“Mediocracia”, conjura y triunfo de los mediocres
Dice el psicólogo Abraham Maslow que los seres humanos tendemos a la “excelencia” por naturaleza, que la tendencia a la superación, a lograr la perfección están de algún modo inscritos en nuestros genes; obviamente esa tendencia está en nosotros “en potencia”, es decir que, dependerá luego de la cultura y de la educación, de si el entorno es o no favorable a que despleguemos, desarrollemos, actualicemos nuestra tendencia natural a la excelencia; por supuesto, ello también estará siempre supeditado a la voluntad, a la determinación de cada individuo que siempre tendrá la posibilidad de elegir –o no hacerlo y renunciar a ello- el camino de la superación, de la excelencia.
La aspiración a la excelencia puede considerarse una cualidad humana “normal”, independientemente del grado en que pueda llegar a ser actualizada por cada individuo concreto, pues evidentemente no todos somos capaces de las mismas habilidades, no todos tenemos el mismo grado de inteligencia ni somos proclives a realizar las mismas actividades; la ausencia total de todo tipo de interés, de aprecio o aspiración hacia lo mejor, hacia lo bien hecho, lo excelente también puede ser considerado como patológico, lo que los expertos llaman trastornos por mediocridad.
Quienes de esto saben, afirman que la mediocridad inoperante activa (MIA) es la forma más maligna, y en ella están presentes tendencias repetitivas e imitativas, acompañadas de una exagerada apropiación de los signos externos de creatividad y excelencia (obviamente fingidos), ansia de notoriedad que puede llegar hasta la impostura (pretender ser algo que no se es) y, sobre todo, intensa envidia hacia la excelencia ajena, que procura destruir por todos los medios a su alcance.
El elemento común de los trastornos por mediocridad es la ausencia o inhibición de la disposición o actitud hacia la excelencia, y cuya presencia, más o menos operativa, se considera propia de la naturaleza humana.
El mediocre inoperante produce y estimula maniobras repetitivas e imitativas, es más proclive al consenso que al descubrimiento, y prefiere lo trillado a lo innovador. En la mayoría de los casos, este comportamiento patológico no tiene grandes repercusiones sociales, excepto cuando el mediocre inoperante ocupa puestos clave o de cierta responsabilidad. En tales casos, la organización que tiene la triste desgracia de sufrir su presencia, no tardará mucho tiempo en dar muestras de parálisis funcional progresiva, generalmente acompañada de hiperfunción burocrática, con la que se intenta el individuo mediocre inoperante intenta disimular la falta de cualificación, de valía, de operatividad.
Mientras que las formas menores presentan simplemente incapacidad para valorar la excelencia, el MIA procura además destruirla a través de todos los medios a su alcance, desarrollando sofisticados sistemas de persecución y entorpecimiento; incluyendo el “mobbing”, el acoso laboral, o diversas formas de lo que modernamente se denomina “escrache”. Como han de suponer, el MIA nunca reconocerá, por ejemplo, los méritos que un individuo brillante realmente reúne para lograr un premio o un determinado estatus, o posición, sino que atribuirá todos los éxitos que otros logren a que ha recibido trato de favor, o que poseen relaciones con personas influyentes, o a que son injusticias del sistema. De la misma manera, fácilmente callará cualquier información que permita valoraciones positivas o elogios respecto de otras personas, mientras que amplificará y esparcirá toda clase de rumor o dato que siembre la duda e invite a la desvaloración y al desprestigio de esas mismas personas.
Cuando un MIA se desenvuelve en ambientes académicos, pongamos por caso una facultad universitaria, adoptará poses de maestro, de erudito, sin poseer ningún mérito para ello.
Si un MIA posee algún poder, capacidad de decisión en puestos burocráticos, tiende a generar grandes cantidades de trabajo innecesario, que activamente impone a los demás, destruyendo así su tiempo, o bien intenta introducir todo tipo de regulaciones y obstáculos destinados a dificultar las actividades realmente productivas y creativas.
