Obediencia política
Hay muchas formas de mandar y pocas de obedecer. Los historiadores y los filósofos sólo se han ocupado de las diversas modalidades del mando político, de los numerosos tipos de dominación, sin percatarse de que este enfoque de la relación de poder, si bien es más espectacular, por ocuparse de estrategias y estratagemas de los protagonistas sociales, es menos esclarecedor de la evolución moral de la humanidad que el relato y análisis de los tipos de obediencia política. Tan escasas son las razones históricas de la obediencia que, sin riesgo de simplificación, se pueden reducir a dos categorías puras: creencia mítica en la inferioridad entre desiguales y creencia racional en el mérito entre iguales. El anarquismo es la filosofía romántica y utópica de la desobediencia política concebida como institución, como un tipo especial de autoobediencia.
La primera modalidad de la obediencia, propia del mundo antiguo, es de carácter racional y no necesita mayor explicación. Lo misterioso, lo irracional, es la formación social de la conciencia de inferioridad, pero no su diáfana consecuencia, la subordinación del inferior al superior. La segunda modalidad, propia del moderno mundo democrático, traslada el misterio al hecho de la obediencia en sí. Una vez adquirida como verdad incontestable la conciencia de la igualdad moral y civil de los seres humanos, no es fácil explicar el fundamento de la obediencia a leyes y decisiones adoptadas sin la participación directa de quienes han de acatarlas.
En los albores de nuestra vida, millones y millones de pequeñas agrupaciones de individuos debieron inmolarse por no descubrir, en la obediencia al más fuerte o al más listo para la competición alimentaria, el secreto de la supervivencia. La obediencia racional a los mejor dotados para la defensa (casta militar) y la obediencia emotiva a los poseedores del secreto mítico que cohesiona y diferencia al grupo (casta intelectual) proporcionaron los dos elementos básicos de la desigualdad social sobre la que se edificó la organización política de la humanidad desde sus ignotos orígenes hasta hace exactamente 200 años. El Estado de la monarquía absoluta en la que se encarnó la nación organizada en dos Estados privilegiados y un tercer Estado llano, representa la última y más sofisticada constitución política de la desigualdad. La conciencia de inferioridad estaba metafísica y místicamente reproducida. A este tipo racional de obediencia corresponden los numerosos tipos de dominación tradicional.
Sin embargo, durante ese dilatado y oscuro período, la humanidad experimentó en momentos estelares, pero fugacísimos, otras formas de convivencia basadas en la igualdad moral de los individuos. La democracia ateniense, manteniendo la esclavitud, extendió la libertad política y la igualdad de derechos sólo a los ciudadanos, que de este modo pudieron justificar en su propia voluntad la obediencia a las leyes y a los jefes periódicamente elegidos. Mayor coherencia moral y prudencia política tuvieron aquellas repúblicas comunales del norte de Italia, a finales de la Edad Media, donde el sufragio electoral atribuía la potestad legislativa a la mayoría ganadora y la potestad ejecutiva del Gobierno a la minoría perdedora. Aparte de esta efímera y originalísima experiencia democrática, sólo el pensamiento utópico de unos pocos visionarios pudo imaginar que la igualdad cristiana de las almas pudiera ser utilizada, antes de la muerte de los cuerpos que las encerraban, para construir islas y ciudades terrenales a semejanza de las civitas Dei.
A pesar de la premonición de Voltaire, en su carta al marqués de Chauvelin (1764), nada hacía presagiar hace 200 años que la concepción inmemorial de la obediencia del inferior estaba a punto de sucumbir. La frustración de unas modestas aspiraciones a la igualdad fiscal de los contribuyentes provocó a uno y otro lado del Atlántico, y casi al mismo tiempo, la subversión total del orden establecido y la implantación revolucionaria de un nuevo orden político basado en la igualdad y libertad de los seres humanos. La Declaración de Independencia de Filadelfia (1776) y la Declaración de Derechos del Hombre de París (1789) constituyen los dos actos políticos y las dos creaciones intelectuales de mayor trascendencia moral que la humanidad ha producido. Los mitos de la desigualdad y de la obediencia debida al superior totémico son sustituidos por evidencias incontestables: igualdad moral de los individuos y obediencia libremente consentida a legisladores y gobernantes elegidos por los gobernados.
En los primeros Gobiernos democráticos, el problema de la obediencia entre conciencias iguales no se plantea como dificultad, porque la aristocracia del mérito sustituye a la de la sangre en los propios textos constitucionales del Estado. Los cargos públicos, las tareas legislativas y de mando político han de cubrirse por elección entre personas que destaquen por su virtud, por su talento o por su capacidad. El mérito crea una desigualdad que hacen justa tanto el veredicto de las urnas como el buen juicio de sus acciones.
