30 de julio de 1964. Varios meses antes, en una conferencia pronunciada también en Constanza, había comparado la renovación conciliar con el movimiento del mar, en el que el oleaje tiene un flujo y un reflujo; del mismo modo, a la actual fase conciliar de la historia seguiría otra en la que –¡atención!– la primera no sería anulada, sino que se consolidaría. Cfr. J. Grootaers, I protagonisti del Vaticano II, Cinisello Balsamo, San Paolo, 1994, p. 155, nota 27.
18 Por ejemplo, la colegialidad espiscopal, que disminuye el primado pontiricio, se enseñó durante el Concilio Vaticano II (Lumen gentium n. 22) de modo pastoral, no infalible y muy parecido aunque de forma más vaga, al error conciliarista, tanto radical como mitigado; y al igual que el mencionado error, en contradicción con la doctrina constante de la Iglesia.
19 Cayetano, De comparatione Papae et Concilii, ed. Pollet, 1936, cap. XXVII, p. 179, n. 411.
Vaya. Excelente resumen de una situación todavia no superada por los catolicos más arriscados y temblones… muy buen artículo.