Decía hace ya más de un siglo un español que nunca ha sido suficientemente tenido en cuenta, de nombre Joaquín Costa, respecto de la España de 1899 (OLIGARQUÍA Y CACIQUISMO COMO FORMA DE GOBIERNO) que España es una meritocracia a la inversa.
Tal como también advertía Joaquín Costa, el actual régimen político selecciona a los peores y prescinde de los mejores individuos, de las personas mejor preparadas de la sociedad española. En el régimen oligárquico-caciquil que sufrían los contemporáneos de Joaquín Costa (tras la restauración de la monarquía, y después de la brevísima Primera República Española) tal cual ocurre en la actualidad (tras la restauración de la monarquía en la persona de Juan Carlos I) sólo triunfan los peores… aquella España se parece demasiado a la España actual. Joaquín Costa afirmaba que el régimen político existente en España era un régimen político en el que gobernaba una oligarquía de “notables.” Y por tal motivo afirmaba Costa que, España no era una nación libre y soberana; en España no había propiamente un parlamento, ni partidos; entonces como ahora en España había un régimen político que algunos hoy denominan “partitocracia”.
Pero si esto es ya reprobable, hay algo que lo es muchísimo más, y de lo que también Joaquín Costa ya hablaba: el régimen caciquil posee un elitismo perverso impide lo que más tarde Wilfredo Pareto denominaría “la circulación de las elites”; en el régimen caciquil los más capaces y los mejor preparados son apartados, es la postergación sistemática, la eliminación y exclusión de los elementos superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que el país ni siquiera sabe si existen; es el gobierno y la dirección de los mejores por parte de los peores; violación torpe de la ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, confundida y diluida en la masa del servum pecus (en latín “rebaño servil”) a la elite intelectual y moral del país, sin la cual los grupos humanos no progresan, sino que se estancan, cuando no retroceden.
Es posible que alguno diga que la mediocridad es una característica común a todos los grupos humanos, que la mediocridad no es una cuestión gravemente preocupante, y que la mediocridad incluso favorece la conformidad, y, en muchas culturas, la conformidad asegura la felicidad de muchos, si no de la gran mayoría de los individuos.
Cierto sin duda, pero hemos llegado en España a una situación tal que ha llegado el momento de plantearse que nuestra crisis es más que económica, que la crítica y caótica situación que sufre España va más allá de la valía o cualificación, o pericia, e incluso bonhomía o maldad de tales o cuales políticos, de la codicia de algunos banqueros, o de la prima de riesgo.
Si de veras se pretende dar solución a nuestros problemas, estamos obligados a aceptar la idea de que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, tampoco el problema de España no es la pertenencia a la UE, o atribuirle a Ángela Merkel la responsabilidad de todos nuestros males… Cuando alguien tiene un problema caben pocas opciones, y la mejor, sin duda es empezar por hacer un buen diagnóstico de la situación, pues es el único camino para saber qué es lo que hay que corregir; y un buen diagnóstico empieza por aceptar que somos un país mediocre.
Por supuesto, ninguna nación llega a ostentar semejante condición de la noche a la mañana. Tampoco se logra a lo largo de unos cuantos años. Es el resultado de una cadena que comienza en la escuela y en la familia, continúa a lo largo de la infancia, de la adolescencia, es reforzada por los medios de información -la televisión especialmente- y, como es lógico, lo que se siembra se acaba recolectando en forma de “clase dirigente”.
En la España del siglo XXI los mediocres son los alumnos más populares en el colegio, los mediocres son los primeros en promocionar y ser ascendidos en los centros de trabajo; también los mediocres son quienes más gritan y se hacen oír (los mediocres dicen escuchar, pues no saben que son cosas diferentes) en los medios de comunicación y, generalmente es a los mediocres a los que la gente acaba votando elección tras elección, da igual lo que acaben haciendo o dejen de hacer, pues la gente vota a “gente de los suyos”.
Hemos llegado a tal situación que, dado que el hábito hace al monje, la mediocridad se ha instalado plenamente entre nosotros y hemos terminado por aceptarla como algo “natural”.