Pero en 1795 los termidorianos acabaron con este tipo moderno de obediencia. Mediante un golpe de Estado institucionalizaron la usurpación del poder político por la representación de los electores convertida en verdadero sindicato de profesionales del poder. El instrumento de este golpe de Estado fue la promulgación de una nueva Constitución, sin convocatoria previa de elecciones constituyentes, y de un Decreto, llamado de los dos tercios, que aseguraba la perpetuación de los mismos diputados con un sistema electoral de listas cerradas. En este golpe de Estado de 1795 está el origen de la bifurcación histórica de los dos tipos occidentales de democracia que hoy conocemos: el tipo fuerte anglosajón y el tipo débil latino. De este golpe de Estado arranca la necesidad de ideologías que sustituyan la racional obediencia democrática al mérito entre iguales por otras categorías impuras basadas en el carisma de un jefe absoluto, en el totalitarismo de una idea o en la creencia de la irremediabilidad oligárquica del sistema democrático. La conciencia seducida, la conciencia ilusa y la conciencia resignada dan soporte a los nuevos tipos impuros de obediencia.
No es ningún azar que el vocablo ideólogo surja por primera vez durante termidor para designar a los intelectuales del Instituto, discípulos de Condillac, que explicaban la formación do las ideas por sensaciones. Tampoco es un azar que Babeuf organice la conspiración de los iguales y defina la primera ideología comunista, contra la Constitución del 95 y su decreto electoral, en defensa de la Constitución democrática del 93. Y el bonapartismo, finalmente, no fue contingencia histórica que pudo evitarse, sino necesidad termidoriana que debió propiciarse.
Desde entonces, y por muy acostumbrados que estemos, no deja de ser fenómeno extraordinario, y desde luego misterioso, que por medio de mecanismos electorales unos pocos individuos sin especiales méritos logren hacerse obedecer por una muchedumbre de su misma especie.
Los creadores y difusores de la ideología de la representación, es decir, los doctrinarios de la filosofía política y del derecho constitucional, nos aclaran así el misterio: en los sistemas democráticos, los ciudadanos no obedecen a personas de su misma especie ni, en rigor, a persona alguna. Se trata de una obediencia impersonal a quien encarna a todo el pueblo, en donde “reside la soberanía nacional”. Las muchedumbres seguimos pues con facilidad a nuestros mediocres gobernantes porque sabemos que así estamos obedeciendo a la voluntad general del pueblo, expresada por los votos de la mayoría de representantes que, al no ser mandatarios de sus electores ni representar intereses particulares, expresan no una voluntad mayoritaria, sino la voluntad de toda la nación.
A 200 años de la Revolución Francesa, y tras una historia cargada de tantas experiencias políticas, ¿cómo explicar que personas adultas, supuestamente racionales, acepten como verdades incontestables nociones tan mágicas y místicas, tan oscuras y tan irracionales como las de soberanía popular, residencia de la soberanía, encarnación del pueblo, emanación popular de los poderes estatales, representación sin mandato, mayoría equivalente a totalidad, etcétera? Estas extrañas nociones responden al mismo concepto místico de la soberanía de Bossuet y al mismo concepto místico de la voluntad general de Rousseau. Nuestros imprudentes redactores de la Constitución han introducido este galimatías de conceptos incomprensibles por haber tomado al pie de la letra una utopía, cuyo autor consideró inaplicable a la vida política en cartas dirigidas al marqués de Mirabeau y al ginebrino François -Henri d’lvernois.
Si se toman en serio, estos conceptos metafísicos conducen necesariamente al terror inquisidor de la virtud nacional (Robespierre, Stalin, Hitler, Franco) encarnada en la soberanía del dictador, que hace del miedo y de la seducción el motor de la obediencia. Si se toman a broma litúrgica, no tienen otra utilidad que la de ocultar el secuestro de la soberanía por la clase política, organizada viciosamente como sindicato de poder por temor a que la participación real del pueblo en el sistema político la retire de una forma de vida excelente. La obediencia al sindicato del poder se obtiene con sucesivos engaños ideológicos y con la permanente propaganda de todo el sistema informativo de que no hay otra alternativa política. Los sistemas políticos que se fundan sobre una gran mentira implícita, como la de fingir poderes constituyentes en su nacimiento, se ven obligados para mantenerse a no cesar de mentir explícitamente incluso en lo superfluo. A la obediencia por ilusión sucede la obediencia por resignación.
El gobierno de las elites es un asunto menor de las democracias anglosajonas, muy distinto de la cuestión mayor que aquí tenemos planteada. En Estados Unidos, las elites producidas por la competencia en el sector privado son captadas por el sistema político. En España, la mediocridad organizada en el sindicato de los profesionales del poder se dignifica en altos cargos públicos para ser captada luego por los consejos de administración de las grandes empresas, que tienen el sentido común de no utilizar sus escasas dotes competitivas en el sector privado, pero sí sus grandes capacidades de influencia en el sector público para evitar la ética mercantil en los negocios con el Estado.
¿Dónde está entonces la alternativa democrática entre el extremismo de la perversión totalitaria de la igualdad y el extremismo de la perversión oligárquica de la libertad? ¿Cómo puede esperar el poder la probabilidad de una obediencia lúcida como resultado de una conciencia crítica?
Del mismo modo que la necesidad de protección física de nuestro entorno ecológico está obligando a la actual filosofía a revisar la concepción del mundo industrial a partir de sus raíces cartesianas, la imperiosa y urgente necesidad de regeneración de nuestro nicho moral exige una profunda remoción de los conceptos intelectuales que han desviado del sentido común y de su sentido práctico el curso original de la organización democrática del poder. Hemos de nadar contra corriente hasta encontrar aguas limpias más allá de esta desviada concepción de la democracia inventada por el sindicato termidoriano, y reproducida por el actual régimen político español, si queremos eliminar la causa que enturbia la cultura y desestima los valores.
La revisión sustancial de la organización y separación de los poderes, y también de la falsa doctrina democrática que se ha constituido en España, es condición sine qua non de todo proyecto regeneracionista, porque la alianza del poder con las finanzas, cuestión estructural de este régimen político, es la causa de apertura de esta época de liquidez y liquidación en la que todo se puede vender y comprar, incluso lo que antes se regalaba, se conservaba o se intercambiaba. El favor de una presentación personal, la asistencia a una fiesta, la vida íntima, la amistad, el amor, el consejo, el conocimiento, la conciencia. Época ésta como aquella de Thiers y de su famoso “franceses, ¡enriqueceos!”, que uno de nuestros ministros socialistas remedó: ¡extranjeros, enriqueceos rápidamente en España!”. Nuestro personal político se ve forzado a un comportamiento más bajo del que tendría en su vida privada, porque la maldad de las instituciones políticas de la Constitución y de la ley electoral, creadas del mismo modo golpista y con el mismo fin de sindicación termidorianos, le obligan a degradarse.
El 18 de brumario consistió en un paseo a caballo de Bonaparte organizado desde dentro por el liberal Sieyes, miembro del Directorio que andaba en busca de una espada para acabar con un sindicato termidoriano que se había suicidado, como gerente de su Estado liberal, al rechazar la revisión constitucional pedida por los ciudadanos.
Para pasar del actual régimen termidoriano a un sistema democrático es preciso reconvertir la desobediencia decembrista en fundamento de gobierno, en respeto y confianza al mérito de unas instituciones constitucionales dotadas de lo que las actuales carecen: “astucias de la razón” que desahoguen las pequeñas y viciosas ambiciones de la clase política haciéndola trabajar, sin saberlo, en virtuosos y grandes objetivos colectivos. El primero de ellos, hacer de este reino liberal algo más que una máquina de fabricar gobiernos y algo menos que un paraíso de especulación.
La sociedades deben estar sujetas al marco, el marco amplio, la evolución son ciclos en términos geopolíticos y deben adaptarse, el problema es la incapacidad para desechar lo que ya resulta inoperante, el que defiende lo inoperante, el sacrificio de muchos para unos pocos, es tiranía, y al final vivimos en una tiranía que unos la pintan de naranja y otros de rosas cuando es marrón.
Si pensamos no en el mañana inmediato, sino en el futuro próximo. Tenemos, pues, derecho a exigir a los entusiastas de la partitocracia que cesen de confundir a sus oyentes, por fortuna escasos, Fue un colosal error el cambio del sistema político , el que llevó a España hasta el grado de postración actual. Y esto no es un argumento a favor de apuntalar la quiebra de los partidos políticos en España, sino, al revés, un colosal argumento para erradicarlos sin la menor vacilación. Que novedad podrán aportar los eternos descontentos los irresponsables empeñados en el propósito marciano de desconocer… Leer más »