Un país en el que sus habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente al televisor que muestra principalmente basura, solo puede ser calificable de mediocre.
Un país en el que en toda el tiempo que llevamos de “democracia” no ha tenido un solo presidente que hablara inglés o tuviera mínimos conocimientos sobre política internacional.; es un país mediocre.
Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo.
Mediocre es un país que ha reformado su sistema de enseñanza multitud de veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado.
Mediocre es un país que no posee ninguna universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores, y a sus mejores licenciados a exiliarse para sobrevivir.
Mediocre es un país con más de la cuarta parte de su población desempleada, que sin embargo sale a la calle a manifestarse y vociferar cuando su equipo de fútbol desciende de división o para apoyar a algún concursante de los programas de la telebasura.
Solo cabe calificar de mediocre a un país donde la valía, la cualificación, la sabiduría, la excelencia del otro provoca desconfianza, recelo, envidia en lugar de admiración, un país en el que la creatividad es marginada y perseguida.
Alguien objetará que raro es el país en el que los políticos no persiguen a los inteligentes, y tratan de desterrar la excelencia, a la vez que promueven la mediocridad, se de manera sutil o se de forma cruda y dura; sí, es cierto, pues el mediocre es una joya para el sistema, es el consumidor ideal, ya que es fácil de manipular, y generalmente no cuestiona a la autoridad ni a las normas.
Pero, aun así, España, reconozcámoslo, es una nación que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional, mediocridad deseada, anhelada, sin rodeos, y sin rubor por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima plaza en el concurso Gran Hermano o programas similares.
La mediocridad es sin dudas la aspiración de los políticos “más representativos” dicen ellos, que tal como tuvimos ocasión de observar en la última campaña electoral, en diciembre pasado, se insultan, vociferan, hasta se vejan,… todo menos exponer programas o aportar una sola idea; “debates” los llaman, en los que los representantes de los partidos que se arrogan la representación de la mayoría de los españoles, no hacen otra cosa que lo que nos tienen acostumbrados quienes participan en los programas basura: voces, insultos, ofensas, vejaciones, agresiones verbales… puro espectáculo, no precisamente edificante. La mediocridad es sin duda lo predominante en los partidos políticos del consenso socialdemócrata en los que los jefes, oligarcas y caciques se rodean de sumisos y aduladores mediocres para disimular su propia mediocridad.
No es de extrañar que en cualquier centro de estudio, hasta en las facultades universitarias predominen los estudiantes que ridiculizan, hacen befa y mofa del compañero que se esfuerza. Sí, no lo duden, de mediocre es calificable un país que ha fomentado, alentado, ensalzado, permitido, celebrado la conjura y el triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejarle dos opciones: marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la mediocridad (Bertrand Russell dice en “La conquista de la felicidad” que a los no mediocres les quedan pocas opciones: emigrar a un lugar en el que sus ideas sean tenidas en cuenta, o mejor vistas: fingir y aceptar las ideas, las costumbres y los prejuicios imperantes, o intentar conseguir que su independencia no sea vista como una provocación… pues, si te toman por un loco excéntrico e inofensivo tendrás menos problemas)
Y ya para terminar, no podemos olvidar que los mediocres son especialmente contagiosos, y ésta es su principal característica, la más importante de todas, y la más peligrosa.
La mediocridad, como la estupidez es contagiosa, si te rodeas de mediocres probablemente termines siendo uno de ellos; y viceversa. Es importante alejarse de ellos, como si de una epidemia se tratara. Puede sonar cruel, “feo” pero es la pura verdad, los mediocres contagian su nefasta mediocridad, ellos no buscan rodearse de gente exitosa, no buscan la excelencia, no les hace sentir bien. Prefieren la compañía de otros mediocres como ellos que, les permitan ver que su vida es la mejor forma de vida, que “así” se está bien, que viven en el mejor de los mundos posibles y que este mundo no es susceptible de mejora.
Cualquier organización gobernada por Mediocres Inoperantes Activos (o sea, “estúpidos”) acaba padeciendo miedo, odio y deseos de venganza.
En una comunidad en la que existe temor (el miedo es siempre absolutamente alienante, por más que algunos digan que “el miedo es libre”) todos sus miembros están procurando siempre proteger sus espaldas… y cuando se les ocurren ideas para mejorar o ayudar a la comunidad, se retraen por temor, y no las suelen expresar… cuando la gente no se siente bien tratada, casi nadie está dispuesto a hacer ningún “esfuerzo extra”, o implicarse de manera especial…
Cuando la gente tiene el convencimiento de que quienes gobiernan son gente mediocre, golfa y estúpida, pocas veces está nadie dispuesto a “dejar lo que en ese instante está haciendo, para ayudar…”
Y, ¿Qué hacer para acabar con todo ello, o por lo menos empezar a cambiar de dirección?
Pues, casi inevitablemente me viene de nuevo a la mente Joaquín Costa, el torulense proponía para eliminar el régimen oligárqico-caciquil, y por tanto la “mediocracia”, una política quirúrgica de urgencia que, debía de ser emprendida por “un cirujano de hierro”. Pero, no se asusten, no proponía un régimen dictatorial, autoritario, o cosa semejante; hablaba de alguien –o de algunos- que no les tiemble el pulso, que tengan la valentía necesaria, que estén profundamente indignados con la injusticia. Joaquín Costa no proponía ninguna forma de dictadura, todo lo contrario, proponía entrar en un periodo constituyente, en una refundación/regeneración que acabe con los males, seculares, de España, por ello propone aplicar una “cirugía” urgente y sin rodeos para implantar un régimen nuevo, en el que el caciquismo y las diversas oligarquías dejen de tener la influencia y el poder que entonces tenían hace más de un siglo y, por desgracia aún continúan teniendo. El partido que él propone, es la élite intelectual y política con capacidad suficiente como para impulsar el cambio y suministrar de entre sus filas el personal político necesario a la nación. Este partido sería liberal y nacional y regeneracionista…
Evidentemente esa labor regeneracionista no puede ser realizada por los partidos políticos que participan y necesitan de la corrupción (o los que pretenden unirse a ella) esa regeneración no será nunca emprendida por partidos que no tienen estructura democrática, que son órganos del Estado oligárquico-caciquil, que están subvencionados por el Estado (con el dinero de nuestros impuestos) y que están fuera del control de los ciudadanos.
¿Por qué, como decía Joaquín Costa, hace falta una intervención quirúrgica de urgencia?
Pues, porque, es imposible curar el caciquismo por dentro, en su raíz, si no se empieza por reprimirlo en sus manifestaciones exteriores…
¿Y por dónde empezamos?
Desmantelando el denominado “estado de las autonomías”, pues es la única forma de acabar con las oligarquías y caciques presentes por todos los rincones de nuestra patria y la corrupción sistémica actual. Luego habrá que prosiguir con la derogación de toda la maraña legislativa de las diversas taifas/feudos, para recuperar la unidad fiscal en todo el territorio español, la igualdad de todos los españoles ante la ley, para recuperar también la unidad de mercado, y proseguir en la dirección del estado unitario, que re-centralice, igualmente, todo lo concerniente a la enseñanza/instrucción pública, en todos los niveles desde el parvulario a la universidad; y lo mismo en la administración de justicia, o en la sanidad pública y los servicios sociales más esenciales…
Ni que decir tiene que el plan de choque, la intervención quirúrgica de la que hablo también iría acompañada de una profunda reforma del actual sistema electoral, para implantar otro más justo, matemáticamente proporcional a lo votado, sin las manipulaciones actuales que propicia la Ley d’Hondt.
Muy bueno, pero creo que en el fondo del asunto, en su génesis, no estamos ante un problema de estupidez (que también), sino que estamos ante un problema de maldad (disimulada y encubierta).
El bien y el mal (tan negados por las élites degeneradas que nos gobiernan en este mundo relativista y mendaz) son las fuerzas en pugna.